Por Guillermo Cano.
26 de julio de 1981
Una solución política
Los últimos acontecimientos, dolorosos, sangrientos, amedrentadores y amenazantes, tienden a indicar que la situación de violencia de variada índole que padece el país no tiene, por lo menos a plazo inmediato, una solución definida ni definitiva. Las Fuerzas Armadas, en cumplimiento de deberes que nadie les desconoce como guardianes del orden interno y externo, combaten a las fuerzas que se han levantado en armas contra el orden legítimo constituido. Y estas, a su vez, combaten a las instituciones con sistemas que abominamos y censuramos
En estas acciones, con diferencias de todos conocidas, llevamos ya más de tres décadas de constante desangre que desgarra nuestros sentimientos en lo más profundo, porque, como lo dijo el maestro Luis López de Mesa ya hace muchos años, nos duele Colombia, nos sigue doliendo Colombia y mucho nos tememos que nos seguirá doliendo Colombia. Jamás en este periódico hemos dicho una palabra en apología del delito atroz de la subversión. Jamás lo diremos. Esto nos permite plantear —ante el amenazante futuro la inquietud a todos los colombianos, a quienes defendemos la democracia y la libertad y participamos en contiendas ideológicas sin tener siquiera una navaja para pelar naranjas— las discusiones para lograr una Colombia en donde la sangre de los compatriotas no corra para esterilizar su porvenir. Y a quienes utilizan otros medios de buena o de mala fe, con unos sistemas anticristianos y crueles para alcanzar sus objetivos, si no ha llegado la hora de buscar, fuera de las soluciones de fuerza —que el gobierno emplea en legítimo y obligatorio derecho defender la legitimidad del Estado de derecho y que emplea la supresión para modificar las situaciones colombianas—, soluciones políticas que acaso, por nuevas, encuentren senderos posibles para solucionar el interminable diferendo.
Soluciones políticas se han logrado en varias oportunidades. Y casos hubo donde alcanzaron mejores efectos que los de la guerra, declarada o no, entre dos Colombias que empuñaban las armas para combatirse la una contra la otra. Bajo el gobierno del doctor Alberto Lleras Camargo, valga el ejemplo, el país pudo volver a pescar de noche, como lo dijera el maestro Echandía. Pero comenzaron a trabajar las fuerzas subterráneas que volvieron a enfrentar el Estado de derecho con el estado de subversión. Y regresamos así al pasado violento y nos embarcamos en un futuro idéntico que llega hasta nuestros días. Hoy no estamos, ciertamente, mejor que hace treinta años, con la agravante de que el enfrentamiento de fuerzas encuentra estímulos extraños al mismo país con todos los gravísimos riesgos que esto implica.
¿Cuáles soluciones políticas sugeriría usted, “pontífice” que escribe pero que no soluciona? Repito que no soy el llamado a darlas, sino a pedirlas a quienes tienen de un lado y de otro los medios para formularlas, negociarlas, concretarlas y realizarlas. Estamos ya en plena campaña electoral para corporaciones públicas y para elegir nuevo presidente de la República. Y salvo el obvio respaldo que los partidos que están en el Gobierno le reiteran en declaraciones, que son una repetición interminable de otros tantos documentos de solidaridad para con la autoridad legitimada y de protesta por los actos abominables de cruenta violencia que realizan los subversivos, no conocemos realmente pronunciamientos de fondo ni de los precandidatos a la presidencia ni de los aspirantes a las corporaciones públicas donde se diga a los colombianos, a todos los colombianos, cuál sería el manejo que ellos le darían al más grave problema nacional de estos momentos en el caso de recibir el mandato claro o no tan claro para dirigir nuestros destinos.
Nosotros, honestamente, vemos que la situación de orden público no se inclina hacia una tendencia próxima a disminuir las tensiones que a todos nos afecta, y al decir todos incluimos tanto a quienes defendemos la democracia como la concebimos como para quienes la entienden de otra manera. Se nos dirá que estamos desenfocados al afirmar que hay síntomas de un agotamiento de la capacidad ciudadana para recibir informaciones, no solo periodísticas y no oficiales y hasta forzadas, como las suministradas por uno de los grupos subversivos a dos periodistas retenidos, secuestrados y como quiera llamarse el acto ocurrido a mediados de la semana, de tanta gravedad como la que a lo largo de este año nos ha conmocionado. Y que son una escuela de las del pasado y el antepasado. Un día el optimismo cunde; al siguiente el terror se derrama sobre el país. Vivimos entre la esperanza del fin de la violencia y el miedo a su aterrador renacimiento.
Entonces, ¿no ha llegado el momento de que —sin debilitar de manera alguna el Estado de derecho que la mayoría de los colombianos hemos escogido y elegido, y paralelamente a la acción preventiva y represiva, si fuese absolutamente necesaria— se busquen nuevas fórmulas ya que ni la preventiva ni la represiva han dado los resultados que la inmensa mayoría de los colombianos desean? Pero sobre todo, cuando dentro de un año habrá un cambio de gobierno en la Presidencia de la República, en las corporaciones públicas, ¿no sería hora que los aspirantes a ser protagonistas de ese cambio comenzarán a decirles a los colombianos cuáles son sus programas y hasta dónde puede llegar su poder para devolver a Colombia la paz que ha perdido en un interminable combate de más de treinta años? Es posible que si se va haciendo claridad, cuando llegue el momento de las decisiones democráticas, el país nacional encuentre más y mejores argumentos para participar decididamente en la gran batalla incruenta por la pacificación de Colombia.
Estos apuntes, es cierto, no tienen más importancia que la espontaneidad, la honestidad y casi que la desesperada intención con que se escriben. Bien pueden interpretarlos quienes quieran y de la manera que ellos les venga a bien hacerlo. Pero acaso sirvan para una meditación menos ligera que la de sindicarnos temerariamente a estar participando como “viajeros útiles” en alguna maniobra que de alguna manera pueda beneficiar a movimientos que incurren en actos subversivos y plantear situaciones que nos repugnan ideológica y moralmente.
Porque la verdad es que nos da miedo. Físico miedo de que entre escalada y escalada de la lucha cruenta, el país se descomponga, se desangre, caiga en el caos impredecible de la opresión. De las opresiones de cualquier índole. Y porque nos negamos a creer, aun en momentos tan complejos, difíciles, críticos, graves y hasta contradictorios, que no puedan existir salidas a este laberinto temible, distintas a las que durante más de tres décadas se han buscado sin hallarlas.
Tomado de: Semana.com