Coronavirus | «Ya va siendo hora de que la humanidad sea adulta y empiece a decidir qué cosas no puede hacer»

6 mayo 2020 –

Por: BBC Londres –

«¡Eso me suena a curas!».

Si uno no quiere eso por respuesta, mejor no empezar una entrevista con Juan Luis Arsuaga preguntándole si la crisis del covid-19 es una especie de advertencia, algo que le recuerda al ser humano cuál es su sitio.

El paleontólogo español, premio Príncipe de Asturias y uno de los mayores expertos del mundo en la evolución de nuestra especie, se alarma ante la expansión cual virus del «pensamiento mágico», advierte sobre los peligros de sustituir a Dios con la ciencia y llama a utilizar la razón para solucionar los problemas que plantea la pandemia.

Lo que sigue es un extracto del diálogo que mantuvo con BBC Mundo el catedrático, también codirector del yacimiento de Atapuerca y director científico del Museo de la Evolución Humana de Burgos, desde su confinamiento en Madrid.

Es paleontólogo y, como usted mismo la define, su profesión consiste en estudiar el pasado, el pasado de la evolución, la historia de la vida. ¿Cómo encaja esto que estamos viviendo en esa historia?

La vida es una crisis permanente. Muchas veces se pregunta: «¿Qué es lo que causa la extinción de las especies?». Pero la pregunta está mal formulada.

La pregunta es: «¿Qué es lo que hace que las especies no se extingan?», porque todas las especies están siempre al borde de la extinción.

Unas son más resilientes que otras, pero un mundo estable, tal y como se concibe la estabilidad, no es real. El mundo está en permanente inestabilidad.

Policías en el cementerio de Novo-Talitskoye, Rusia, el 28 de abril de 2020.
Getty Images

Esto nos ha pillado en un momento en el que estábamos convencidos de que podíamos controlar nuestro futuro, tal vez hasta dirigir la evolución, cambiar su curso. ¿Nos pone en nuestro sitio como especie?

Eso me suena a curas, a predicadores. Ya solo falta que nos digan que nos lo merecemos, que es un castigo de la naturaleza.

Toda la predicación bíblica que está aflorando ahora me parece lo más grave de esta epidemia. Es la vuelta de los charlatanes, del pensamiento mágico, algo que pensábamos que de verdad había desaparecido.

«Arrepentíos», solo les falta decirles. «Es el último aviso».

Nadie había pensado que se habían acabado las epidemias. Tal es así, que hay una especialidad médica dedicada a ellas: la epidemiología.

Hay que utilizar el pensamiento racional para solucionar los problemas.

Me refería a si esto nos ha recordado que somos animales, que nos pone en nuestro sitio, a la par de otras especies animales.

¡Nos recuerda que volamos en Ryanair!

Lo que nos ha pasado es que viajamos en Ryanair, con el señor de la derecha tosiendo y el de detrás también, hacinados… ¿así cómo no van a extenderse los virus?

Pero la solución no es un predicador, (que nos advierta que) «es el último aviso, pecadores». La solución pasa por (preguntarnos) cómo lo hacemos.

¿Cómo hacemos para que haya un vuelo barato de Madrid a Londres, en el que no viajemos hacinados y con el que no quememos combustible fósil?

La pregunta es, entonces: ¿a qué renunciamos?

Esto nos tiene que llevar a una solución técnica. Vivimos en un mundo diferente, y nos estamos viendo con problemas diferentes.

Pero esto no tiene nada de particular. Vivir es estar permanentemente a punto de morir.

La vida de las sociedades, de los ecosistemas, de cualquier sistema, en realidad, es un equilibrio dinámico. Consiste en que le quitas un pilar y no se cae.

La definición de vida más acertado que yo conozco es uno de Karl Popper: All life is problem solving. Los minerales no tienen problemas, los muertos tampoco. Es la vida: resolver problemas.

Usted ha dicho que no hay que pensar en esto como un gran cambio histórico, que los grandes cambios históricos son el resultado de una concatenación de crisis. Pero ¿qué pasa si esta es la primera de una serie de crisis?

Depende de la recurrencia.

Todas las catástrofes tienen una recurrencia. Así, si construyes un paseo marítimo pegado al borde del mar, sabes que cada 10 años va a ser destruido por las olas y que vas a tener que reconstruirlo.

