Humberto de la Calle, y al alto comisionado, Sergio Jaramillo, regresan de La Habana para informar al Presidente y luego al Centro Democrático cómo se han recopilado y discutido todas las propuestas. Foto: Cortesía Presidencia de Colombia.
El Gobierno y el uribismo no se reúnen desde hace más de una semana, tiempo en el cual ese sector ha reiterado las críticas a la forma como se ha llevado el actual momento de crisis.
“El tiempo apremia porque el cese al fuego que pactamos es frágil. El pueblo tiene la razón: Necesitamos un nuevo acuerdo ya”, señaló Santos antes de insistir en que “es cuestión de buena voluntad y de tomar decisiones. Esto se puede lograr en días”.
Agregó que le pidió al jefe negociador, Humberto de la Calle, y al alto comisionado, Sergio Jaramillo, que regresen de La Habana para que le informen primero a él y luego al Centro Democrático cómo se han recopilado y discutido todas las propuestas.
“Desde el miércoles hemos invitado a los voceros del Centro Democrático a continuar el diálogo que venimos adelantando. Está prevista una nueva reunión con ellos mañana (hoy) con ese fin”, declaró, al tiempo que en entrevista a un medio internacional dijo que el nuevo acuerdo se podría tener antes de finalizar noviembre.
“He dado instrucciones para que todos se pongan en modo cónclave para trabajar de manera ininterrumpida y alcanzar un nuevo acuerdo lo más pronto posible. Ya todo está sobre la mesa. Todo está dicho y todo está estudiado”, concluyó.
Vuelven el 3 de noviembre
De otra parte, en un comunicado conjunto, Gobierno y Farc, señalaron que ya están incorporando propuestas de los distintos sectores al nuevo acuerdo y que el jueves 3 de noviembre reanudarán el trabajo en La Habana.
Reiteraron que el acuerdo firmado “contiene las reformas y medidas necesarias para sentar las bases de la paz y garantizar el fin del conflicto armado”, pero anotaron que “las propuestas están siendo discutidas con todo cuidado. Muchas de ellas vienen siendo incorporadas a un nuevo acuerdo”.
De igual forma, las partes aclararon que seguirán “escuchando a un número significativo y diverso de organizaciones y personalidades de la vida nacional”, considerando incluso a quienes se abstuvieron de votar en el plebiscito.
“Ambas delegaciones registran de manera positiva que toda esta discusión es posible gracias a que por primera vez en nuestra historia reciente, la paz es núcleo esencial de la reflexión ciudadana, dejando atrás el pasado de guerra” dijeron y recordaron que el Presidente de la República está investido de facultades constitucionales para sacar adelante la paz, “confiamos en su gestión para el logro de este propósito nacional”.
El lunes 24 de octubre, a las 11 de la mañana, en la Pontificia Universidad Javeriana, tendremos el último foro, correspondiente a los Martes CPB, que por cuestiones de logística, esta vez se hará el lunes.
Ante la solicitud de socios CPB y estudiantes, la charla estará centrada en un tema de interés general: «Comunicación y Política: Medios, Plebiscito y Opinión Pública».
Para esta actividad queremos que sean nuestros Socios quienes participen de forma activa, liderando el debate y compartiendo con los estudiantes sus experiencias y puntos de vista sobre el tema expuesto.
Pedimos a los interesados que lo hagan saber por este correo del CPB, para efectuar la coordinación correspondiente.
Se dice que la costumbre hace ley. Por eso, usualmente escuchamos Nóbel, y la verdad es que la pronunciación correcta es Nobél.
“Alfred Nobel (con acento en la e y no en la o) creó el premio en 1895”, escribió entonces a Gabriel García Márquez, recién galardonado con ese premio, en respuesta a consultas sobre la forma correcta de su pronunciación.
Argos, le pidió entonces a Gabo:
“…no pierdas el tiempo tratando de corregir la acentuación que le da casi todo el mundo aquí al apellido sueco Nobel. El autorizado gramático profesor Pangloss ha sermoneado en todos los tonos que la palabra es aguda. Pero la gente continúa diciendo Nóbel.
