Por: RICARDO SILVA ROMERO
A fuerza de premios inesperados, a golpe de discursos encendidos, será claro que la mayoría de Estados Unidos no va a descansar hasta que Trump no se resigne a gobernar.
Donald J. Trump recorrerá la Casa Blanca, en el rol del villano que define “noticias” como “lo que yo diga”, bajo los compases de la marcha imperial de ‘Star Wars’; luego se echará sobre los hombros su bata de loco mullido; marcará él mismo el número de la cocina, #666, como pidiendo al ‘room service’ el ‘meat loaf’ que tanto le ha gustado en este mes de presidencia; y entonces, rodeado de ‘excelent people’, se sentará en algún sofá histórico –a la mano un teléfono como un revólver para tuitear– a ver la ceremonia de los Óscar. Trump lleva cuatro años tuiteando pesadeces sobre el show como cualquier tuitero impune: “estos premios son un chiste igual que nuestro presidente”; “fue una gran noche para México y por qué no: están saqueando a los Estados Unidos más que cualquier otra nación”; “tendría que presentar yo los Óscar para revivirlos”. Pero esta vez será peor porque esta vez será todo sobre él.
Sobre su calculado desprecio por los lugares comunes de los liberales. Sobre su misoginia, su xenofobia, su homofobia. Sobre su descubrimiento, de fascista reciclado, de que el ejercicio que preserva el poder no es gobernar, sino vivir en campaña; no es hacer política, sino propaganda: “¡este show no solo es terrible sino aburrido!”, tuiteó a las 11:02 p. m. durante los Óscar de 2015.
Como dijo el comandante Horace Frank, cabeza de las fuerzas contraterroristas de Los Ángeles, la alfombra roja de este domingo no solo se verá pisoteada por las víctimas del discurso incendiario de Trump, sino sobre todo por los extremistas de la ultraderecha que desde la campaña del año pasado se han sentido llamados a someter a una minoría que hace décadas se volvió una mayoría: porque allá adentro, en el Teatro Dolby, Hollywood en pleno pondrá en escena el discurso fundamental de la democracia –la democracia, de hecho, es en esencia ese discurso sobre la inclusión, sobre la igualdad, sobre la justicia– con dramatismo e histrionismo porque en apenas un mes ha quedado comprobado que si algo ofende al presidente magnate es ver su show parodiado, ridiculizado, opacado por un mejor show.
Se le imitarán la desvergüenza, las manos arriba, el peluquín que es peor que un peluquín porque es real. Se le reivindicará en la cara, pues todos sabemos que estará pegado a la pantalla, la épica milagrosa de los inmigrantes, la historia de un desierto convertido en universo a punta de extranjeros y de razas. Y él no podrá aguantarse las ganas de exclamar “¡injusto!” o “¡triste!” o “¡deshonesto!”.
Será claro que esta nueva generación de consagrados por sí mismos –la generación que le da los Grammy a Adele en vez de a David Bowie– pretende jubilar por la vía de los premios a genios como Allen o Scorsese o Spielberg, pero al menos reconoce, así sea a medias, que hay algo irrepetible en el dolor católico de ‘Manchester junto al mar’ o que la agotadora ‘Toni Erdman’ ha descubierto una clase de belleza. Ganará la ingeniosa ‘La La Land’, que no es una comedia anacrónica sobre la aspiración de serle leal al amor, como Cantando bajo la lluvia, sino una tragedia de hoy sobre la inevitabilidad de servirse a uno mismo. Pero a fuerza de premios inesperados, a golpe de discursos encendidos que poco convencerán a los trumpistas, será claro que la mayoría de Estados Unidos no va a descansar hasta que Trump no se resigne a gobernar.
Si uno revisa sus viejos tuits de loco suelto, poco a poco va comprendiendo que, cuando solo era una celebridad, Trump renegaba de los Óscar porque no eran sobre él: el domingo va a odiarlos a muerte por lo contrario, sí, y dirá que Hollywood es un animal moribundo de espaldas a “la gente”, y vaya un saludo a todos aquellos que pensaron que Hillary Clinton y él eran lo mismo.
Ricardo Silva Romero
www.ricardosilvaromero.com
Tomado de:Eltiempo.com