8 Mayo 2019.
Desde que asumió la Presidencia de México, Andrés Manuel López Obrador enciende polémicas y como viejo zorro político las conduce a su favor, apoyado por el sólido respaldo que suma entre la opinión pública. Recién se posesionó, hace cinco meses, ordenó poner en venta 72 de las 263 aeronaves propiedad del gobierno federal, incluido el lujoso avión presidencial —un Boeing 787-8 Dreamliner—, y no dudó en romper el protocolo movilizándose dentro y fuera del país por las aerolíneas comerciales, en las que ya se rotula como viajero frecuente y acumulador de millas.
La suya es una determinación no exenta de contratiempos y riesgos, que agita la crítica de los sectores de oposición por el tinte populista que entraña, incluso por el desbarajuste de la agenda oficial, pero en particular por los peligros que acechan la seguridad personal de quien simboliza la máxima figura del Estado.
Pero López Obrador —conocido por sus iniciales: AMLO— ni se inmuta ante las especulaciones ni tampoco tiene interés en cambiar la rutina de sus desplazamientos ni el acercamiento con la gente. Coincide con aquellos rasgos de humildad y sencillez del expresidente uruguayo José Mujica, y considera su obligación compartir con los demás, andar a pie, montar en flota o subir en cualquier aparato volador, como debe hacerlo cualquier ciudadano. Y así lo viene haciendo cada vez que traslada su despacho a los diferentes municipios de los 32 estados de la Federación.
AMLO es toda una celebridad nacional. Goza del mayor índice de popularidad en la historia presidencial reciente, con cerca del 80% de aceptación, según los últimos sondeos, y aprovecha esa reconocida aprobación popular para refundirse sin complicaciones entre sus coterráneos, a quienes les da un tratamiento afable, sin desencajarse ante el acecho, en ocasiones asfixiante, de las multitudes.
En los pasillos de los aeropuertos locales, en donde su presencia se vuelve habitual, remolinos de personas lo saludan y abrazan, y siempre accede sonriente a posar para las selfies de los millares de admiradores. En el interior de los aviones la historia se repite. El presidente viaja en clase turista, junto a las salidas de emergencia, y allí, a lo largo del trayecto, lo esperan más saludos y abrazos y nuevos registros fotográficos. Es un individuo carismático y un conversador ameno que no tiene problemas para tertuliar con el pueblo sobre lo humano y lo divino.
Tampoco se complica, ni depende de los demás; se desplaza por los terminales acompañado por cinco auxiliares desarmados —miembros de la Seguridad Ciudadana Presidencial—, reemplazo de los tradicionales escoltas, y cumple los trámites de emigración y las requisas en los filtros de seguridad como todo pasajero. Su comportamiento produce admiración y regocija a sus seguidores, pero pone los pelos de punta a funcionarios aeroportuarios y tripulaciones que no saben cómo proceder —ni tampoco lo intentan— ante las particularidades de este singular pasajero que gusta cruzarse entre la gente sin medir consecuencias, pese a ser la joya de la corona y pieza estratégica para los intereses del Estado.
AMLO decidió deshacerse del suntuoso avión presidencial de US$200 millones, adquirido por Felipe Calderón y disfrutado por su antecesor, Enrique Peña Nieto —quien realizó 214 vuelos por más de 6.000 kilómetros—, por considerar que su uso es vergonzoso en un país plagado de miseria. Prefirió entonces imponer su narcisista propósito de ponerse frente a la boca del lobo, aquel que puede encubrirse entre las multitudes de una nación agobiada por la violencia criminal y donde se registra la mayor tasa de homicidios de la región.
Aunque las críticas pueden resultar razonables, el mandatario personifica una forma de gobierno que lo acerca al pueblo y le permite convivir entre sus dificultades. Su compromiso con la eficacia y la eficiencia genera expectativas entre millones de consumidores del servicio aéreo local que —como sucede en Colombia y en tantos otros lugares del mundo— se quejan a diario por las deficiencias en la regulación del sector, sin que las autoridades tomen acciones formales para ponerlo en cintura.
Son muchas sus horas de recorrido por las salas de espera de los aeropuertos que le han permitido alimentarse de las cotidianas premuras y dificultades que en ellos se vive; es testigo del mal servicio de las aerolíneas, los constantes retrasos en los vuelos comerciales y los elevados costos de los pasajes; y comparte los mismos problemas de infraestructura, las incomodidades aeroportuarias y las fallas en la atención.
En un país donde la aviación es estratégica para el desplazamiento interno y el desarrollo turístico —México recibió el año pasado 31 millones de turistas extranjeros—, su presidente experimenta en carne propia las vicisitudes cotidianas de la industria, y en concordancia con lo que afirma, que no fue elegido para posar de adorno, los usuarios confían en que también se decida a apaciguar los cotidianos apuros —nada pasajeros— de los pasajeros de la aviación comercial.
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