Hasta yo me atreví a soltar mi opinión, y a fin de de ver si era escuchada mi ´flébil voz, acudí a la descrestática y expresé, doctoralmente, que Nobel es voz occítona, por ser abreviatura del apellido latino Nobelius, cuya vocal tónica es la e. Pero no les valió. ¿Sabes cuándo van a aprender a decir Nobél? Cuando le adjudiquen el premio a Borges”. (Es decir, nunca).
“Hay varias explicaciones para esta anomalía acentual…una de ellas es que hay gente que considera más fina, o de cachet, la acentuación grave que la aguda de una palabra, y la esdrújula que la grave, y así dicen Nóbel y no Nobel; Mótor y no Motor; Ómar, (con acento en la O) y no Omar; cónclave y no conclave ; óptimo y no optimo, etc”.
(Extractado del libro “Gazaperas gramaticales”, de Argos. Colección de Periodismo de la Universidad de Antioquia. Página 103. Noviembre 20 de 1982).
Se definieron ayer comisiones de diálogo para comenzar a resolver la parálisis en que quedaron
los acuerdos con las Farc. Que sean eficaces, pues el resultado del plebiscito urge cambios.
Los resultados del plebiscito dejaron descolocados a los líderes políticos que se supone debían estar preparados para cualquier decisión del pueblo colombiano, así tuvieran plena confianza en que iba a ganar el Sí. Pero una cosa era la confianza en el resultado que promovían y otra que estuvieran desprovistos de planes de acción que alejaran la incertidumbre, generadora de inestabilidad política.
El mismo Centro Democrático pareció ayer estar falto de propuestas concretas. No haber asistido a la reunión convocada por el presidente Juan Manuel Santos para iniciar un diálogo nacional puede interpretarse como un acto de soberbia política, pero también puede mostrar que no estaban preparados para ofrecer una vía de acción clara para definir qué hacer con el proceso con las Farc.
Hay dos alternativas: demostrar la mayor altura de miras, asumir el pronunciamiento popular como un campanazo de alerta que debe servir para que los líderes políticos y sociales muestren sus cartas y ofrezcan a la opinión pública la dimensión de su grandeza y la coherencia de sus convicciones, dirigidas al bienestar general. O asumir el resultado del plebiscito como una elección más que define proyecciones electorales con miras al 2018 y, por tanto, remueve el tablero partidista. .
La primera, en las actuales circunstancias, es la única admisible. La segunda ha sido la habitual en nuestra historia: hacer todo pensando en las próximas elecciones.
Es hora de hacer política en el mejor sentido. Ojalá los delegados designados ayer por el Centro Democrático hagan buena política, que pasa por no asumir una postura de cogobierno con poder de veto, si no más bien la capacidad de que su voz sea escuchada para que sus objeciones a los acuerdos de paz se tomen en serio.
Hay que adoptar definiciones y una hoja de ruta. Se habla, por lo pronto, de una Asamblea Constituyente, pero aparte de la mención no parece haber conciencia de fondo de lo que ella implica.
Ayer el jefe de las Farc, ‘Timoleón Jiménez’, dijo que el plebiscito les había hecho llegar un mensaje y que de él derivarían las rectificaciones que fueran precisas. Es una actitud sensata. Deberán examinar, por ejemplo, cuánto las afectó la tardanza en pedir perdón por tanto daño causado, así como la exigencia de obtener participación política con independencia de los crímenes internacionales de los que sea responsable el elegido. Esto por solo mencionar dos aspectos. Como la votación del plebiscito consistía en el acuerdo completo, es difícil saber qué puntos concretos resultaron intolerables para los votantes del No.
Por lo pronto, el país y su dirigencia deben llegar cuanto antes a acuerdos mínimos que garanticen, entre otras cosas, la seguridad de los miembros de las Farc, en cuanto si bien tienen aún las armas, no las están usando para acciones ofensivas. Ambas partes, Estado y Farc, han anunciado que el cese el fuego bilateral continúa. Así debe ser.
