15 agosto 2020 –
Por: Winston Manrique Sabogal – El País – España –
Un ritual de reencuentros tras el confinamiento ha sido el de socializar alrededor de una taza de café. Y el de Colombia ocupa un lugar especial. Un producto que lidera una nueva revolución agrícola, cultural y gastronómica de creaciones únicas para sibaritas parecida a la del universo del vino que tiene su corazón en el departamento del Huila.
El sol del mediodía centellea sobre docenas de hojas verdes pequeñas que coronan frágiles y cortos tallos en la cama de arena de río de tres germinadores de café. Son como alas de mariposa posadas sobre cada tallo. Víctor Félix Ibarra se acerca, con los dedos índice y pulgar de su mano derecha coge una de esas chapolas y tira rápido y con firmeza hacia arriba levantando el brazo como si fuera un trofeo que ofreciera al cielo azul.
Es el café colombiano del futuro: la última variedad, llamada Cenicafé 1, para desafiar a las plagas y al cambio climático sin alterar su fama del café más suave del mundo. A finales de este 2020 esas chapolas habrán crecido y se llamarán cafetos. Jaspearán las tres cordilleras andinas de ramilletes de florecitas blancas que ocho meses después se transformarán en manojos de frutos rojos, amarillos y verdes listos para una cosecha. Con una novedad que se reactiva: la de cafés especiales o diferenciados que tienen una variedad de aromas y sabores exquisitos en una revolución cultural y gastronómica parecida a la del vino de gran calidad para sibaritas.
Si el café normal puede tener más de 900 componentes químicos, en estos cafés especiales de Colombia adquieren perfiles inimaginables, con notas cítricas, achocolatadas, amaderadas, acarameladas, amargas, a frutos rojos, a vainilla, a caña de azúcar, a mango, incluso a flores silvestres que priman en unas variedades, mientras en otras crean una pirotecnia de sabores y aromas que hacen cerrar los ojos mientras se disfrutan.
La vida social alrededor de una taza de café ha sido uno de los rituales favoritos de la gente en el reencuentro con la vida tras el confinamiento por la covid-19. Y el café de Colombia era uno de los más esperados en restaurantes, cafeterías, hoteles y bares de calidad. Su presencia está garantiza por la gran cosecha que se avecina en Colombia en septiembre. “La cuarentena no ha afectado mucho a las exportaciones. Además, el café ha sido uno de los productos más comprados por los hogares durante el confinamiento, pero a la gente le gusta tomarlo en espacios públicos”, asegura Roberto Vélez, gerente general de la Federación Nacional de Cafeteros de Colombia.
El café se cultiva entre los 1.100 y 1.800 metros sobre el nivel del mar. Pero cada vez tiene que hacerse a más altura a causa del cambio climático. Colombia se lo puede permitir porque tiene tres cordilleras, pero la mayoría de los más de 70 países que lo cultivan se verán en apuros al no tener montañas tan altas, incluidos Brasil y Vietnam, los mayores productores, y Etiopía, donde estarían las raíces de su descubrimiento hacia los siglos XII y XIII. Estas alteraciones afectarían a más de 100 millones de personas en el mundo que dependen de él en alguna parte de su cadena de producción y comercialización.
A la fama del café más suave del mundo, Colombia suma ahora la de los aromas y sabores más exquisitos. ¿Dónde está el secreto?
Colchas de retazos de pequeñas fincas cafeteras de entre una y cinco hectáreas, en su gran mayoría, cubren Colombia. Del café viven 540.000 familias que en 2019 produjeron casi 15 millones de sacos de 60 kilos, la producción más alta de su historia, que puede ser superada por la de 2020, aventura Roberto Vélez. Ese tejido familiar-cafetero sostiene en buena medida la economía del país al ofrecer dos cosechas anuales, la más grande en septiembre-octubre y la llamada mitaca entre abril y junio.
