Es evidente que la mesura no es por estos días una cualidad valorada, pero aun así quiero insistir en ella como condición necesaria para hacer un periodismo serio. Hoy vende más lo que indigna, según dicen los estudiosos de las redes sociales, y por eso se ha convertido ya en una necesidad del mercado informativo tener diariamente uno o más chivos expiatorios para que los devore la galería sin que nos detengamos a ver cuáles son los pecados que se lavan bajo el linchamiento. Si es culpable o inocente, poco importa.
¿Cuántas mentiras hemos ayudado a propagar y cuántas verdades a medias por falta de una pregunta, de una dosis de duda? Esta semana se habla de Mateo Gutiérrez a quienes algunos condenaron al infierno después de un confuso anuncio de las autoridades que terminó convertido en sentencia cuando muchos medios titularon “capturados presuntos responsables de atentados en Bogotá”. No se dijo así, pero los periodistas a veces publicamos lo que queremos escuchar y no lo que nos dicen. La historia no paró ahí porque 48 horas después el capturado fue declarado inocente en el ciberespacio y muchos piden hoy su libertad pues se aseguran que su captura es un falso positivo. ¿Será?
Yo no sé si el muchacho es culpable de los hechos que le imputan del año 2015, pero es claro que no lo han acusado de los actos más recientes como se insinuó. Reclamo mi derecho a la duda en este caso aunque decirlo me muestre culpable para los dos lados. Porque si los periodistas hemos perdido la duda, y eso es grave, los ciudadanos no ayudan cuando reclaman que las noticias se publiquen con la sentencia en el titular porque dudar no está bien visto. O se tiene claridad de quiénes son los buenos y quiénes malos o la noticia no sirve. Como si los medios fueran el tribunal que imparte sentencias. Ni qué decir del caso Colmenares: la justicia falló en contra de lo que ya había sentenciado ese “tribunal” de mil rostros.
Que los ciudadanos comunes disparen a su antojo sin dudar es entendible, pero que lo hagan los periodistas es inaceptable. Los periodistas tenemos la obligación de defender la duda como clave fundamental de nuestro oficio y eso significa preguntar, indagar para tratar de acercarnos a una verdad cada vez más esquiva. Tener algo de mesura para dar espacio a la duda antes de publicar es una obligación que hemos venido perdiendo.
No sobra repasar la duda metódica de Descartes o tener a mano una estampita de Tomás, el apóstol de la duda, para iluminar a todo el que se aventura por los caminos del periodismo.
No se trata de dudar eternamente, pero sí de hacernos preguntas ante las informaciones que nos llegan. Dudar de todo y de todos porque si la información es poder, tergiversarla es la estrategia para mantener ese poder. En el periodismo la duda nos lleva a buscar más pistas que nos conecten con los hechos. La duda nos saca de la zona de confort porque es más fácil transcribir sin pensar lo que dicen otros, sin preguntarnos si es cierto o falso lo que nos dan para multiplicar.
Dudar de las cifras, de las fuentes oficiales y no oficiales, de los estudios que no sabemos de dónde vienen, de las filtraciones porque no conozco el primero que filtre información por amor a la verdad. Mientras más asesores de comunicaciones y jefes de prensa nos aborden, más hay que dudar. Mientras más claras y evidentes parecen las versiones, más hay que dudar porque las mentiras son las que más detalles traen. Dudar de los delincuentes y de sus abogados, dudar de lo que circula en internet y dudar de nosotros mismos cuando tengamos demasiadas certezas.