León Valencia. Foto: Guillermo Torres
Vean estas cifras: en los últimos 38 años, es decir, desde el gobierno de Julio César Turbay Ayala hasta hoy, se han invertido 332,95 billones de pesos en la guerra a precios de hoy; en cambio, si se cumplen los acuerdos de La Habana, en los próximos diez años, se invertirán en la paz 25,3 billones. El primer cálculo es de Diego Otero Prada en un libro que acaba de salir a la luz pública (ver gráfico). El segundo es de la senadora Claudia López en su esfuerzo por orientar y comprometer al Estado con un verdadero posconflicto (ver gráfico). No son los estimativos más altos, hay otros estudios más completos que elevan a lado y lado los costos. El lector deberá ir a otras fuentes para tener visiones diversas y quizás complementarias.
El profesor Otero establece el monto juntando las inversiones públicas en defensa y justicia. Nada más. No incluye otros costos del Estado y tampoco agrega los enormes gastos en que incurrieron las guerrillas, los paramilitares y los empresarios. Aun así la cifra es descomunal. Quiere decir que la institucionalidad gastó en promedio 8,76 billones por año en el conflicto.
La senadora López examina lo que serán las nuevas obligaciones del Estado después de acuerdos entre las Farc y el gobierno: atención social y económica para los miembros de las Farc en su proceso de reintegración, 528.000 millones de pesos; inversión en las tareas de desminado, sustitución de cultivos ilícitos y justicia, 6,1 billones; la implementación de la apertura política, 323.000 millones; los 16 programas de desarrollo territorial, 18,3 billones. El promedio anual de inversión en la paz sería de 2,53 billones. Es decir, el costo de la paz no alcanza a representar un tercio de lo gastado año por año en la confrontación.
Escogí los datos de Otero porque hacen parte de una serie larga que va hasta 1964, y de manera simple muestran el grave sacrificio de las finanzas del Estado en una guerra tan cara como inútil. En esta estadística son los gobiernos de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe los que le dieron un salto enorme al gasto. El gobierno de Pastrana invirtió 30,66 billones y los dos mandatos de Uribe sumaron 104,27. Santos mantuvo la tendencia a escalar el gasto destinando en el primer mandato 94,14 billones, y en lo que va corrido del segundo mandato 35,24 billones.
Ahora bien, la enorme inversión de los dos antecesores de Juan Manuel Santos en la guerra significó un crecimiento desmesurado de las víctimas. Al contrario, en el gobierno de Santos estas disminuyeron significativamente por la apertura de las negociaciones de paz. Es muy escandalosa y triste esa correlación entre aumento de inversiones del Estado en la guerra, desmesurado crecimiento de las víctimas y ausencia de negociación.
Tanto el impresionante crecimiento de la inversión en la guerra, ese salto inmenso en las finanzas del conflicto, como el pavoroso aumento de las víctimas, que ocurrió a mediados de los años noventa, revela un grave error histórico de las elites y de la guerrilla. Las negociaciones de Tlaxcala y Caracas tendrían que haber terminado con éxito. Nos hubiéramos ahorrado la catástrofe que siguió. Eso era difícil verlo en medio de la niebla, de la oscura niebla, de la guerra.
Pero había señales evidentes de la tragedia. El asesinato de cuatro candidatos presidenciales anunció el desbordamiento de la violencia. Las elites políticas regionales y los empresarios del campo estaban profundizando la alianza con los paramilitares. Las guerrillas se metían abiertamente en el secuestro y el narcotráfico. Sectores de la fuerza pública se hundían más y más en la corrupción y en la alianza con los ilegales. La degradación del conflicto era evidente. Pararlo. Negociarlo. Era la gran tarea del momento. Pero no. Todos los actores afilaron los cuchillos y se trenzaron en la más atroz de las confrontaciones. Lo que vemos en las cifras es que este periodo acapara el 80 por ciento del dinero invertido en el conflicto y produce tamb ién el 80 por ciento de las víctimas.
Lo más absurdo, lo más irracional, lo que no tiene justificación alguna es que los principales protagonistas de estas decisiones desde el lado de la institucionalidad, los expresidentes Pastrana y Uribe, sigan empeñados en mantener el escenario de la confrontación. ¿Cómo puede el Estado romper el techo al que llegó la inversión en defensa si continúa el conflicto? ¿Cómo se puede obviar la sangre y el dolor en la población civil si continúa esta guerra degradada? Es la insensatez de llamar al No en el plebiscito del 2 de octubre.
Tampoco es comprensible que sectores de las elites empresariales y políticas del país, tan sofisticadas, tan admiradas en algunos círculos internacionales, acudan al argumento de la crisis económica, para negar o limitar la destinación de nuevos recursos, no los tradicionales, no los que ya se han venido invirtiendo, para, de verdad, hacer posconflicto en las regiones afectadas por la violencia. El argumento no cuadra porque peor situación económica se vivía cuando Pastrana y al principio del gobierno Uribe, y fue allí donde se dio el salto de la inversión en defensa. La paz es más barata, mucho más barata, tienen que cumplir.