27 Agosto 2019.
Foto: Pixabay.
Por: Camilo Vallejo / lapatria.com
– Los hombres y las mujeres que hoy estudian periodismo son la bandera de uno de los designios más humanos, el de creer a pesar de todo. Se mantienen en pie a pesar de los malos presagios y a pesar de una sociedad que busca cómo callarlos porque no tolera que la cuenten ni la critiquen. Ahora bien, por creer que sus palabras e imágenes son imprescindibles en una democracia, por creer que nos acercan a la verdad, a la inclusión y a la justicia, por creer que los milagros existen, debemos rodearlos y protegerlos como un pedazo del tesoro que nos queda.
Esta semana, en la que el Amazonas se destruye en llamas, recuerdo otra vez una obra de Mario Vargas Llosa, quien también fue alumno en el periódico La Crónica de Lima: “El hablador”, que se publicó en 1987. Cuenta la historia de los habladores, algunos indígenas que recorren caminos y caminos de la manigua amazónica, de comunidad en comunidad, de familia en familia -generalmente nómadas-, con el único objeto de contar los últimos hechos de los dioses, de la selva y de sus hijos. Y así, de noticia en noticia, mantienen en pie el relato común que hace posible una sola cultura y un solo nombre aún en la distancia. Son parte del tesoro que van borrando las llamas en el Amazonas.
Los estudiantes de periodismo se preparan para ser nuestros habladores. Entonces, la destrucción del Amazonas es también una especie de metáfora de estos tiempos del periodismo. Una metáfora en la que, en cualquier caso, se nos va el aire.
De un lado, estudian periodismo porque quieren ser habladores a pesar de los presagios. Como los 800 empleados que han sacado de los medios nacionales más reconocidos; solo porque el negocio sigue sin entender las transformaciones del contar. Como los muchos periodistas que, sin querer, optan por irse de jefes de prensa en el gobierno o en las empresas, de modelos, de presentadores de eventos, o de comerciantes; solo porque es mejor pago y más seguro.
Del otro, estudian periodismo porque quieren ser habladores a pesar de la censura y los silenciamientos. Saben que durante el año han asesinado a 2 periodistas y han amenazado a más de 100. Saben que los funcionarios públicos les negarán información, no contestarán su petición, los dejarán en azul en su chat, les incumplirán la cita. Saben que los políticos los estigmatizarán y los tratarán de prepagos -como lo hizo hace poco Carlos Alberto Piedrahíta, secretario de Gobierno de Caldas-. Saben que el poder público y privado intentará callarlos, con más o menos publicidad, o presionando a sus editores y jefes. Saben que el día que algo les suceda, que alguien les haga daño, dirán justificaciones como “por qué dan papaya”, “por qué se ponen de sapos”, “algo debían”.
Aún así, los y las estudiantes de periodismo creen saber el conjuro, el punto de quiebre. Algunos, los mejores, se echan sus equipos al hombro, no importan los fantasmas de la hora, no importan las sombras del lugar, no importa la escasez de recursos. Y allí donde otras industrias tirarían la toalla, se la juegan por las historias que hacen la diferencia; solo para mostrarnos lo imprescindible, lo que nos pone al alcance la verdad, la inclusión y la justicia. Sueñan la página, el canal, el medio que nunca se ha creado y que logrará asegurar los recursos para su trabajo; solo por creer en que los milagros se cumplen con sacrificios. También mezclan sus saberes con iniciativas sociales, en una apuesta por encontrar lugares anfibios entre movilización y periodismo; solo porque creen en la democracia, en el poder del pueblo y de la voz ciudadana.
Estamos cerca de lo que dijo Octavio Paz al describir a los estudiantes que salieron a la calle en México en 1968: “Los [estudiantes] mexicanos no se proponían un cambio violento y revolucionario de la sociedad (…) El movimiento fue reformista y democrático”. Los mejores de las aulas de periodismo suelen ser eso: reforma y democracia.
El deber de la sociedad es ofrecer a los estudiantes de periodismo un ambiente en el que lleguen a ser nuestros habladores. El deber de los gobernantes es no silenciar, ejercitar su tolerancia a la crítica. El deber de los profesores de periodismo es recordarles todos los días, a los mejores alumnos y a los menos buenos, que los milagros sí existen y que del otro lado del río siempre queda más manigua por caminar.