Y, como si fuera poco, todavía se repite frescamente que ‘por la plata baila el perro’. ¿De qué nos quejamos, entonces?
Foto:Archivo particular
El país se nos ‘odebrechtizó’. Perdónenme ustedes el abrupto verbo, que parece tan rebuscado, pero en este momento no encuentro ninguno más elocuente para describir lo que está pasando en Colombia.
La corrupción crece como una llamarada que nadie puede controlar, la maldad campea, los escándalos son peores cada día.
Todo se compra y todo se vende, desde los contratos hasta las conciencias, pasando por las campañas electorales. Y la gente sigue repitiendo, como si fuera la cosa más natural del mundo, que ‘el vivo vive del bobo’. Aquí creemos que ser ‘vivo’ es lo mismo que ser ladrón y que un hombre honrado es un ‘bobo’ porque no toca lo ajeno.
Y, como si fuera poco, todavía se repite frescamente que ‘por la plata baila el perro’. ¿De qué nos quejamos, entonces?
Lo más grave de todo este relajo moral es que, según parece, a los colombianos nos están saliendo callos en el alma. Da la impresión de que ya nada nos conmueve ni nos indigna, y que nos hemos acostumbrado a que la perversión sea nuestro estado natural. Nos estamos hundiendo en un pantano de podredumbre y es como si no pasara nada. El país huele a pestilencia por las cuatro costuras, que son sus cuatro costados. Esto se ha vuelto un estercolero. Hiede. Duele decirlo, pero hiede.
En medio de estas vísperas electorales, y mientras nos preparamos para escoger Presidente y congresistas, yo quiero hacerles a ustedes una preguntica suelta: ¿a quiénes vamos a elegir? ¿A los mismos de Reficar, a los mismos de la Autopista del Sol, a los mismos de la navegación por el río Magdalena, a los mismos que están quebrando el sistema de salud, a los mismos que se robaron la plata para la comida de los estudiantes pobres, a los que fueron financiados por Odebrecht, a los que saquean los recursos destinados a los enfermos de cáncer? Ustedes tienen la palabra. La hora de la verdad ha llegado.
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Las multas del tránsito
Yo pensé que ya habíamos visto lo peor, pero es que la corrupción, como una montaña rusa, crece cada vez que amanece y vuelve a crecer cuando atardece. Y al mediodía también.
Voy a poner un solo ejemplo: hace apenas quince días, en la primera página de este periódico, la Superintendencia de Transportes reveló que el año pasado, en las diferentes regiones del país, se habían impuesto sanciones a infractores del tránsito por casi 900.000 millones de pesos, pero que, hasta ahora, solo se ha recaudado el 15 por ciento de semejante suma.
–Hay que revisar qué es lo que está pasando –declaró el superintendente nacional–, porque de nada vale imponer multas si no se cobran.
Se los voy a explicar con mucho gusto porque conozco el tema en carne propia. Yo también fui víctima. Hace un mes me informaron del banco que mi cuenta corriente estaba embargada. Casi me privo. Un embargo, imagínese usted, con lo que yo he cuidado este nombre a lo largo de mi vida.
–Fue la oficina de tránsito de Turbaco –me explicaron los banqueros–, porque usted debe una multa que no ha pagado. Son 743.754 pesos.
¿Yo? ¿Multa de qué? Pero si yo ni siquiera sé manejar, por Dios santísimo. Para mayor deshonra mía, una copia del mismo mandamiento de embargo fue enviada a todos los bancos del país.
‘Qué pena con usted’
En seguida agarré camino para la oficina de tránsito, que no queda en la población de Turbaco, sino en jurisdicción de Cartagena. Estaba repleta de gente. Me atendieron una señora tan bonita como amable y un joven funcionario. Buscaban y rebuscaban en sus computadores. Pasaron casi dos horas. Al final, la señora me dijo:
–Qué pena, pero no hay ninguna multa contra usted en nuestra base de datos. ¿No sería que el banco se equivocó?
Llamamos al banco. Nos dieron todos los datos, incluyendo el número de la orden de embargo que les llegó del tránsito. Volvieron a buscar. No había nada. De inmediato me expidieron una orden de desembargo. La llevé al banco. La encargada de esos asuntos me dijo:
–Ay, señor, eso no es nada nuevo. Hoy han venido diecinueve clientes más a traer sus desembargos porque no tenían ninguna multa.
Pero mi drama no había terminado ahí: pasaron cinco días más mientras se surtían todos los trámites bancarios para levantarme el bloqueo. ¿Por qué tu dinero tiene que permanecer inmóvil, y tu nombre en entredicho, si no has hecho nada indebido ni le debes nada a nadie?