Ayer también dijo el jefe de las Farc que los acuerdos ya tienen fuerza jurídica vinculante, pues fueron depositados como instrumento internacional ante el Consejo Federal Suizo, en Berna. Aparte de lo preciso o no de tal consideración, saben ellos que los acuerdos recibieron una desaprobación política de la mayoría electoral, y que esta manifestación democrática no puede quedarse como mero trámite. Tiene efectos, y sobre ellos tendremos que reflexionar todos los colombianos.
El colombiano Ricardo Corredor Cure, director ejecutivo de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), fue designado presidente de la junta directiva del Foro Mundial para el Desarrollo de los Medios (GFMD, por su sigla en inglés).
Corredor fue elegido durante la cuarta conferencia internacional del foro, que se celebró en Yakarta (Indonesia), entre el 20 y el 22 de septiembre. “Ricardo tendrá que liderar la organización mundial que agrupa a nuestros pares, cuya gestión diaria está a cargo de un director ejecutivo con sede en Bruselas (Bélgica)”, dijo Jaime Abello Banfi, director general de la fundación de Gabo.
Corredor es comunicador social de la Universidad Javeriana, con una maestría en artes, comunicación y desarrollo de The New School. Además de haber obtenido una beca Fulbright, ha trabajado con el Ministerio de Educación Nacional, la Fundación Avina y la Agencia de Noticias de los Derechos de la Infancia.
El GFMD reúne a más de 150 organizaciones internacionales y locales y trabaja en favor de los medios independientes, pluralistas y sostenibles.
Vean estas cifras: en los últimos 38 años, es decir, desde el gobierno de Julio César Turbay Ayala hasta hoy, se han invertido 332,95 billones de pesos en la guerra a precios de hoy; en cambio, si se cumplen los acuerdos de La Habana, en los próximos diez años, se invertirán en la paz 25,3 billones. El primer cálculo es de Diego Otero Prada en un libro que acaba de salir a la luz pública (ver gráfico). El segundo es de la senadora Claudia López en su esfuerzo por orientar y comprometer al Estado con un verdadero posconflicto (ver gráfico). No son los estimativos más altos, hay otros estudios más completos que elevan a lado y lado los costos. El lector deberá ir a otras fuentes para tener visiones diversas y quizás complementarias.
El profesor Otero establece el monto juntando las inversiones públicas en defensa y justicia. Nada más. No incluye otros costos del Estado y tampoco agrega los enormes gastos en que incurrieron las guerrillas, los paramilitares y los empresarios. Aun así la cifra es descomunal. Quiere decir que la institucionalidad gastó en promedio 8,76 billones por año en el conflicto.
La senadora López examina lo que serán las nuevas obligaciones del Estado después de acuerdos entre las Farc y el gobierno: atención social y económica para los miembros de las Farc en su proceso de reintegración, 528.000 millones de pesos; inversión en las tareas de desminado, sustitución de cultivos ilícitos y justicia, 6,1 billones; la implementación de la apertura política, 323.000 millones; los 16 programas de desarrollo territorial, 18,3 billones. El promedio anual de inversión en la paz sería de 2,53 billones. Es decir, el costo de la paz no alcanza a representar un tercio de lo gastado año por año en la confrontación.
Escogí los datos de Otero porque hacen parte de una serie larga que va hasta 1964, y de manera simple muestran el grave sacrificio de las finanzas del Estado en una guerra tan cara como inútil. En esta estadística son los gobiernos de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe los que le dieron un salto enorme al gasto. El gobierno de Pastrana invirtió 30,66 billones y los dos mandatos de Uribe sumaron 104,27. Santos mantuvo la tendencia a escalar el gasto destinando en el primer mandato 94,14 billones, y en lo que va corrido del segundo mandato 35,24 billones.