En esas andan en el departamento del Huila, el mayor productor y con los mejores cafés especiales, donde cada cosecha es distinta. Sus caficultores suelen ganar la mayoría de premios Taza de la Excelencia y copar los finalistas. El cultivo llegó a aquellas tierras en 1862. Siglo y medio después de que lo llevaran a Colombia los jesuitas a comienzos del siglo XVIII. Fue el café arábica, variedad Caturra, con notas dulces y suaves que se enriquecieron y diversificaron de manera única por las condiciones de las tierras colombianas. En especial en el llamado Eje Cafetero, en el centro del país. Pero el cambio climático y las nuevas prácticas han desplazado la calidad del café general y potenciado los diferenciados hacia los Andes del sur en los departamentos del Huila, Cauca y Nariño.
Corre el rumor de que en el Eje Cafetero han comprado millares de chapolas huilenses, pero sin el mismo resultado. Muchos se preguntan qué tiene la tierra del Huila para dar ese café con denominación de origen protegida y con tanta variedad en aroma y taza.
La respuesta empieza en Neiva, capital de ese departamento que es un ecosistema irrepetible. Está al sur del Valle de las Tristezas, con un sol parecido al que derritió los sesos de Don Quijote. La madrugada de un lunes, Yomar Valencia, técnico del Comité de Cafeteros del Huila, uno de los 1.500 que hay en el país, y el caficultor Cristian Martínez salen en sus camperos rumbo al sur para mostrar los secretos que esconden esas tierras para el café: gran oferta ambiental (que incluye tierras volcánicas), cambio cultural de los caficultores y asociatividad; ayudados por un comando de hombres y mujeres del Servicio Técnico de Extensión de la Federación Nacional de Cafeteros de Colombia, como Yomar Valencia, desde hace 61 años.
Nosotros vamos a las fincas, les enseñamos a los caficultores y resolvemos sus dudas. Hoy la misión es propiciar altas densidades de cafetales y mayor productividad. También los orientamos en cafés especiales que puedan ser más rentables —explica el técnico mientras conduce en la madrugada por una carretera que encadena túneles arbóreos fantasmagóricos.
Antes de las seis de la mañana se hace realidad una canción regional: “Azules se miran los cerros en la lejanía”. A orilla de la carretera un hombre hace señales con las manos a los vehículos para que pasen a su establecimiento: Café Ninco.
—Es don José Hermínzul Ninco, uno de los caficultores destacados del Huila —dice el técnico que sale de la carretera y aparca.
—¡Buenos días! —saluda enérgico el hombre.
—Venimos a tomar café —responde el técnico.
José Hermínzul sonríe. Señala una mesa. Cuenta que su café se vende en países como Suiza y que en 2012 fue quinto en Taza de la Excelencia. Prepara este primer trago con un ritual que hasta hace poco no existía por allí. En la cafetera de cristal Chemex coloca no uno sino dos filtros blancos, abre una bolsa del café de su finca, agrega tres cucharadas sobre los filtros, con otro recipiente esparce agua caliente en círculos, del exterior hacia el centro. Caen las primeras gotas muy oscuras y luego un chorro que libera un aroma que coloniza el lugar. Retira los filtros y sirve el café en las tazas un poco calientes, y explica:
—El buen café no es amargo ni ácido. No necesita azúcar. Es balanceado y tiene sus propios dulzores. Las notas sensoriales de café Ninco son: aroma a frutos rojos y panela (melaza de caña de azúcar). El sabor es a caramelo, arándanos, chocolate, uvas negras y manzana verde. La acidez es de cítrico toronja y mandarina. Y su cuerpo es redondo, cremoso, con residual limpio y prolongado.
