24 Mayo 2019.
Un buen amigo, de quien no diré el nombre, exclamó con ardor: «¡Pero qué bien me lo he pasado! ¡Ha sido el congreso más divertido en el que estado nunca!» Era esta exclamación de irónico entusiasmo, como la de Marco Antonio tras azuzar a los romanos contra los hombres honorables que mataron al César o la del mismísimo Nerón cantando con la lira después de prender fuego a su Roma.
Tomado de: El País.
El 5º Congreso de Periodismo Cultural —vivido en el Centro Botín de Santander y organizado por Fundación Santillana— no tomó rehenes. Fue una batalla campal, antes, durante y después del simposio en torno al tema a debatir: los videojuegos y su dimensión (o ausencia de) cultural. Hubo hasta quien, lamentablemente, perdió los papeles en el ardor de la batalla, cayendo en el imperdonable insulto o exabrupto que rompe las reglas del juego entre colegas de profesión y expertos en la materia. Pero fue, sin duda, apasionante. Un ágora incendiada e incendiaria sobre el arte llamado a dominar este Siglo XXI.
Las llamas, por cierto, estaban presentes ya desde el cartel, como un augur de lo que iba a vivirse durante los tres agotadores y fascinantes días de congreso. El cartel, bajo el título: Game Over. Entretenimiento, arte, negocio, realidad virtual, violencia y adicción en los videojuegos, ya desenvainaba el sable. Afilado estuvo en su primera alocución Basilio Baltasar, director de la Fundación Santillana, que echó un jarro de agua fría en el entusiasmo reciente por recibir al videojuego en el mundo de la cultura, ese que esgrimió el ministro José Guirao el año pasado desde Colonia, equiparando en importancia los videojuegos con la literatura. Baltasar lo cuestionó todo, que los videojuegos fueran cultura o que debieran serlo, que su influencia pudiera tener algún beneficio, y que los indicios de la posible adicción que generan fueran el primer síntoma de la necesidad de una cruzada contra los mismos.
Hubo miradas cruzadas y ciertos sudores para quienes cubrimos (¡muy poquitos!) este medio desde una óptica cultural entre los medios generalistas. Una de esas miradas que dicen, sin palabras: «¿Nos hemos metido en la boca del lobo?» Los temores fueron, felizmente, infundados. Pese a la posición personal del anfitrión del congreso, que se fue matizando a pesar del tropiezo final (del que hablaremos luego), Baltasar y su organización demostraron una clarividencia encomiable en unir todas las posibles perspectivas sobre el fenómeno.
Hubo conferencias eminentemente divulgativas, como el arduo repaso de Orden Mundial a los datos del videojuego, apoyándose en la fuente más respetada del sector, la consultora especializada Newzoo, que permitió entender la envergadura del fenómeno. Esos más de 100.000 millones de euros que factura anualmente y esos 2.300 millones de personas (¡un tercio de la humanidad!) que juega ya a videojuegos. Didáctico fue también el repaso de Antonio José Planells a cómo el videojuego sobrexplota unos argumentos clásicos y apenas retrata otros.
Cauto y preciso se mostró el catedrático José Luis Ayuso Mateo, miembro del comité de la OMS que ha decidido incluir a los videojuegos como adicción, en esta vertiente sanitaria del medio. Por un lado le quitó hierro al dato, especificando que se trata de un porcentaje mínimo pero relevante de la población (entre un 3% y un 5%) y por el otro haciéndose eco de que la cuestión es polémica y ha encendido muchas críticas dentro de la propia comunidad científica. Pero, al mismo tiempo, quiso recordar que una decisión así no se toma a la ligera y que viene refrendada por múltiples casos llegados sobre todo de Asia.
Aquí cabe comentar, aunque sea someramente, el fenómeno de los hikikomori , esos individuos que deciden autoexcluirse de la vida social, para tortura de sus padres, y que han encontrado en los videojuegos el aliado perfecto para su aislamiento. No se habló de ellos en el congreso, aunque la ponencia de la OMS aludía indirectamente a la perturbadora afluencia de casos en Oriente. Casos que son siempre extremos y minoritarios, pero que suponen, para quien los sufre, una agonía vital. Como comentó uno de los ponentes, poco consuelo encuentra en padre en saber que su hijo es uno de esos pocos que manifiestan rasgos ludópatas. Al que le toca, le toca el 100% del problema.
Brillante estuvo también Miguel Sicart —una de las no pocas figuras internacionales que exporta la intelectualidad española al campo de los game studies—, poniendo sobre la mesa debates realmente inquietantes y jugosos. Por ejemplo, la apropiación cultural que supone algo tan aparentemente inocuo como los bailecillos del Fortnite (un robo, para Sicart, de la cultura rapera afroamericana). O el mucho más inquietante mercadeo con nuestros datos derivados de la experiencia de juego.
Párense a pensar por un instante lo siguiente: si los juegos para móviles están siendo dominados mayoritariamente por China (la china que ejerce de Gran Hermano de sus ciudadanos) y el tablero mundial cada vez usa más el poder de nuestra huella digital para determinar el tablero político (Cambridge Analítica), entonces, ¿qué no podrían saber los poderes mundiales si, como están haciendo, guardan registro de todas nuestras decisiones en un videojuego? Porque en el espacio virtual de un videojuego tomamos decisiones morales, políticas y lúdicas que desde luego permiten hacer perfiles de todo tipo con un granulado de detalle que resulta aterrador. Por la escuadra se van colando goles mientras el debate se desvía a aspectos ya completamente superados en la prensa anglosajona: ¿Es o no es cultura? ¿Protegemos lo suficiente a la infancia?, etc., etc.
