Nuestro principal problema no es la corrupción. Es la mentira que le sirve de caldo de cultivo. Aquí casi todos mienten. Aquí existe, como decía Diego Montaña Cuéllar (q.e.p.d.), un país formal y un país real. Aquí la Constitución y las leyes van por un lado y la realidad por otro.
Miremos no más el panorama actual:
Hay un presidente, cuya primera campaña fue financiada en parte con 400.000 dólares que dio en afiches una empresa extranjera, lo cual está prohibido por la ley, y dice que de eso no tenía ni idea.
Hay un expresidente que acusa al presidente de corrupción en la financiación de su campaña, no obstante que cuando la empresa extranjera lo financió, él apoyaba a ese candidato; y luego, en la campaña siguiente, lanzaba como candidato opositor a su ex ministro de Hacienda, cuyo estratega brasileño también fue pagado por la misma empresa. Y tanto el expresidente como su candidato dicen igualmente que de eso nada sabían, no obstante que el gerente de esa campaña era el hijo del candidato opositor.
Hay un ex procurador general que convoca a una marcha “contra la corrupción que amenaza a todos los colombianos”, y remata la cuña diciendo: “Cada vez somos más los colombianos de bien”, no obstante que él tuvo que salir de su cargo por corrupción, ante un fallo del Consejo de Estado que estableció que habría nombrado a familiares de los consejeros que lo nominaron y de los parlamentarios que lo eligieron. Y no obstante, además, como lo denunció el periodista Daniel Coronell, que “dejó prescribir la investigación por los sobornos a funcionarios en la licitación de la Ruta del Sol y la autopista Bogotá-Girardot,” porque “le ordenó expresamente a la funcionaria a cargo de la investigación que se concentrara en otros procesos” y, con el mayor descaro, publicó un video en el que dijo “que las investigaciones no prosperaron porque la Procuraduría no tuvo suficientes pruebas”.
Hay un expresidente —el mismo— que también invita a la marcha y enarbola la bandera anticorrupción, a pesar de que en su gobierno hubo múltiples escándalos, como el de los sobornos de Odebrecht para lograr multimillonarios contratos, Saludcoop, Agro Ingreso Seguro, la Dirección Nacional de Estupefacientes, el involucramiento de su jefe de seguridad en negocios de narcotráfico y, como si fuera poco, la compra de su reelección con base en que ministros suyos habrían sobornado a dos parlamentarios para lograr la mayoría necesaria con el fin de que se cambiara el artículo de la Constitución que la prohibía. Por supuesto, este expresidente dice que nombró a sus funcionarios convencido de que eran santas palomas y que, de toda la podredumbre de su gobierno, nada sabía, como también hay otro expresidente que dice que la financiación de su campaña por el narcotráfico ocurrió a sus espaldas.
¡Aquí nadie sabe nada! Pero hay una cosa que sí saben todos: que fueron elegidos con el apoyo de corruptos. Y que con tal de que les consiguieran votos, se hacían los locos ante sus prácticas, y poco les importaba rodearse de bandidos.
De modo que si se quiere que el país cambie, el Consejo Nacional Electoral tendría que dictar las sanciones que corresponden por la financiación de campañas por parte de una empresa extranjera. Y ello implicaría que les quitara la personería jurídica a los partidos que apoyaron a uno y a otro candidato, o sea, al Centro Democrático, al Partido Conservador, al Partido de la U, al Liberal y a Cambio Radical.
Así empezaría a lucharse contra la corrupción.
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