POR ÓSCAR ALARCÓN NÚÑEZ
Nadie sabía en dónde carajo quedaba San Bernardo del Viento. Muchos asegurábamos que era producto de la imaginación de un tipo llamado Juan Gossaín que escribía unos bellos artículos que aparecían bajo el título “Carta de San Bernardo del Viento”. De verdad que era un nombre tan hermoso que no parecía puesto por un conquistador español. Pero una tarde de septiembre en la redacción de “El Espectador” apareció de pronto un tipo de relativa gruesa contextura, con unas gafas oscuras, de aumento, con vestido verde completo y liviano, marca Valher, de esos que vendían en los almacenes de la calle Murillo de Barranquilla. Sin embargo lo que más me llamó la atención fue la presunta gabardina, de plástico, que nada que ver con las Corayco de la época. Don Guillermo Cano y don José Salgar lo llevaban, casi de la mano, y pasaron por todo el amplio salón de la redacción para dirigirse a la oficina de don Gabriel Cano, el anciano jefe que todos los días a las tres de la tarde llegaba al “canódromo”, como llamábamos al edificio de la 68, en donde se hacían este periódico y “El Vespertino”.
EL CRONISTA
Sería media hora después cuando reapareció el recién llegado, mirando para todas partes y deseoso de ganar amigos. De pronto, quizá porque me vio con cara de costeño, como él, se me acercó. Me preguntó qué hacía yo, y luego comentó con cara y voz de provinciano: “En este pueblo si hace mucho frío. Creo que mañana me regreso para San Bernardo del Viento”.
–¿Es que eso si existe? –le pregunté.
–¡Claro! Lo fundaron los brasileros y le pusieron Sao Bernardo do Soplo.
No quedé muy convencido, me pareció más una broma, y reí. Después, al poco tiempo, don José Salgar se acercó a donde nos encontrábamos con Javier Ayala –los dos cubríamos Senado y Cámara—para que fuéramos con Gossaín al Capitolio “porque este joven va a hacer crónicas y hoy debe comenzar con el debate de Nacho Vives”.
El controvertido senador samario realizaba un debate contra el ministro de Agricultura, Enrique Peñalosa Camargo, que transmitían las emisoras en directo a partir de las cinco de la tarde. Así comenzó su carrera periodística en Bogotá y desde entonces se convertiría no sólo en el mejor cronista del país en su momento, sino en un gran amigo.
Ayala y yo fuimos sus primeros acompañantes y como tales nos correspondió instalarlo en un apartamento pequeño que quedaba cerca de la oficina del centro de “El Espectador” y del Hotel Continental, en donde con relativa frecuencia íbamos a almorzar la bouillavaisse que preparaba doña Savina. No se quien le regaló una maleta porque un día cualquiera botó la caja de cartón en donde había traído dos camisas, tres pantaloncillos largos, dos pares de medias, el cepillo de dientes y cuatro libros.
Después de esos primeros tiempos en Bogotá, Gossaín cogió vuelo propio, volvería a la Costa a trabajar en el “Diario del Caribe”, más tarde en “Cromos” para después incursionar en algo que jamás había ejercido, por invitación de Yamit Amad: el periodismo radial. Estuvo un tiempo con él en Caracol y más adelante, hace 27 años, ingresó a RCN, de donde se acaba de retirar luego de una excelente labor.
Pasan meses en que dejamos de vernos pero cuando nos encontramos sigue con el mismo afecto y cariño, como la última vez cuando, por especial deferencia suya, me invitó a Cartagena a la presentación de su último libro “Etcétera” que me lo dedicó con una hermosa confesión: “de los mejores hallazgos de mi vida”.
Tuvo la fortuna, Juan, de encontrarse con esa gran mujer, Margot, quien gana con esta última decisión suya porque ya tendrá mucho más tiempo con ella, con sus hijos y con sus nietos, y además con la fortuna de no madrugar. Desde su apartamento podrá ponerse a escribir y escuchar más temprano las olas del mar de Cartagena, cuando se tropiezan con las murallas que cuidan esa hermosa ciudad desde tiempos inmemoriales.