El congreso fue brillante porque fomentó el debate, a veces en contextos tan íntimos y hasta líricos como un paseo bajo la lluvia, entre los extremos. ¿Quién me iba a decir a mí que iba a encontrar una conexión con Marc Masip, que aborrece los videojuegos porque vive diariamente en su centro de su desintoxicación, para fabular sobre una posible mesa redonda en Barcelona sobre diseño ético en videojuegos para móviles? ¿Quién podría asegurar, tras nuestro cruce encendido previo al congreso, que Basilio Baltasar y yo acabaríamos acercando posturas sobre la necesidad de que el ojo de la cultura no selle jamás su párpado y permanezca vigilante sobre el videojuego? Lo mejor de estos tres días fue ver que se puede hablar, aunque sea en debate feroz, y reflexionar desde el lugar del otro para que las posturas se moldeen recíprocamente.
Y por ello debo cerrar esta reflexión con un pero, el lunar que enturbió el final del congreso, el error en la elección de uno de los dos videos con los que despidió Basilio Baltasar estos tres días apasionantes. Uno de ellos fue una divertida ironía, con una familia de rednecks discutiendo que termina con el abuelo reventando a golpes una play; nada que decir aquí. Pero el otro video fue un montaje de un youtuber asesinando a sufragistas en Red dead redemption 2. Fue el ejemplo que Baltasar quiso poner de su tecnogame, para definirlo someramente, aquel juego ultracapitalista que emplea los mecanismos tecnológicos para generar una adicción plúmbea a la violencia virtual.
Pues bien, incluso admitiendo la terminología de tecnogame —que me genera unos problemas tremendos, a pesar de lo pegadiza que resulte, porque no viene refrendada por ningún sustrato académico; es mera ocurrencia de su autor— elegir Red dead redemption 2 es un error mayúsculo. Lo es porque se trata, y esto vox pópuli en cualquier periodista que esté al día en el medio, de uno de los trabajos más brillantes en lo narrativo de la historia del medio. Una descripción del Oeste en sintonía con las imágenes desmitificadoras de La puerta del cielo de Cimino o Meridiano de sangre de McCarthy. Una obra maestra que describe a los forajidos no como héroes de leyenda, si no como pobres diablos que arrastraban su tosca humanidad por un mundo aterrador.
Reducir Red dead redemption 2 al asesinato de sufragistas de un youtuber, un objetivo que el juego evidentemente jamás marca como propio, es un error garrafal. Un error que se podría haber subsanado si Baltasar y su organización hubieran consultado a los entendidos, porque el caso de este youtuber, Shirrako, es bien conocido. Un error que demuestra que no se puede hablar de aquello que se desconoce desde la vehemencia, pues la ignorancia puede hacerle cometer a uno desmanes involuntarios. Evidentemente, errare humanun est.
Se bajaron las lanzas con un anuncio relevante. Baltasar aseveró que se enviará una carta al ministerio de cultura para constituir un comité permanente que esté vigilando los contenidos de los videojuegos, con varios objetivos simultáneos. Uno es asegurarse de que la efectividad de las clasificaciones por edades se cumple con rigurosidad y en atención a unos criterios externos a la propia industria; nada que decir aquí, aunque cabe matizar que la conferencia de Orden Mundial aseveró que el actual código PEGI es efectivo, pero que por desgracia no se le hace mucho caso. Otro sería la promoción de videojuegos que manifiesten un marcado carácter cultural; me parece una iniciativa sobresaliente para sacar del ostracismo al medio.
Pero el último rasgo de ese comité es, a mi juicio, extramadamente peligroso; se trataría de perseguir (ya veríamos si con consecuencias de facto o no) a aquellos juegos bajo el paraguas del neologismo tecnogame que embarren nuestra condición humana de violencia nociva. Como bien recordó la brillante conferencia de apertura, a cargo del pedagogo y pensador Gregorio Luri, la emoción que suscita la violencia y el peligro, aquello que llamamos aventura, es connatural a lo que somos. Ejercerla en un espacio ficcional, por adultos, no debería jamás de ser objeto de persecución, salvo que la comunidad científica pudiera demostrar, sin asomo de duda (y la duda siempre existe allí donde hay ciencia), que el exponerse a la violencia virtual lo hace a uno más violento.
Se nos invitó a los periodistas connosseiur de este campo a que nos uniéramos a tal comité, caso de que fructifique. Públicamente afirmo que mi puerta está abierta; si me llaman, iré. Porque creo que otro periodismo sobre el videojuego es posible, como han demostrado los recientes artículos de Anait y El Confidencial aireando las cloacas de la industria del videojuego español. Pero también porque creo que hay que vigilar al vigilante.
En cualquier caso, hay que constatar que este 5º Congreso de Periodismo Cultural fue un hito. Para nuestro país y para el mundo. Me permito recordar una anécdota personal. Hace un año, el escritor de The Witcher 3, Jakub Szamalek —a su vez arqueólogo experto en las culturas del Mediterráneo y exitoso escritor de una serie de novelas negras polacas ambientadas en la Grecia Clásica—, me confesaba una emoción muy íntima que vivió tras dar una mesa redonda en el festival cultural Celsius 232 de Avilés. «Es la primera vez que siento como escritor de videojuegos lo mismo que he sentido como novelista. Que había gente que quería escucharme hablar de la artesanía y el arte tras la obra». Es esa emoción la que hay que perseguir arduamente. Y para eso esta cabecera, y otras que compartieron ágora con nosotros en Santander, deben tomárselo en serio. En serio al punto de que no puede ser el hobbie de un periodista en plantilla que hace cuando puede; debe ser un puesto clave (al nivel del cine y la literatura) en todas las secciones culturales.
Otro periodismo de videojuegos es posible, sí. Pero solo si queremos que lo sea.