Por: Gonzalo Silva Rivas, Socio CPB
En días pasados el empresario turístico Leonidas Gómez le devolvió a la Asamblea de Santander la orden Luis Carlos Galán Sarmiento, obtenida hace siete años, en protesta por habérsela concedido esta vez al exprocurador Alejandro Ordoñez. La había recibido en 2010 en reconocimiento a los servicios prestados al Departamento, entre ellos al sector de los viajes, como fundador del complejo turístico y del mercado campesino de Acuarela en la Mesa de los Santos, e impulsor de Ríos y Canoas, la primera empresa de canotaje en San Gil.
Gómez rehusó compartir cuadro de honor con el exfuncionario, un personaje sesgado y radical, que poco ha contribuido con el futuro de Santander, y quien dejó sinsabores de corrupción durante el último ejercicio de su cargo. El Consejo de Estado lo destituyó luego de comprobar que su reelección se hizo de forma irregular, y que los magistrados de la Corte Suprema, su nominadora, se beneficiaron con puestos en el Ministerio Público en favor de sus familiares.
Los escándalos por inconformismo en la motivación de las condecoraciones oficiales o por el abuso en su entrega son un asunto recurrente. En 1993, el exministro Enrique Parejo, víctima del narcotráfico, devolvió la Orden Rodrigo Lara Bonilla, tras la decisión del consejo promotor de entregársela al entonces presidente Cesar Gaviria. Parejo tampoco quiso salir en la fotografía, en rechazo a la política de sometimiento a la justicia que le permitió a Pablo Escobar entregarse a las autoridades y cumplir su condena en la sofisticada cárcel de La Catedral. Sin embargo, tras la fuga del capo, el exmandatario le respondió a Parejo, dando de baja al criminal y reduciendo a cenizas el cartel de Medellín y su terrorismo indiscriminado.
Las galardones que suelen otorgar las organizaciones políticas, bien sean corporaciones o entidades públicas y el mismo Palacio de Nariño, cargan un tufillo extraño de tanto manoseo. En buena parte son resultado del tráfico de influencias y responden a intereses políticos y empresariales. Dependen del lobby y de la amistad con los políticos o funcionarios en ejercicio y se utilizan para pagar favores y premiar apoyos electorales.
En el Congreso de la República se aconseja no pasar por allí, ante el riesgo de terminar condecorado. Eso sucedió en 1999. El entonces presidente de la Cámara, Emilio Martínez, en una sola tarde botó la casa por la ventana y dejó que la lluvia de condecoraciones cayera sobre amigos, artistas, periodistas, casi todos los alcaldes tolimenses y las exreinas de belleza departamentales. Ni siquiera él se salvó del diluvio de honores. Este diario denunció en la época que Martínez se hizo autocondecorar, a través de su compañero de mesa directiva, Sergio Cabrera, quien le impuso la Orden de la Democracia.
Este mismo Congreso causó revuelo en 2009, luego de que el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA) recibiera su máxima distinción, pese a encontrarse en el centro de una encendida polémica por su papel de ente interventor en los objetados proyectos de riego del programa Agro Ingreso Seguro (AIS).
La más reciente controversia se registró hace un par de años, cuando el impugnado fiscal Eduardo Montealegre condecoró a la politóloga Natalia Springer con la medalla Enrique Low Murtra, en momentos en que la contratista de la Fiscalía era severamente cuestionada por recibir contratos profesionales nunca justificados, por la tentadora suma de $4 mil millones de pesos. Su sucesor, Néstor Humberto Martínez, tan hábil para moverse en la política nacional como en los despachos de los grandes “cacaos” de este país, causó revuelo hace un año luego de ser condecorado por el Senado, tras renunciar a su cargo de ministro de la Presidencia.
Las distinciones oficiales parecen ajustarse poco a las razones por las que se instituyeron o a la justificación de desempeños o trayectorias reconocidas y virtuosas. El honroso escalafón de méritos por descollar positivamente en la sociedad o por aportar al desarrollo del país y de sus regiones, se sustituye por una feria de halagos, sin talanquera, gracias a las millas pagadas por el grueso de los colombianos.