5 Noviembre 2019.
Por: Arturo Guerrero, El Espectador.
Hay que festejar, hay que invitar a la alegría. Las elecciones recientes no son cualquier cosa. Por el contrario, rompieron una historia interminable de tristeza posterior a los resultados siempre trucados, siempre frustrantes, siempre en contravía de la esperanza general.
El domingo pasado sucedió algo y ese algo merece celebración. Mejor aún, no solo merece sino necesita agasajo. Se puede decir que el fervor es un imperativo político del momento. Sucede que, si no se exalta lo exaltable, la gente no se da cuenta y no valora el antes y el después marcado por la primera derrota multitudinaria de la vieja manera de conducir lo público.
A la gran prensa y al grueso de los analistas los árboles no los han dejado ver el bosque. Se prosternan ante las cifras, una curul aquí, otra más allá, una coalición de partidos en tal ciudad, otra en la vecina. Inducen a pensar que la rueda del destino nacional sigue igual. O que todo cambia para que nada cambie.
Esta es la visión que hay que erradicar. En efecto, esquivar el sentido profundo de los anhelos mayoritarios es una manera ladina de sabotearlos. Por encima de la minucia y del leguleyismo, la sentencia de estos comicios fue diáfana como nunca antes.
Era difícil vaticinar la derrota categórica del partido de gobierno. Y el porrazo fue como de senadora presa escapando hacia el asfalto, con cuerda roja desde un tercer piso. La eternidad de su caudillo no resultó tan eterna. Luego de dos décadas de férreas riendas, esta derrota señala la quiebra de un estilo. ¡Un brindis por semejante acontecimiento!
Masiva afluencia hacia el voto en blanco en las regiones; triunfos sobre los malandrines del norte, centro y sur; repudio a los extremos, incluido al de los déspotas de izquierda; voto calificado en las mayores capitales; victoria femenina y de la diversidad en Bogotá. Estos son los puntales del destello del domingo 27.
Lo protagonizaron muchachos que no piensan ni sienten como lo hicieron sus padres encrespados en la polarización. También mujeres ofendidas que ya no aceptan los estereotipos en los chistes ni en la charla automática de los hombres. Los que hablan con los animales, los que sufren en la piel las ofensas a la naturaleza, aquellos a quienes se les llama minorías y que alzan la cabeza como las futuras mayorías.
Este cúmulo de entusiasmos triunfadores es lo novedoso de un país a las puertas de un tiempo que se identificará no con números sino con estas letras: veinte veinte.
Es cierto que las antiguas artimañas y fechorías continúan mandando desde los palacios de gobierno, que la guerra está siendo azuzada porque sin ella pierden los tronos, que por eso las falsas positividades y las masacres retumban desde el campo. Pero los resultados electorales son hecho contundente, verdad aritmética.
Así las cosas, el momento no es de opacidad sino de brillo para el viento que llega. Es preciso sumar entusiasmos y optimismo para que los monstruos no saboteen la confianza y la ilusión. Colombia pegó su grito vagabundo, ¡que se escuche más allá de las fronteras!