Barracuda y tiburones

NOTAS AL VUELO
Por: Gonzalo Silva Rivas, Socio CPB

En la medida en que San Andrés se proyecta como el destino vacacional más apreciado por los colombianos, su desafiante realidad se mantiene inalterable. La pequeña y encantadora isla de 26 kilómetros cuadrados, rodeada de coloridas aguas y suaves oleajes, no logra superar ese profundo mar de problemas que la sacuden y que sobresaltan a sus mal contados ochenta mil habitantes.

La bonanza económica que deja el turismo contrasta con la falta de mecanismos institucionales de los gobiernos nacional y departamental para aplicar acciones rápidas y contundentes que atiendan sus múltiples necesidades, así como las falencias que subsisten en el cumplimiento de los compromisos adquiridos tras el desafortunado fallo del Tribunal de La Haya, en 2012, con el que se redujo la frontera marítima del país en 75 mil kilómetros.

La degradación ambiental continúa su curso sin que aparezcan fórmulas mágicas que le pongan su tatequieto a la gradual destrucción de los recursos naturales o que le encuentren solución a las deficiencias en la infraestructura de servicios públicos, la potabilidad del agua, el tratamiento de las aguas residuales y la saturación de las basuras. La superpoblación dispara los altos índices de densidad por encima de los dos mil habitantes por kilómetro cuadrado, y la seguridad hace varios años dejó de ser su fortaleza.

El turismo es el eje central de la economía sanandresana -a cuyo PIB le aporta la tajada mayor- y de él se sostiene directa o indirectamente la casi totalidad de la población. Parte de sus habitantes lo perciben como un mal necesario, ya que no existe alternativa diferente a la de seguir viviendo del desarrollo de la industria, luego de la gradual desaparición de sus tradiciones ancestrales en agricultura y pesca.

Desde 2006 se cobra allí un impuesto de tarjeta de turista, que debe ser destinado para gastos de inversión en infraestructura pública turística y preservación de recursos naturales, pero hasta la fecha son escasos los avances que se registran en cada uno de estos frentes, pese a que el año pasado, solamente, pudieron haber entrado a las arcas departamentales más de $1.200 millones por dicho concepto.

El gravamen, cuyo costo de arranque fue de $26 mil, incluida una existente contribución por el uso de la infraestructura, vuela hoy por los polémicos $105 mil, pero poco se ven los beneficios para el turismo, concretamente, una actividad pujante que en lo corrido de la década, y según registros oficiales, dobló el flujo de visitantes, de 530 mil en 2011 a más de un millón en 2017.

Esta creciente demanda coge fuera de base a todo el archipiélago debido a sus limitaciones en infraestructura hotelera, turística, sitios de interés, servicios públicos, vías y movilidad. Con este bulto de dificultades a cuestas se revive también el debate sobre el fracaso del actual modelo turístico, en el que se ha desatendido la capacidad de carga de las islas, con consecuencias para los recursos naturales y el medio ambiente. La sostenibilidad revive como el único factor que puede evitar un eventual colapso, y si se precisa prolongar la actividad turística hay que empezar por impulsar un turismo sustentable, sostenible y responsable.

La crisis hay que asumirla a través de políticas de Estado que le pongan el acelerador al desarrollo económico y social de la isla y rompan la curva de empobrecimiento que ahorca a sus habitantes. Los recursos que genera el turismo deberían reflejarse, por lo menos, en la ejecución de obras que mejoren la calidad del servicio, consoliden la imagen del destino y salvaguarden su riqueza natural, redistribuyendo beneficios a la comunidad.

La hotelería legal cumple en su medida con las normas de sostenibilidad ambiental y le mete el hombro al tema de la promoción, en el que la administración ha sido esquiva, como se apreció en la pasada Vitrina de Anato, a la que solo asistieron los empresarios. El trabajo que queda es inmenso. Y el tiempo pasa sin que se le baje la temperatura a la olla de presión que no deja de pitar en este hermoso pero desteñido paraíso -el de la barracuda de los ojos verdes y lágrimas azules-, rodeado de problemas y de ciertos tiburones políticos.

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Esta opinión es responsabilidad única del autor, y no compromete al Círculo de Periodistas de Bogotá.