Nada más grave que esta violencia sostenida contra mujeres y niños, que cobra víctimas por hora.
Por: EDITORIAL |
El repugnante feminicidio de la niña Yuliana Andrea Samboní, de apenas 7 años, tenía que desatar la indignación de la sociedad colombiana tal como la desató: las protestas frente a la clínica en donde se capturó al presunto asesino, las expresiones de solidaridad en las plazas de Bogotá, los llamados a la justicia desde las redes sociales eran lo mínimo que podía suceder. Sigue ahora, mientras se avanza en un duelo que ha sido nacional, la pregunta sobre qué ha estado ocurriendo acá en Colombia para que un crimen brutal como el del pasado domingo –Yuliana fue raptada, violada, torturada y asfixiada hasta la muerte por su verdugo– no sea un caso aislado, sino la prueba de que en este país se ha acostumbrado abusar tanto de las mujeres como de los niños.
Tendría la nación que pararlo todo, porque ahora mismo no está pasando nada más grave que esta violencia diaria, sostenida, normalizada contra las mujeres y los niños, que cobra víctimas por hora. Las cifras son contundentes: en Colombia, a estas alturas del siglo XXI, cada día veintiún menores de edad son violadas. Quién podría negar que los niños que venden dulces en la calle, o que trabajan a la vista de los ciudadanos sin que el hecho sea denunciado, son también síntomas de una sociedad que no ha conseguido defender ni a sus mujeres ni a sus menores.
La ley, que contempla penas contra los pedófilos y los violadores y los asesinos, no es el problema: podría endurecerse la legislación hasta permitir la pena de muerte o la castración química o la cadena perpetua.
Pero lo único que espantará de verdad a estos fríos depredadores sexuales, que son capaces de todo –resulta impensable llevarse a una niña que juega con su hermano para abusar de ella y matarla luego–, es una justicia efectiva, independiente e imparcial, que cuente a tiempo a la sociedad colombiana quiénes son sus victimarios y quiénes sus víctimas; una vocación a una salud preventiva que reconozca, antes de que sea demasiado tarde, quién puede ser un peligro para la sociedad; una educación que vuelva tabú la violencia que ha sido una noticia constante de estos últimos años.
Conviene reconocer, como parte de esa educación, que el brutal asesinato de Yuliana Samboní –del que se acusa a Rafael Uribe Noguera, un acomodado arquitecto de 38 años– es un feminicidio: un asesinato aborrecible cometido por la violencia machista, por un hombre que tuvo todas las oportunidades que los colombianos no tienen, pero se permitió atacar a una niña como vengándose de las mujeres.
Resulta insoportable pensar que el de Yuliana es solo uno de los veintiún casos diarios que suceden en el país, pero es indispensable reconocerlo para enmendar una historia de abusos –una cultura permitida– que ha marcado a la sociedad colombiana. Este caso es devastador. Vale la pena narrarlo para que se empiece a hacer justicia. Pero no debe perderse de vista que esto ha estado ocurriendo porque ha podido cometerse, porque se ha tratado como un tema menor, porque la justicia ha tardado demasiado, porque no hemos dicho con la suficiente claridad que los niños son una responsabilidad de todos los colombianos, que el feminismo no es una cantaleta, sino una cuestión de vida o muerte.