Humanidad agobiada y doliente

Porque así lo quiso el destino –o la ley del accidente–, he estado cerca del Sistema de Salud Público, el de los pobres, incluido lo que comúnmente se conoce como EPS, y no he podido liberarme de las imágenes que me ha obligado a ver el funcionamiento del que alguien dijo esta semana que era uno de los más avanzados de América Latina con el cuento de que la esperanza de vida de los que no matan en una calle o se mueren en las puertas de los hospitales es cercana a 80 años. Lo creo posible para desgracia de los que alcanzan ese límite y deben someterse desde los 50 años a ser parte de la humanidad doliente que mendiga atención médica.

Por: Alfredo Molano Bravo

Los hospitales, y no las clínicas –que es como hablar de escuelas y colegios–, están divididos en cinco espacios: las salas de cirugía, los servicios de diagnóstico, las salas de espera, los corredores y la calle. Es un embudo donde lo ancho está al aire libre. El que llega con un persistente dolor comienza por hacer cola en un lugar que tiene una puerta, la de urgencias, donde parquean las ambulancias. La cola tiene filas tangenciales y gentíos, que es lo que está más allá. Para ser atendido por el portero –corpulento ex suboficial de la fuerza pública–se debe luchar a codazo limpio para que en algún instante el guardia se fije en los ojos del doliente y le haga el diagnóstico. El criterio es simple: grado de hemorragia o de palidez del sujeto. De resto: “regáleme un momento, espere allá”. Allá es el purgatorio. Pocas bancas, un solo baño y otra puerta con otro portero que reparte las fichas de turno. Hay pacientes –palabra clave para entender el sistema–acostados o sentados en el piso, otros en camillas, otros deambulando y otros haciendo cola para usar el sanitario de un salón donde puede haber 300 personas. Tres o cuatro horas para franquear de nuevo la puerta y llegar al consultorio del doctor, usualmente un muchacho o muchacha acabado de salir de la universidad. En los corredores por donde se llega a los consultorios hay camillas y sillas de ruedas con pacientes graduados de tales, es decir, gente al borde de la muerte. Se puede oír de tanto en tanto un grito: “¡Urgencia Vital!” y el personaje es llevado a tropezones hasta el quirófano. Los pacientes ordinarios reciben del facultativo una orden para adquirir acetaminofén o una orden de exámenes básicos, que pueden ser realizados tres semanas después. Esos exámenes terminan en nuevas dosis de acetaminofén o en turno para cirugía. No es excepcional que a ese turno nunca se llegue porque la enfermedad es más rápida. Pero llegado el día de la intervención, se debe volver a transitar casi todos los controles. Las cirugías suelen ser exitosas, aunque casos de confusión o descuido no son excepcionales. Las Unidades de cuidados intensivos, llamadas familiarmente UCI, son salones donde puede haber 40 enfermos, unos entre la vida y la muerte, otros prendidos a la vida con desesperación y los más quejándose de dolor o de ansiedad. Las enfermeras y los médicos son verdaderos samaritanos en estos sitios donde se respira toda la angustia de la humanidad doliente entre sonidos intermitentes —testigos de la vida—, tubos de oxígeno, sondas y rodajes de camillas mal aceitadas. Y todo a plena luz blanca que hace ver a los más sanos como verdaderos cadáveres.

No puedo decir lo mismo de las clínicas donde me han curado de males menores o mayores —cada vez más frecuentes—, hacia las que no tengo sino agradecimientos. Pero lo que explica la miseria de los hospitales, la desesperación de los facultativos y el lamento y la agonía de los pacientes es el hecho de haber entregado el sistema de salud público al sistema financiero por medio de las aseguradoras que lo someten a las leyes de la rentabilidad óptima y por tanto convierten la salud en una mercancía más. Los bancos no pueden darse el lujo de que exista lucro cesante y por eso, para que el negocio florezca, el cupo de los hospitales debe ser muy inferior a la demanda de servicio. Así visto el asunto, el Estado pasa a ser un alcahueta del negocio. Mientras las platas de las aseguradoras andan por ahí cazando oportunidades especulativas, la humanidad doliente gime en los hospitales. La Ley 100 convirtió la salud en un sistema de urgencias. La reforma radical del sistema de salud debe ser considerada una Urgencia Vital Nacional de la Nación.

Tomado de:El Espectador.com