Ahora bien, la enorme inversión de los dos antecesores de Juan Manuel Santos en la guerra significó un crecimiento desmesurado de las víctimas. Al contrario, en el gobierno de Santos estas disminuyeron significativamente por la apertura de las negociaciones de paz. Es muy escandalosa y triste esa correlación entre aumento de inversiones del Estado en la guerra, desmesurado crecimiento de las víctimas y ausencia de negociación.
Tanto el impresionante crecimiento de la inversión en la guerra, ese salto inmenso en las finanzas del conflicto, como el pavoroso aumento de las víctimas, que ocurrió a mediados de los años noventa, revela un grave error histórico de las elites y de la guerrilla. Las negociaciones de Tlaxcala y Caracas tendrían que haber terminado con éxito. Nos hubiéramos ahorrado la catástrofe que siguió. Eso era difícil verlo en medio de la niebla, de la oscura niebla, de la guerra.
Pero había señales evidentes de la tragedia. El asesinato de cuatro candidatos presidenciales anunció el desbordamiento de la violencia. Las elites políticas regionales y los empresarios del campo estaban profundizando la alianza con los paramilitares. Las guerrillas se metían abiertamente en el secuestro y el narcotráfico. Sectores de la fuerza pública se hundían más y más en la corrupción y en la alianza con los ilegales. La degradación del conflicto era evidente. Pararlo. Negociarlo. Era la gran tarea del momento. Pero no. Todos los actores afilaron los cuchillos y se trenzaron en la más atroz de las confrontaciones. Lo que vemos en las cifras es que este periodo acapara el 80 por ciento del dinero invertido en el conflicto y produce tamb ién el 80 por ciento de las víctimas.
Lo más absurdo, lo más irracional, lo que no tiene justificación alguna es que los principales protagonistas de estas decisiones desde el lado de la institucionalidad, los expresidentes Pastrana y Uribe, sigan empeñados en mantener el escenario de la confrontación. ¿Cómo puede el Estado romper el techo al que llegó la inversión en defensa si continúa el conflicto? ¿Cómo se puede obviar la sangre y el dolor en la población civil si continúa esta guerra degradada? Es la insensatez de llamar al No en el plebiscito del 2 de octubre.
Tampoco es comprensible que sectores de las elites empresariales y políticas del país, tan sofisticadas, tan admiradas en algunos círculos internacionales, acudan al argumento de la crisis económica, para negar o limitar la destinación de nuevos recursos, no los tradicionales, no los que ya se han venido invirtiendo, para, de verdad, hacer posconflicto en las regiones afectadas por la violencia. El argumento no cuadra porque peor situación económica se vivía cuando Pastrana y al principio del gobierno Uribe, y fue allí donde se dio el salto de la inversión en defensa. La paz es más barata, mucho más barata, tienen que cumplir.
Los buenos artículos me gustan casi tanto como los buenos libros. Ya sé que no son muy frecuentes, pero ¿no ocurre lo mismo con los libros? Hay que leer muchos hasta encontrar, de pronto, aquella obra maestra que se nos quedará grabada en la memoria, donde irá creciendo con el tiempo. El artículo que Héctor Abad Faciolince publicó en EL PAÍS el 3 de septiembre(Ya no me siento víctima), explicando las razones por las que votará sí en el plebiscito en el que los colombianos decidirán si aceptan o rechazan el acuerdo de paz del Gobierno de Santos con las FARC, es una de esas rarezas que ayudan a ver claro donde todo parecía borroso. La impresión que me ha causado me acompañará mucho tiempo.
Abad Faciolince cuenta una trágica historia familiar. Su padre fue asesinado por los paramilitares (él ha volcado aquel drama en un libro memorable: El olvido que seremos) y el marido de su hermana fue secuestrado dos veces por las FARC, para sacarle dinero. La segunda vez, incluso, los comprensivos secuestradores le permitieron pagar su rescate en cómodas cuotas mensuales a lo largo de tres años. Comprensiblemente, este señor votaráno en el plebiscito; “yo no estoy en contra de la paz”, le ha explicado a Héctor, “pero quiero que esos tipos paguen siquiera dos años de cárcel”. Le subleva que el coste de la paz sea la impunidad para quienes cometieron crímenes horrendos de los que fueron víctimas cientos de miles de familias colombianas.
