Por: Cecilia Orozco Tascón
Sin engaños: los ultraderechistas indignados con el perdón entre los enemigos que se enfrentaron en armas y con la igualdad de penas para los dos bandos que tuvieron criminales de guerra en sus filas (a los que pretenden diferenciar ante la ley, no por la gravedad de los delitos en que incurrieron sino por el tipo de uniforme que llevaban cuando los cometieron), están aprovechando hasta la última gota del mar embravecido por el asunto Odebrecht para destruir el acuerdo de paz y sabotear la palabra empeñada por el Estado representado —gústeles o no— por Juan Manuel Santos cuyos mandatos, decisiones y firmas de convenios gozan, hasta el momento, de presunción de legalidad. Con un desprecio asombroso hacia nuestra capacidad de relacionar la historia reciente con la actual, salen a hacer declaraciones escandalizadas sobre el pago de US$400.000 de la multinacional brasilera, en 2010, a una firma privada que trabajaba para la campaña de Santos o sobre el supuesto soborno de un millón, en 2014, al gerente de la misma, aún sin demostrar. Desde luego, criticar actos de corrupción es deber y derecho de todos aunque, en la mayoría de las ocasiones, en el mundo de los poderes particulares y públicos de Colombia, sea puro bla bla bla pues lo que en verdad se rechaza es la corrupción ajena. La propia, ni se percibe como tal.
Lo que no es admisible es que unos notables del gran empresariado rural y urbano y de la política se arroguen la vocería de la sociedad sin tener autoridad ética y vaya usted a ver si judicial, para pedir renuncias o exigir castigos ejemplares para los otros cuando en sus filas predilectas no recibieron bicocas de medio millón o de uno, sino de seis veces esa cifra (US$6,5 millones, exactamente) en 2009. Con el agravante de que su ingreso ya fue admitido por Gabriel García Morales, viceministro que adjudicó la Ruta del Sol Fase II y quien llegó a ese cargo escogido por el ministro Andrés Uriel Gallego (q.e.p.d.), tan cercano al presidente Álvaro Uribe, que fue su secretario de Obras en la Gobernación de Antioquia, en los 90, y su jefe de la misma cartera durante los ocho años de sus periodos presidenciales. En este caso, además, está probado que otro consentido de la época uribista, Daniel García Arizabaleta, fue contratado por Odebrecht en cuanto salió de la Casa de Nariño en donde se la pasaba, para servir de enlace entre la sobornadora y el candidato del expresidente en 2014. ¡Si hasta llevó a Óscar Iván Zuluaga, al hijo de este y a un precandidato del Centro Democrático a Brasil para que Odebrecht le pagara US$2,5 millones más, al publicista que fue de su campaña!
Uno los oye, olímpicos, y no lo cree: ¿Con qué cara salen a gritar en los micrófonos, hacen fiestas, almuerzos y comidas; van a reuniones en las fincas antioqueñas o cordobesas para solazarse con los dramáticos alcances de la inmoralidad del país y se sientan a manteles en los mejores restaurantes bogotanos para practicar el juego de moda: apostar sobre el tiempo en que demorará en publicarse el próximo capítulo del escándalo que una fuente altísima de la Fiscalía les ha filtrado a conveniencia? No se necesita ser muy perspicaz para adivinar la respuesta: les importa cinco la corrupción. ¡Si la practican hace años, solo que en sus manos se convierte en “alto interés de Estado”! Recuerden, no más, el máximo beneficio corrupto que obtuvieron cuando lograron cambiar la Constitución y consiguieron tener presidente de la República propio cuatro años adicionales mediante la compra de los votos de los congresistas Yidis y Teodolindo. Limpiar la podredumbre pública no es su objetivo. A otros con ese cuento. El suyo es recuperar el control del Ejecutivo y de las cortes para quedar ellos con la exclusividad de la corrupción económica y con la capacidad política de expulsar a Santos por su máximo pecado, no precisamente el de su presunta violación del Código Electoral o Penal, sino el de haber adelantado un acuerdo de paz con las Farc.