Mientras Juan Manuel Santos recibía el premio Nobel de Paz, dos víctimas se emocionaron en un sentido abrazo.
Las puertas del Oslo City Hall se abrieron desde las 11 de la mañana, con dos horas de antelación. El frío congelaba los huesos y hasta las pestañas, una pertinaz llovizna caía sobre la comarca, como si San Pedro, que se ha empecinado este año en acompañar todos los actos que tengan relación con la paz de Colombia, así sea a cuenta gotas, quisiera hacerse presente en tan histórico momento. Pasó en Cartagena antes de la primera firma, pasó en Bogotá después de la segunda, y pasó en todo el país el día del plebiscito. En la capital noruega, toda la mañana llovió antes de que el presidente Juan Manuel Santos recibiera el Nobel de Paz, un premio que llegó como “caído del cielo”, así el de Noruega estuviera encapotado.
El gran salón del City Hall había sido preparado desde 48 horas atrás con escrúpulo. Cerca de mil asientos. Los que fueron alineados a la izquierda del recinto fueron ocupados por personalidades del país y de Europa. Las primeras cinco filas de la derecha, por la delegación y los invitados del gobierno colombiano. Los periodistas europeos pudieron identificarlos con facilidad. Mientras los invitados locales ocupaban las sillas rápidamente, y esperaban sentados el comienzo de la ceremonia, como quien la vive cada año, los colombianos no paraban de caminar para saludarse, y hacerse selfies para registrar un momento histórico, porque quién sabe si se volverá a repetir.
Nunca antes se vieron, y puede que nunca después se vuelvan a ver, tantos colombianos en el City Hall. El protagonista de la tarde (así en la calle ya fuera de noche) era un bogotano de 66 años, Juan Manuel Santos, miembro de una de las familias de la élite capitalina, que en ese lugar pasaría a la historia. Santos, a diferencia de todos los mandatarios que lo antecedieron, no será expresidente. Tendrá un título casi que nobiliario, que lo acompañará por el mundo tan pronto como termine de ejercer la presidencia.
Leyner Palacio era el único de los caballeros presentes en la ceremonia que no vestía de saco y corbata, ni mucho menos traje oscuro, como seguramente exigía la etiqueta. Zapatos y pantalones blancos y una camisa del mismo color con ribetes dorados en el pecho. Como si estuviera en Estocolmo en diciembre de 1982 e invitado a la ceremonia del Nobel de Literatura que hizo inmortal a Gabriel García Márquez.
Solo dos mujeres tenían sombrero en la ceremonia. La reina de Noruega, que lucía un tocado negro, como el color de su traje, y Liliana Pechené, una caucana que llegó a la ceremonia con el traje tradicional que usan a diario los indígenas de su departamento. Léyner y Liliana serían los protagonistas del momento más emotivo de la ceremonia, en la cuarta fila donde tenían marcados sus asientos.
Faltaban 10 minutos para la una cuando cuatro hombres vestidos con atuendos de la edad media se asomaron en el segundo piso. Casi que de forma simultánea, debajo de ellos, se abrió una puerta por donde entró la familia del presidente Santos a ocupar la primera fila del costado derecho. Los del lado izquierdo se levantaron y por unos segundos se hizo un silencio sepulcral, pero fue roto por las risas de los asistentes que creían que la ceremonia había comenzado, pero aún faltaban unos minutos para terminar la charla. Y así fue.
Los cuatro del balcón levantaron sus trompetas y tocaron una diana, como cuando en los toros suenan los clarines y timbales anunciando la salida del primero de la tarde. Tras el toque, la puerta principal se abrió de par en par, y Santos entró con una tímida sonrisa con la que atravesó esa calle de honor, secundado por los miembros del instituto Nobel, encabezados por su presidenta, encargada de entregar el diploma y la moneda dorada.
Parecía que todo había comenzado pero desde el balcón volvieron a sonar las trompetas, la puerta principal de nuevo se abrió, y por allí entró la familia real noruega. El rey, la reina y los príncipes.
Santos, el Nobel, volvió a ofrecer el premio que recibió en el City Hall a todo el país, y a las víctimas del conflicto armado colombiano, el cual dio por terminado ante la comunidad internacional que, con audífonos, seguía su discurso, pronunciado en español.
Fue el momento en el que Léyner y Liliana se tomaron de la mano, se levantaron junto a sus demás compañeros de la cuarta fila, Héctor Abad Faciolince, Pastora Mira, Clara Rojas, Fabiola Perdomo e Ingrid Betancur. Ellos siguieron el ejemplo, se tomaron de la mano en cadena mientras el auditorio los homenajeaba con el aplauso. Ingrid prefirió cruzar las manos detrás de su cuerpo.
Leyner no tuvo tiempo de sentarse, pues Santos lo presentó ante todo el auditorio. Recordó su tragedia, acaso la mayor del conflicto armado colombiano. La de la noche del 2 de mayo del 2002, cuando el pueblo de Bojayá se refugió en la Iglesia San Pablo Apóstol para eludir las balas de los paramilitares y los cilindros bomba de las FARC. Uno de ellos dio en el Cristo mutilado, y Léyner tuvo que enterrar a todos sus 35 familiares.
De nuevo, una gran ovación. Santos siguió adelante con su discurso, Léyner volvió a sentarse, y allí se abrazó con Liliana mientras todo el auditorio seguía sus palabras. Mientras el presidente le agradecía a su familia, y las miradas se volcaban a la primera fila, Liliana y Léyner seguían abrazados y las lágrimas de ambos conmovieron a los que los vimos.
El aplauso más largo de la tarde fue para el bogotano Santos, cuando se marchó por el pasillo de honor donde había entrado casi que una hora antes. Léyner y Liliana abandonaron juntos y en silencio el City Hall, el protagonista, el Nobel de paz, se iba por la puerta grande.
*Texto y fotos, Rodrigo Urrego Bautista
Tomado de:Semana.com