Pero Héctor, en cambio, votará sí.Piensa que, por alto que parezca, hay que pagar ese precio para que, después de más de medio siglo, los colombianos puedan por fin vivir como gentes civilizadas, sin seguirse entrematando. De lo contrario, la guerra continuará de manera indefinida, ensangrentando el país, corrompiendo a sus autoridades, sembrando la inseguridad y la desesperanza en todos los hogares. Porque, luego de más de medio siglo de intentarlo, para él ha quedado demostrado que es un sueño creer que el Estado puede derrotar de manera total a los insurgentes y llevarlos a los tribunales y a la cárcel. El Gobierno de Álvaro Uribe hizo lo imposible por conseguirlo y, aunque logró reducir los efectivos de las FARC a la mitad (de 20.000 a 10.000 hombres en armas), la guerrilla sigue allí, viva y coleando, asesinando, secuestrando, alimentándose del, y alimentando el narcotráfico, y, sobre todo, frustrando el futuro del país. Hay que acabar con esto de una vez.
¿Funcionará el acuerdo de paz? La única manera de saberlo es poniéndolo en marcha, haciendo todo lo posible para que lo acordado en La Habana, por difícil que sea para las víctimas y sus familias, abra una era de paz y convivencia entre los colombianos. Así se hizo en Irlanda del Norte, por ejemplo, y los antiguos feroces enemigos de ayer, ahora, en vez de balas y bombas, intercambian razones y descubren que, gracias a esa convivencia que parecía imposible, la vida es más vivible y que, gracias a los acuerdos de paz entre católicos y protestantes, se ha abierto una era de progreso material para el país, algo que, por desgracia, el estúpido Brexit amenaza con mandar al diablo. También se hizo del mismo modo en El Salvador y en Guatemala, y desde entonces salvadoreños y guatemaltecos viven en paz.
El aire del tiempo ya no está para las aventuras guerrilleras que, en los años sesenta, solo sirvieron para llenar América Latina de dictaduras militares sanguinarias y corrompidas hasta los tuétanos. Empeñarse en imitar el modelo cubano, la romántica revolución de los barbudos, sirvió para que millares de jóvenes latinoamericanos se sacrificaran inútilmente y para que la violencia —y la pobreza, por supuesto— se extendiera y causara más estragos que la que los países latinoamericanos arrastraban desde hacía siglos. La lección nos ha ido educando poco a poco y a eso se debe que haya hoy, de un confín a otro de América Latina, unos consensos amplios en favor de la democracia, de la coexistencia pacífica y de la legalidad, es decir, un rechazo casi unánime contra las dictaduras, las rebeliones armadas y las utopías revolucionarias que hunden a los países en la corrupción, la opresión y la ruina.
La excepción es Colombia, donde las FARC han demostrado —yo creo que, sobre todo, debido al narcotráfico, fuente inagotable de recursos para proveerlas de armas— una notable capacidad de supervivencia. Se trata de un anacronismo flagrante, pues el modelo revolucionario, el paraíso marxista-leninista, es una entelequia en la que ya creen solo grupúsculos de obtusos ideológicos, ciegos y sordos ante los fracasos del colectivismo despótico, como atestiguan sus dos últimos tenaces supérstites, Cuba y Corea del Norte. Lo sorprendente es que, pese a la violencia política, Colombia sea uno de los países que tiene una de las economías más prósperas en América Latina y donde la guerra civil no ha desmantelado el Estado de derecho y la legalidad, pues las instituciones civiles, mal que mal, siguen funcionando. Y es seguro que un incentivo importante para que operen los acuerdos de paz es el desarrollo económico que, sin duda, traerán consigo, seguramente a corto plazo.