Y luego hay fenómenos todavía más catastróficos con recurrencias de 100 años o 500 años.

Entonces ¿qué se puede hacer? Si yo viviera en una zona sísmica, construiría edificios antisísmicos.

¿Y qué pasa si la concatenación es de crisis de distinta naturaleza? Como ahora, que a la sanitaria le seguirá la económica…

Pues que puede acabar con una civilización entera. Así pasó con el Imperio romano.

La salud de una sociedad está en su capacidad de reponerse, de recuperarse de las crisis.

Pasa como con la salud de un individuo. Tú te puedes morir de una gripe. Tu sistema inmunitario se pone a prueba cada día del año. Entonces, en función de cuál sea tu capacidad de superar una crisis, vivirás más o menos.

En el caso del Imperio romano, se le fue juntando todo. Me refiero al de Occidente, porque hay que recordar que el Imperio romano de Oriente siguió hasta el siglo XV.

El Imperio romano de Occidente tenía muchas crisis: económicas, políticas, sociales, de recursos naturales, climáticas… y, claro, las olas venían demasiado seguidas y no le daba tiempo de reponerse de una para enfrentar la siguiente.

(También está el ejemplo de cuando) Irlanda vivía de la patata. Cuando se produjo la crisis del escarabajo de la patata, murieron cientos de miles de irlandeses de hambre.

Un escarabajo mató a un gran porcentaje de la población y el resto emigró a América. ¡Un escarabajo que afectaba a la patata!

Este tipo de crisis se puede producir y, cuando lo hace, destruye una sociedad por completo. Sería absurdo negar esta posibilidad.

Ahora ¿qué es lo que tenemos que hacer? Pues que no haya otra pandemia como esta, porque no podemos confinarnos todos los años. No hay economía que resista un confinamiento cada año.

En consecuencia, tendremos que aprender.

Que no haya otra pandemia no es lo que prevén los epidemiólogos…

Bueno, epidemias va a haber, por eso hay epidemiólogos. Lo mismo que hay bomberos, porque va a haber fuegos.

¿Pero te imaginas que haya ahora en Londres un incendio como aquel que (en 1666) destruyó la ciudad entera? No ha vuelto a ocurrir.

Epidemias habrá, pero si son de esta envergadura y cada tres años, acabarán por completo con nuestro mundo.

Usted dice que los charlatanes han vuelto a la palestra. Pero los científicos también. Quizá no se les haya escuchado nunca como en estos días.

Eso esperemos, pero ahora vamos a ver si esto es lo de Santa Bárbara y los truenos o no.

Muchos me preguntan «¿y? ¿hemos aprendido la lección?». Pues lo vamos a ver en seguida.

En España lo vamos a saber en tres meses, en los próximos Presupuestos Generales del Estado. Si seguimos siendo igual de rácanos (en la parte destinada a la ciencia, la investigación, la salud y la educación), pues no, no habremos aprendido.

«Ha llegado la hora de que la humanidad sea adulta», ha dicho. ¿A qué se refiere?

Es que ya va siendo hora de que sea adulta y empiece a decidir qué cosas no puede hacer.

Es de nuevo lo del pensamiento mágico, que tiene una ventaja: papá y mamá se ocupan de todo, aunque a veces nos castigan, pero es por nuestro bien. Nos mandan una epidemia para que aprendamos quién manda aquí.

Pero aquí ya no hay papá y mamá. Y eso sirve para el clima, para la destrucción de los recursos marinos… vale para todo.

A mí, de todas maneras, lo que me preocupa es que ha aparecido otro tipo de religión: la religión de la ciencia.

Eso parece una contradicción.

Yo no quiero una religión de las ciencias, no me interesa, pero cada día lo veo más.

Por ejemplo, en una conferencia digo: «Tenemos un problema con la energía, porque cada generación consume el doble o el triple de energía que la anterior. A eso se le llama una progresión geométrica y nos lleva al abismo».

Entonces siempre hay uno que se levanta y dice: «No, pero la ciencia lo va a solucionar».

¡Eso es un pensamiento religioso! Pensar que la ciencia va a sustituir a Dios es pensamiento mágico.

No tenemos ninguna fuente de energía barata. «El Sol», me dicen. Sí, pero no se puede acumular.