El milagro del café del Huila parte de la oferta ambiental que beneficia la capacidad higroscópica del grano al absorber la humedad y por ende los olores del campo. El Huila es un ecosistema bendecido. Está en el trópico, muy cerca de la línea del ecuador, con tierras volcánicas que superan los 5.000 metros entre fronteras privilegiadas: limita al norte con el Valle de las Tristezas y su desierto; al sur con el Macizo Colombiano y estrella fluvial de Colombia, hasta donde llegan los Andes desde Tierra del Fuego para dividirse allí en tres ramales que surcan el país; al occidente limita con una de esas cordilleras, la Central y su Nevado del Huila, el punto más alto de Colombia (5.700 metros); y al este con la cordillera Oriental, donde al otro lado se encarama la selva amazónica, que trae su procesión de nubes que si sobrepasan las montañas dejan su rastro de lluvia o perpetuos rocíos en los cafetales.
Como si fuera poco, entre las dos cordilleras corre el río Grande de la Magdalena. Nace en el Macizo para atravesar el país hasta Barranquilla, en el Caribe. Sus aguas crean brisas constantes que llevan olores de los cultivos de cacao, papa, caña, plátano; de frutas como cholupa, lulo, badea, mango, fruta de la pasión o guanabana, la Gulliver de las chirimoyas. Olores que se mezclan con los de los bosques que alborotan ríos y arroyos y absorben los cafetales.
Ese regalo de la naturaleza lo maximiza el cambio de mentalidad de los caficultores. Aprenden a cuidar cada etapa del proceso del café: desde el mimo en los germinadores y seguir las buenas prácticas hasta el tueste, que despierta y acentúa los olores, sabores y texturas adquiridos durante el cultivo, luego viene el trillado y el empaque con protocolos especiales.
Tras la visita al Café Ninco, Yomar Valencia vuelve a la carretera rumbo al municipio de Gigante, a unos 800 metros de altitud. Allí hace el relevo con su compañero Harold Casas, quien seguirá con el recorrido hacia la finca El Vergel, de María Ismenia Reyes y Cristian Martínez. Un matrimonio menor de 40 años que empezó hace unos seis a cultivar y producir cafés especiales. El futuro del futuro.
Veinte minutos después, los dos vehículos serpentean por el lomo polvoriento de una montaña. A 1.800 metros de altura el camino se acaba. La ruta sigue a pie por una trocha de arbustos y enredaderas. De pronto, dos montañas de café y bosques. Es El Vergel.
La finca de cinco hectáreas cultiva la variedad Caturra. La que hizo famosa a Colombia con la imagen de Juan Valdez. Una variedad poco cultivada por ser la preferida por la roya, un hongo que casi acaba con los cafetales de tierras templadas y la economía del país en los noventa. Pero como El Vergel es siempre primaveral de día y otoñal de noche, la pareja de caficultores se arriesga a cultivarlo. Las condiciones frías no son apropiadas para el hongo.
—El Caturra es tan buen café, tan exquisito y suave, que es una de las dos bases de las variedades mejoradas y más resistentes a la roya que ha creado Cenicafé —explica Harold Casas. A lo que el caficultor agrega:
—Nosotros estamos atentos a que no aparezca la roya y a tener la tierra con abonos y nutrientes necesarios. Con mi esposa hicimos varios cursos, incluido el de barismo. Así sabemos que los atributos constantes en nuestro café son de perfil vinoso y achocolatado, y con sabores a albaricoque o durazno. Es un café suave balanceado y con buen cuerpo.
Sale de esos frutos rojos, amarillos y verdes que recoge Saúl Urriago, de 20 años. Lleva siete como recolector en diferentes fincas. Va por caminitos del ancho de sus pies con botas de caucho. No rueda montaña abajo de milagro, y aclara:
—No es milagro. Toda la vida lo he hecho. Los pies lo llevan a uno. Esto no es nada, hay montañas más paradas.
Cristian Martínez ha venido a la finca sin su esposa. Ella ha recibido amenazas. No se sabe de quién. Esa es la roya mortal para los caficultores. Cuando estaba la guerrilla, antes del proceso de paz, muchos caficultores eran extorsionados, ahora parece que es la delincuencia común.