Esa misma tarde me metí de cabeza a investigar qué es lo que está pasando. Averigüé en grandes ciudades y pequeñas aldeas de Colombia. Me quedé con la boca abierta. Es una nueva variedad de la corruptela oficial, la que se incuba como el huevo del diablo en las propias entrañas del Estado.
Mal de muchos…
La pregunta grande se quedó sin respuesta: si no había sanciones contra mí, ¿quién dio la orden de embargarme? Nunca lo supe.
Simple pero aterrador, según me contaron varios empleados del Gobierno: son falsas multas a ver si uno cae y paga. Tiran la atarraya con la esperanza de pescar algo y que la víctima piense: “Pagar es más barato y menos engorroso que ir hasta allá a reclamar”.
Está ocurriendo por todas partes, en numerosas zonas del país. Pude detectar lo mismo en localidades del Valle del Cauca, en cercanías de Bogotá, en Antioquia, en casi toda la costa del Caribe, en el sur y el oriente, en los Santanderes. Pude conversar con un alto funcionario del Ministerio de Transporte en Bogotá. Me dijo:
–Esa situación ha empeorado desde que el cobro de las multas fue entregado en concesión a contratistas particulares, especialmente para pagar favores electorales. Muchos municipios lo han hecho.
Una trampa similar se ha presentado con las llamadas fotomultas, con sus cámaras escondidas entre los árboles y sus engañosos avisos sobre la velocidad máxima.
Como si no pagara
Otra pata que le nace al cojo: las leyes dicen que toda sanción de tránsito debe notificársele al infractor. En muchísimos casos ese aviso nunca llega. “Es que en su casa se negaron a recibir el comparendo”, le contestan al que reclama. La verdad es muy distinta: ni siquiera le notifican a la víctima para cogerla sorprendida a la hora el embargo.
Ahora sí estamos lindos: unos abogados cobrando mañosamente y los otros cobrando por
impedirlo
A veinte minutos de Turbaco queda otra población, Arjona, en el mismo departamento de Bolívar. Allí se han presentado también diversos reclamos porque la gente paga las multas de tránsito, pero es como si no lo hiciera.
Me explico. La Federación Colombiana de Municipios tiene una página web, llamada Simit, en la cual aparecen los infractores de tránsito de todo el país y las multas respectivas. Se supone que, cuando la gente paga lo que debe, la borran de esa lista.
Pues bien. Aunque muchas de esas sanciones ya fueron canceladas, los nombres siguen apareciendo. “Lo que buscan”, me dijo el mismo funcionario del Ministerio de Transporte, “es ver si la gente vuelve a pagar para no figurar en esa vergüenza”.
Y ahora, los teléfonos
Esa marrulla de cobrar deudas inexistentes, a través de amenazas y embargos, se está extendiendo como un tumor maligno a otras entidades del Estado. Está haciendo metástasis. Voy a ponerles un ejemplo típico con los servicios públicos.
Al correo electrónico de un ciudadano, residente en Bogotá, llegó un mensaje de una firma de abogados a la cual la empresa capitalina de teléfonos, ETB, había contratado para cobrar deudas vencidas de sus usuarios. Lo amenazaban con un proceso jurídico.
–Yo nunca había tenido un teléfono con ese número –me cuenta la víctima–. De manera que llamé a dicha oficina para hacer el reclamo.
Allí le insistieron en que tenía que pagar. Mientras discutían, se descubrió una prueba elemental y burda de la trampa: el teléfono de la disputa empezaba por 8 y en Bogotá no hay teléfonos que empiecen por ese número. Ni siquiera saben armar la martingala.
A mis manos han llegado varias quejas más en el mismo sentido. Y así como surgieron en todo el país oficinas de abogados para cobrar multas y deudas, últimamente han comenzado a aparecer las oficinas que se ofrecen para tumbarlas.
Ahora sí estamos lindos: unos abogados cobrando mañosamente y los otros cobrando por impedirlo. Era lo que nos faltaba: la guerra de los abogados.
Epílogo
En las elecciones del año entrante sigan vendiendo su voto; sigan vendiéndole el alma al diablo. Yo, por mi parte, seguiré cantándole la tabla al lucero del alba porque sé muy bien que el palo no está para cucharas.
Medio país anda dedicado a ‘odebrechtear’. De acuerdo con las noticias aparecidas recientemente en los periódicos, se han robado hasta el presupuesto para pagarles a los pobres músicos en las fiestas patronales de los pueblos.
Desaparece la plata destinada a comprar el uniforme de los médicos en los hospitales. Parece que aquí la única moral que nos va quedando es la mata de moras…
JUAN GOSSAÍN
Especial para EL TIEMPO