Héctor Abad dice que esa perspectiva estimulante justifica que se deje de mirar atrás y se renuncie a una justicia retrospectiva, pues, en caso contrario, la inseguridad y la sangría continuarán sin término. Basta que se sepa la verdad, que los criminales reconozcan sus crímenes, de modo que el horror del pasado no vuelva a repetirse y quede allí, como una pesadilla que el tiempo irá disolviendo hasta desaparecerla. No hay duda que hay un riesgo, pero, ¿cuál es la alternativa? Y, a su excuñado, le hace la siguiente pregunta: “¿No es mejor un país donde tus mismos secuestradores estén libres haciendo política, en vez de un país en que esos mismos tipos estén cerca de tu finca, amenazando a tus hijos, mis sobrinos, y a los hijos de tus hijos, a tus nietos?”.
La respuesta es sí. Yo no lo tenía tan claro antes de leer el artículo de Héctor Abad Faciolince y muchas veces me dije en estas últimas semanas: qué suerte no tener que votar en este plebiscito, pues, la verdad, me sentía tironeado entre el síy el no. Pero las razones de este magnífico escritor que es, también, un ciudadano sensato y cabal, me han convencido. Si fuera colombiano y pudiera votar, yo también votaría por el sí.
Yo he entendido la historia reciente de mi país no a través de ninguna teoría, sino a través de las historias familiares. Cuando uno tiene una familia numerosa, la ficción es casi innecesaria: en una familia grande, todas las cosas han ocurrido alguna vez. Esas historias me permiten reflexionar sobre lo que ha pasado y sobre lo que pasa en Colombia, para luego tomar una decisión que es política, pero también vital, porque no está dictada por la ideología, sino por la imaginación: trato de pensar de qué manera podríamos vivir mejor, sin matarnos tanto, con menos sufrimiento, con más tranquilidad.
Nunca sentí ninguna simpatía por las FARC. El esposo de una de mis hermanas, Federico Uribe (sin parentesco con el expresidente de Colombia), fue secuestrado dos veces por la guerrilla. La primera vez lo secuestró el Frente 36 de las FARC, hace 28 años, cuando él tenía 35. Once años después, otro grupo lo volvió a secuestrar; los muchachos que lo vigilaban en la montaña eran tan jóvenes que le decían “abuelo” a un hombre de 46. Federico no era, ni es, una persona rica. Tal vez tenía el apellido equivocado. Tampoco era pobre y no sería extraño que los muy pobres lo vieran como muy rico.
Mi cuñado (ahora excuñado, porque en todas las familias hay divorcios) tenía y tiene 120 vacas lecheras en un pueblo a 2.600 metros de altitud en el oriente de Antioquia. Después de un mes secuestrado y de pagar la “cuota inicial” del rescate para que lo soltaran, tuvo que seguir pagando lo que faltaba, en cómodas mensualidades, durante 36 meses más. La guerrilla, tan amable, le dio tres años de plazo para pagar. Ustedes preguntarán: ¿y por qué no acudía a la policía, al Ejército, a las autoridades del pueblo? Él les contestaría: “Permítanme una sonrisa”. En las zonas rurales de Colombia el Estado no existía; hay partes donde no existe todavía; cuanto más lejos esté la tierra de las ciudades principales, menos Estado hay. Si Federico no pagaba las cuotas, tampoco podía sacar la leche de la finca, y de eso vivía. Si no pagaba las cuotas, lo podían matar en la misma lechería. Si no pagaba las cuotas, le podían secuestrar a uno de sus hijos, mis sobrinos. En fin, en ausencia de un Estado que controlara el territorio y defendiera a los ciudadanos, no había otra que pagar. O hacer lo que hicieron otros finqueros: vincularse a un grupo paramilitar que los protegiera a cambio de una cuota mensual parecida. Federico Uribe no era de esos que se complacían en ver matar, y los paramilitares mataban sin preguntar. Además, los paramilitares habían matado a su suegro, a mi papá, y no era el caso de aliarse con otros asesinos.