Abajo, en Gigante, está la Concentración Jorge Villamil Ortega, donde el Centro Tecnológico del Café investigará el desarrollo de tecnologías que mejoren la caficultura. Se capacita a jóvenes y se busca motivarlos para asegurar un relevo. La media de edad de los caficultores supera los 50 años. En las escaleras de la Concentración está Laura Cristina Rodríguez Reyes, de 21 años. Es catadora e hija de un caficultor de la vereda Alto de las Águilas:
—De 80 puntos hacia abajo es un café defectuoso, de 81 a 83 se considera taza limpia, sin defectos y algunos atributos, y de 84 a 90 son buenos o excelentes atributos. Es muy difícil dar en cada cosecha el mismo registro de atributos. El café es volátil, depende del entorno.
El café es el nuevo atractivo turístico del Huila, que se suma al paisaje y la arqueología de San Agustín. El miércoles, muy temprano, en la finca Villa Mercedes, Raúl Montealegre, de 61 años, se pone su sombrero de fieltro y coge montaña arriba por una carretera destapada. Media hora después, a 1.500 metros de altitud, llega a una pequeña meseta de cuyo extremo sale la palma de una mano izquierda de madera que se extiende y ofrece al vacío. Es La Mano del Gigante, tiene un diámetro de unos cinco metros, un mirador donde se aprecia el centro del Huila. Es un pequeño complejo turístico que Raúl Montealegre creó con hospedaje y restaurante hace un año, donde la gente termina bebiendo café Villa Mercedes.
El descenso de La Mano del Gigante es rápido. Antes de mediodía, Harold Casas entra con su campero en la finca Lusitania, de Víctor Félix Ibarra y su esposa, Lucía Janet. Hace un par de décadas él renunció a su trabajo y compró esta finca que remodelaron gracias al dinero conseguido como finalista de Taza de la Excelencia.
Detrás de la casa hay instalaciones, equipos para el proceso del café y tres germinadores: camas de madera con arena dorada de río donde siembra la semilla que al mes alcanza 10 centímetros de altura conocida como chapola. Coge una y la saca para mostrarla con su raíz con el brazo en alto contra el cielo azul:
—Aquí duran tres meses, luego se trasplantan a una bolsa, donde permanecen entre tres y cuatro meses más antes de plantarlas para renovar el cafetal.
La ruta lleva ahora al municipio de Garzón. Allí espera el extensionista Carlos Becerra, que va a la finca Bonanza de Ismael Perdomo Astuillo, de 48 años. Rodeado de su familia, cuenta que el café es muy agradecido y se puede recoger en varios momentos del año:
—Cultivo las variedades Colombia, Castillo, Tambo y Cenicafé 1. En las tierras más bajas necesitan sombríos de plátano o frutales. Ahora apoyo a mi hijo, que al principio no quería ser caficultor.
Se refiere a Oswaldo, de 19 años. Una de sus misiones esta temporada es estar atento a una experiencia del Comité de Cafeteros del Huila en su finca: la plantación de unos cafetos en bolsas de plástico, como se ha hecho siempre, y otros en bolsas biodegradables más pequeñas. Este semestre se sabrá el resultado de qué sistema es mejor.
A 15 minutos de allí, cuatro caficultoras en la finca Mi Parcela, de la Asociación de Mujeres Ahorradoras y Productoras de Café con Aroma de Mujer, hablan de cómo las mujeres han entrado a liderar buena parte de esta revolución. Como lo hacen en otra vereda Argenis Ramírez Collazos, su hija Sandra Milena López y otras 20 mujeres.
El azul con que amanece el jueves promete un día caluroso. Carlos Becerra va a Coocentral, la principal cooperativa de cafeteros de la región que compra las cosechas. Emel Mosquera, coordinador comercial, enseña el parque industrial del café más grande de Colombia a las afueras de Garzón. Entra en la sala de cata, donde sus profesionales definen la calidad y el perfil del café que llevan los caficultores para saber qué tipo de cosecha han tenido y ofrecerla a uno u otro cliente.
