Las lecciones que aprendí del año que me espiaron

1 julio 2020 –

Por: Hugo Alconada Mon – The New York Times –

BUENOS AIRES — Me espiaron. La justicia federal argentina ya confirmó que agentes de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI) me tuvieron en la mira al menos durante 2018. Me fotografiaron y me grabaron en la vía pública.

Me espiaron mientras trabajaba una investigación que incomodaba al poder político y empresarial. Ahora sé que, mientras buscaban identificar las fuentes periodísticas que me ayudaron a revelar cómo fue el capítulo argentino del Lava Jato, una pesquisa sobre la corrupción en el país, me siguieron, analizaron dónde vivo, en qué automóviles me muevo, cuál era mi nivel de vida y hasta fueron a la casa de mis padres —dos jubilados por arriba de los 70 años—. Queda más por salir a la luz; por ejemplo, si evaluaron colocar una bomba en la puerta de mi casa.

El espionaje en la Argentina —como en otros países de América Latina— poco y nada tienen en común con las películas de James Bond. Y sí tienen mucho que ver con el debilitado estado actual de la libertad de prensa y de la democracia en nuestro hemisferio.

Este proceso me ha enseñado por lo menos cinco lecciones.

Me enteré de que me espiaban de manera ilegal por un expediente que impulsa la justicia argentina. No fui el único objetivo. Las tareas de inteligencia indebida también alcanzaron a la expresidenta —y actual vicepresidenta— Cristina Fernández de Kirchner, a otros políticos —incluidos algunos del mismo bando político que el entonces presidente Mauricio Macri (como el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta)— y a sindicalistas, jueces, obispos, líderes sociales y otros periodistas.

Los espías querían acceder a lo que de otro modo no tenían forma de saber de sus “objetivos”. Se trata de la tentación de obtener beneficios, muy rápido, por la vía de un atajo. Si sos un político, una escucha telefónica clandestina, te permitirá conocer y contrarrestar los planes del candidato rival en la campaña. Si sos un empresario, te dará la oportunidad de saber cuánto ofertará un competidor, presentar un valor más bajo y derrotarlo en la licitación. Y si la prensa te investiga, acaso encuentres la fórmula secreta para amedrentar o silenciar a ese periodista tan molesto.

Este mecanismo delictivo integra una investigación de la justicia que lleva ya meses y se inserta dentro de un rompecabezas más amplio que incluye varios expedientes judiciales y una investigación bicameral del Congreso nacional y que evidencia los métodos antidemocráticos a los que ha recurrido la inteligencia argentina. Combinados, permiten vislumbrar que el espionaje ilegal no se acotó a unos pocos casos aislados, propios de algún funcionario desquiciado, sino que resultó una operación sistemática.

Políticos de todos los partidos que llegaron a la Casa Rosada durante los últimos treinta años han tropezado con la misma piedra. Desde Carlos Menem, cuyo servicio de espionaje (conocido entonces como Secretaría de Inteligencia del Estado, SIDE) le pagó 400.000 dólares a un sospechoso para que incriminara a otros en tribunales y terminó arruinando, quizá para siempre, la investigación sobre el atentado contra la sede de la AMIA, a Cristina Fernández de Kirchner, quien disolvió la SIDE para recrearla como Agencia Federal de Inteligencia en los días que siguieron a la muerte del fiscal Alberto Nisman en 2015. El resultado ha sido el más puro gatopardismo: los gobiernos anunciaron reformas más o menos profundas, pero los problemas de fondo de la inteligencia argentina siguieron sin resolverse.

El espionaje argentino está disperso. Ni todos los que trabajan en la AFI son espías, ni todos los espías que deambulan por las calles o el ciberespacio trabajan para la AFI. Hay quienes husmean o han husmeado durante los últimos tiempos para otras fuerzas de seguridad —sea la policía federal, la Gendarmería, la Prefectura o las policías provinciales—, los que fisgonean para las fuerzas armadas —Ejército y Armada, en particular— y los que ofrecen sus servicios en el sector privado. Prácticas de las que han dado cuenta varias investigaciones.

Si el espionaje es sistemático, recurrente y anárquico, entonces la opción más sensata para una figura pública es moverse dando por sentado que lo espían. No para sumirse en las fauces de la paranoia, pero sí para redoblar los recaudos. Y en el caso de los periodistas, para proteger a sus fuentes y encriptar sus teléfonos y computadoras.

Semejante panorama explica por qué Alberto Fernández anunció la intervención y reforma de la AFI cuando asumió la presidencia en diciembre de 2019. “Tomamos la decisión de terminar con los sótanos de la democracia”, dijo cuando inauguró las sesiones del Congreso, el 1 de marzo, para ponerle “fin al oscurantismo”. Es hora de hacerlo.

De las cinco enseñanzas de este proceso, acaso la más difícil es que tenemos pocas herramientas legales para proteger la privacidad, libertad de expresión y el Estado de derecho. La prensa independiente y el disenso político son indispensables si queremos un mejor país.

El presidente enunció lo que organizaciones de la sociedad civil nucleadas en la llamada “Iniciativa Ciudadana para el Control del Sistema de Inteligencia (ICCSI)” reclaman desde hace muchos años: profesionalizar e institucionalizar la inteligencia argentina, establecer “mecanismos efectivos de control democrático” sobre sus acciones y su presupuesto, transparentar sus acciones todo lo que sea posible y acotar al mínimo indispensable la autonomía de los espías. Tomará años, acaso décadas, pero hay que dar el primer paso.

Eso, en la práctica, implicará depurar la nómina de espías, quedarse con los mejores, capacitarlos, limitar sus competencias, instaurar controles de vigilancia en el Congreso para evaluarlos de manera periódica, auditar sus gastos, reformar las leyes que regulan su trabajo y reforzar y potenciar las herramientas de quienes estén a cargo de su vigilancia, interna y externa.

Será difícil, pero es indispensable. Ningún periodista, opositor, juez o ciudadano debe mirar por encima del hombro para hacer su trabajo en plena vigencia del Estado de derecho. La inteligencia argentina debe servir a fortalecer la democracia y los derechos y garantías constitucionales, no a erosionarlos. Si no emprendemos esta reforma pendiente, tropezaremos con la misma piedra, otra vez.