Federico —acabo de llamarlo para preguntarle— va a votar no en el plebiscito sobre la paz. “Yo no estoy en contra de la paz”, me dijo, “pero quiero que esos tipos paguen siquiera dos años de cárcel. Mientras me tuvieron secuestrado mataron a dos”. Yo lo entiendo, lo aprecio y no lo considero un enemigo de la paz, así no esté de acuerdo con él. No me siento con autoridad para juzgarlo y tiene todo el derecho de votar por el no. Pero, aunque lo entiendo, espero que él también me entienda a mí ahora que escribo que voy a votar por el sí.Entiendo su posición sobre la impunidad. Creo tener derecho, sin embargo, a decir que no me importa que no les den cárcel a los de las FARC, pues cuando el presidente Uribe hizo la paz con los paramilitares escribí un artículo en el que sostuve que no me interesaba que los asesinos de mi padre pasaran ni un día en la sombra. Que contaran la verdad, y listo: que los liberaran, que se murieran de viejos. Si no me creen, aquí pueden ver ese artículo, publicado en la revista Semana en julio de 2004: http://www.semana.com/opinion/articulo/una-cuestion-personal/66783-3.
De los 28.000 paramilitares que aceptaron desmovilizarse durante el Gobierno de Uribe, tan solo un puñado de ellos pagaron cárcel, y no porque el presidente lo quisiera, sino porque la Corte Constitucional lo obligó. Su proyecto inicial ofrecía impunidad total. El texto del Acuerdo de Ralito (el sometimiento de los paramilitares) nunca nos lo mostraron; a las víctimas de los paramilitares no nos llevaron a la zona de los diálogos para decirles en la cara el dolor que nos habían causado y para darles la bienvenida a la vida civil, como en mi familia hubiéramos querido hacer; tampoco se sometió el acuerdo con ellos a un plebiscito. Esto no es un reclamo, sino una comparación. Santos ha publicado el texto (larguísimo, farragoso, pero útil, del Acuerdo de La Habana); llevó a las conversaciones a grupos de víctimas (incluso a mí me invitaron, pero no quise ir, pues no me siento víctima ya); y ahora lo somete al veredicto del pueblo.
Si en el caso de los asesinos de mi padre yo estaba de acuerdo con un pacto de impunidad, con la única condición de que los paramilitares contaran la verdad y dejaran de matar, creo tener autoridad moral para decir que también estoy de acuerdo con el Acuerdo de Paz con las FARC, los secuestradores de mi cuñado.En el caso de las FARC, también acepto una alta dosis de impunidad a cambio de verdad. Tengan en cuenta además que por delitos atroces, entre los cuales se incluye el secuestro, no es cierto que en este acuerdo haya impunidad total. Los responsables pagarán hasta ocho años (si lo confiesan todo antes de que empiece el juicio) de “restricción efectiva de la libertad”, no en una cárcel corriente, sino en condiciones que el Tribunal Especial para la Paz decidirá. Y si la confesión ocurre durante el juicio, esos ocho años los pasarán en una cárcel normal. Y si no confiesan y son derrotados en juicio, la pena será de 20 años en cárceles del Estado.
Así que no estoy de acuerdo con mi excuñado, a quien comprendo y admiro y sigo queriendo igual, en que se haya firmado un acuerdo de impunidad total. Fue un acuerdo muy generoso con las FARC, sin duda, y ojalá la guerrilla hubiera aceptado pasar siquiera dos años en la cárcel, que es a lo que aspira Federico. Pero esto fue lo mejor que el Gobierno pudo lograr, tras cuatro años de duras negociaciones, con una guerrilla que no estaba completamente derrotada.
Cuando escribo para España, o cuando hablo con españoles, algunos esgrimen el ejemplo de ETA para decirme que el Estado no puede ser condescendiente con los terroristas ni puede perdonar. No creo que los casos se parezcan ni se puedan comparar. Las FARC nacieron en un país violento, muy desigual y muy injusto, lo que no las justifica, pero sí explica en parte su furor. La guerrilla de las FARC llegó a tener 20.000 hombres en uniforme; llegó a tomarse la capital del departamento (Estado) del Vaupés, Mitú. Ejerció control y dominio (como un Estado alternativo que impartía “justicia” y resolvía líos domésticos) en amplios territorios rurales.