Después de mediodía el destino es el municipio de Pitalito, el mayor productor de Colombia, y con una de las dos escuelas nacionales de café. Cambio de vehículo y guía, ahora es Cristian Martínez. Bordea el río Magdalena y entra en el Valle de Laboyos, a más de 1.300 metros de altitud. En la sede del Comité Regional de Cafeteros de Pitalito, el técnico Marcos Minú está con dos caficultores Taza de la Excelencia: Luis Alberto Jojoa deja claro que sin su esposa nada hubiera sido posible, y Alirio Aguilera Ospina, que tiene su propia marca: “Se llama café Aguilera y el perfil constante de taza es cítrico y con notas a vainilla”.
El aeropuerto de Pitalito es como internacional, asegura Marcos Minú: “Los compradores preguntan por cafés muy diferentes. La revolución empezó por los colombianos. Si antes nuestro consumo era de 1,8 kilos de café por persona al año, ahora es de 2,8”.
Bancos de niebla cubren los campos el viernes al amanecer. En el Café Ricaurte, Olga Lucía Hernández, de 45 años, representante de los caficultores de Pitalito, espera a su hermano Óscar Fernando, de 33 años. Llega en una camioneta y enrutan hacia la finca que era de su padre. Se llamaba Ricaurte Hernández. Fue el primer ganador de Taza de la Excelencia, en 2005. Puso en el mapa la alta calidad del café huilense y motivó la producción de cafés especiales. Pero unos ladrones lo asesinaron en 2013. La familia se recompuso y los ocho hermanos y su madre, Suldery Arango, acordaron que Óscar Fernando, entonces suboficial de la Armada Nacional, asumiera el legado.
Lo cuenta él mientras sube con su campero por una antigua trocha que se abre paso entre el bosque que son raíces de la Amazonia. A 1.800 metros de altitud el camino termina bajo un enorme árbol de guamo con un letrero: Finca Los Nogales. A su alrededor, montañas con todos los verdes. Óscar Fernando Hernández enseña la casa, recorre la finca y va a otra vivienda pequeña con un porche:
—Es la casa donde nacimos y vivimos. Ahora es de los trabajadores. Con la plata del concurso mi papá empezó a construir la residencia donde estamos ahora y arregló la trocha por donde subimos.
La carga de café ganadora de su padre la compró Kentaro Maruyama, empresario japonés y uno de los pioneros en compra de cafés especiales para sus cafeterías. Desde entonces, Maruyama es cliente de Los Nogales. Junto a él, empresarios nórdicos y del resto de Europa. La meta de los Hernández es el café orgánico. “Requiere más esfuerzo, pero es hacia donde vamos. Las nuevas generaciones tienen más conciencia de cuidar el planeta”.
Una idea compartida en el Alto de las Águilas, en Gigante, por la tarde por seis mujeres de la Asociación Agropecuaria Café Femenino Gigante. Sentadas en media luna frente a las montañas, reconocen que asociarse les ha cambiado la vida.
—Siempre hemos participado en todo el proceso, pero no teníamos casi voz. Hoy somos nosotras quienes tomamos muchas decisiones. Sabemos cómo sacar un café especial —asegura María Ismenia Reyes, caficultora y representante de los cafeteros de Gigante.
Coinciden con ella su hermana Margarita y las señoras Delia, Deisy, Verónica y Ninfa. Cuentan que han aportado a la caficultura y ganado en seguridad personal. A unos pasos de estas Juanas Valdez del siglo XXI, la joven catadora Laura Cristina Rodríguez ayuda a su padre, Hernedis, y a su hermana Camila a limpiar el café en una zaranda.
El sol empieza a irse sobre estos cafetales de hojas verde oscuro brillante como si alguien las aceitara cada noche. Son los arbustos de frutos energizantes en que se convierten esos tallos frágiles tocados por dos hojitas como mariposas a punto de volar.