A la ciencia ahora de pronto se le atribuyen las cualidades de la religión, incluyendo la inmortalidad. Es decir, vamos a tener energía limpia, de todo, gratis, y además vamos a ser inmortales.

¿Y quién lo va a hacer? «La ciencia». Eso es pensamiento mágico.

Lo que la ciencia dice, en realidad, es: «Si no quieres tener cáncer de pulmón, no fumes». No te dice: «Tú fuma, que yo ya voy a encontrar la forma de evitar el cáncer de pulmón» o «tú come muchas grasas, que yo te voy a solucionar el problema de la arterioesclerosis».

No, te dice: «No comas grasas y no fumes, porque te vas a enfermar».

La verdadera ciencia te pone frente a tus limitaciones y hay que renunciar.

¿Pero quién decide a qué se renuncia y quién lo tiene que hacer?

Por ejemplo, en Madrid, dentro de toda esta tragedia, ha surgido una discusión interesante.

Para poder reabrir las cafeterías, hay que distanciar a la gente. «Para eso necesitamos toda la acera», dicen los dueños. «Como vamos a tener menos clientes, necesitamos más espacio».

«Un momento ¿nos van a quitar toda la acera? La acera es nuestra», dicen los vecinos.

Consecuencia: habrá que organizarlo. No todo el mundo puede tener lo que quiere. Es decir, no van a poder ocupar toda la acera, pero tienen el derecho a recuperarse económicamente.

Es un ejemplo, pero se llama armonización social y lo hace la política, en el sentido más noble de la palabra. Y ahora hay mucho espacio para la política.

Tú dices que es la hora de la ciencia y yo digo que lo es de la política.

La política tiene que ordenar y organizar los múltiples intereses en conflicto, no la ciencia. La ciencia no debe decir cómo se tienen que organizar las residencias de ancianos.

Ahora tendrá que ver la sociedad, a través de sus representantes, cómo lo organiza todo y cómo hace compatibles el turismo, la economía, los viajes, los derechos de las personas.

Sobre el impacto de la pandemia en la historia, otros expertos coinciden en que más que remodelarla, la acelerará. ¿Qué opina usted de esto?

Me parece de lo más inteligente.

Esta pandemia es hija de esta sociedad. No se habría podido dar en otra época. Es impensable fuera de nuestra sociedad, nuestro mundo, pertenece a él.

Pero habría que preguntar por ejemplos. No hay teoría que resista los ejemplos.

Lo que va a desaparecer es algo que ya estaba desapareciendo. Habría acelerado la desaparición de algo que ya estaba ocurriendo.

Por lo tanto, podría pasar con el cine, pero no con el turismo. No es que los viajes estuvieran en decadencia y que esto sea la puntilla.

Hablar de futuro con un paleontólogo parece una paradoja…

Para nada. La gente me suele preguntar cómo va a ser el futuro, pero es que yo sé cómo va a ser. Soy el único profeta de verdad (ríe).

Viviremos todos en ciudades de 14 millones de habitantes, prácticamente toda la humanidad. Hay una tendencia hacia la globalización y la vida en grandes conurbaciones.

¿Cómo será la vida en México dentro de 150 años? Pues toda la gente vivirá en Ciudad de México.

A día de hoy, de los 56 millones de habitantes que tiene Inglaterra, unos 9 millones viven el gran Londres, la zona conurbada. Casi el 20%, se dice pronto. Ese es el futuro.

Pero ¿por qué será posible que casi toda Inglaterra viva en Londres? Por las conexiones.

Eso va a ser el mundo: grandes núcleos urbanos, muy bien comunicados entre sí. Esto es, un escenario perfecto para el coronavirus.

Y no van a ser las enfermedades como esta el único problema. Va a haber problemas de contaminación ambiental, de energía, de seguridad, de desequilibrios… Pero es lo que hay.

Y ahí, te puedes imaginar dos futuros posibles: uno tipo Blade Runner, una cosa horrible, o uno maravilloso, con zonas verdes, jardines, sin contaminación, gente en transporte público…

Puedes imaginar un Londres horrible o uno delicioso. Yo creo que deberíamos apostar por el delicioso.

Veo que es usted un optimista.

Es que el pesimista no hace nada. Es un egoísta que se justifica. Un egoísta que utiliza el pesimismo como coartada para no hacer nada.

El optimista es el que cambia las cosas. El pesimista no cambia nada. El predicador tampoco.