Las FARC han sido una guerrilla despiadada, sanguinaria, sin duda. Una guerrilla que cree firmemente y con fanatismo mesiánico en la última religión del siglo XX, el comunismo marxista leninista. En la lucha armada, en su ideología, en sus actos de terror, creo que la guerrilla se equivocó de un modo atroz. Pero en más de medio siglo de desafío al Estado no ha podido ser derrotada por las armas. Colombia tiene el presupuesto de seguridad más alto de América Latina; tiene el Ejército más numeroso; gastamos en armamento lo que no nos gastamos en salud o educación. Tuvo un presidente, Álvaro Uribe, cuya mayor obsesión durante ocho años fue exterminar a la guerrilla que había matado a su padre. La debilitó mucho, las FARC quedaron en menos de 10.000 efectivos, pero tampoco la pudo derrotar. Su ministro de defensa, Juan Manuel Santos, llegó al poder y, al verla debilitada, les volvió a ofrecer lo que todos los presidentes anteriores (incluyendo a Uribe) les habían ofrecido: unas conversaciones para llegar a un acuerdo de paz. Y Santos acaba de conseguir lo que ninguno de los presidentes anteriores consiguió: que las FARC se plegaran a dejar las armas y aceptaran convertirse en un partido político con garantías de seguridad e incluso con una mínima representación en el Congreso en las próximas elecciones.
En todas las familias hay uno que otro envidioso; se sienten celos aun entre los hermanos. Por eso entiendo tan bien, por eso me parece tan comprensible, tan humano, que los dos presidentes anteriores (Pastrana y Uribe) sientan celos porque Santos haya logrado lo que ellos buscaron sin conseguir. Se entiende también que quieran adoptar para su envidia una máscara más noble, la máscara de la “impunidad”. Pero estoy seguro de que, si ellos estuvieran en el poder, ofrecerían una impunidad igual o mayor que esta. Un presidente mucho más viejo, casi centenario, lúcido, ya curado de espantos y mucho más allá del bien y del mal, Belisario Betancur, un presidente que estuvo a punto de firmar la paz con la guerrilla hace 30 años, pero que fue saboteado por la extrema derecha (mezcla de paramilitares, terratenientes y una franja del Ejército) mediante el exterminio de líderes de izquierda y de todo un partido político, la Unión Patriótica, este viejo presidente, en cambio, conservador y católico, votará por el sí. También Gaviria y Samper harán campaña por el sí.
Termino: las historias familiares, que son como una novela real, me han obligado a sentir y me han enseñado a pensar mucho sobre el sufrimiento, sobre la justicia y la impotencia, sobre la humillación y la rabia, sobre la venganza y el perdón. Escribir la injusticia que se cometió con mi padre, el asesinato de un hombre bueno, me curó de la necesidad de aspirar a ver en la realidad la representación de la justicia (una cárcel para los asesinos). De alguna manera yo siento que pude hacer justicia contando la historia tal como fue. Seguramente si mi cuñado hubiera podido contar la historia de su secuestro, como lo hicieron Ingrid Betancourt o Clara Rojas, ahora estaría más tranquilo y en el mismo grupo de ellas, el grupo de los que apoyamos el sí.Es por eso que ahora que he contado la historia de Federico, y ahora que he explicado mi posición para un periódico español, yo le preguntaría a mi excuñado lo siguiente: ¿no es mejor un país donde tus mismos secuestradores estén libres haciendo política, en vez de un país en que esos mismos tipos estén cerca de tu finca, amenazando a tus hijos, mis sobrinos, y a los hijos de tus hijos, a tus nietos? La paz no se hace para que haya una justicia plena y completa. La paz se hace para olvidar el dolor pasado, para disminuir el dolor presente y para prevenir el dolor futuro.
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