El periodista español Fernando González Urbaneja, en un artículo publicado en Cuadernos de Periodistas, revista de la Asociación de Prensa de Madrid, señala que un creciente relativismo que roza la amoralidad hace que se confunda lo verosímil con lo verdadero. Y afirma: “Se diluyen así las fronteras entre verdad y mentira, reduciéndose a cero el valor moral de la primera y el rechazo de la segunda. El periodismo se enfrenta ahora al reto de restaurar el valor y el mérito de la verdad”.
A finales del pasado siglo, el presidente Clinton estuvo al borde del despido por mentir, por enmascarar sus relaciones con una becaria de la Casa Blanca. Su problema no vino por su “comportamiento inadecuado” (así lo definió el presidente), sino por sus mentiras sucesivas para disimular los hechos. Si aquello no acabó con su carrera política, fue por la insania de la persecución a la que le sometió un fiscal especial y por la benevolencia de las mayorías que le ampararon en el Capitolio, pero el caso restó iniciativa y consistencia a una presidencia que empezó brillante y acabó yendo a menos. A su sucesor, el presidente Bush, y a sus colegas británico (Blair) y español (Aznar), las mentiras sobre las presuntas armas de destrucción masiva de Irak les pasaron factura política y personal (al margen de otros males globales); entonces y ahora, ya que arrastran esa mácula que ensombrece sus desempeños.
Mentir (y que te pillen) no era rentable en política. No lo fue en los Estados Unidos cuando la opinión pública se enteró de que las sucesivas Administraciones mentían sobre el desarrollo de la guerra en Vietnam. Perdieron la guerra en Vietnam y también en casa, frente a muchos norteamericanos asqueados por las mentiras de su Gobierno. La prensa, que primero fue complaciente con aquel conflicto bélico, dejó de serlo cuando se dio cuenta de las mentiras, y las crónicas de sus corresponsales marcaron distancia con las averiadas versiones oficiales.
Aquella época, segunda parte del siglo XX, fue la edad de oro del periodismo, elevado a la condición de profesión con alta reputación, que se ganó la confianza de buena parte de la ciudadanía por su independencia y por su profesionalidad. Walter Cronkite (director y presentador de Evening News, de la CBS, el informativo de más audiencia) era la persona con mayor credibilidad en los EE. UU., y de él decían que nunca se supo qué votaba; hasta el presidente Johnson dijo algo así como: si Walter ya no nos cree, hemos perdido la guerra. Durante esa edad de oro del periodismo, la verdad tenía valor superior, constituía una exigencia y un deber. Quien mentía incurría en el riesgo de rechazo social, descrédito y el desahucio como político.
De entonces acá han pasado unos pocos años y varios fenómenos que podemos calificar de revolucionarios. Entre ellos cabe destacar la eclosión de internet y de las redes sociales, que globalizan y generalizan la información sin discriminación y que rompen el monopolio de los periodistas como mediadores de la información. Un cambio profundo que alteró el modelo anterior y que hoy sigue en fase de consolidación y encaje, una vez ponderadas sus consecuencias, sus enormes oportunidades, pero también los riesgos que comporta y sobre los que hay que ir construyendo barreras y aplicando vacunas.
Para divertir e informar simultáneamente se requiere un talento que no abunda
Han pasado más cosas, si bien lo anterior cuenta entre lo más importante y supone un enorme desafío para las democracias avanzadas, para las libertades y el futuro. Asimismo, cuenta la pérdida de influencia de la llamada prensa de calidad, de cejas altas, que ganó por méritos propios reputación por su trabajo profesional como “perro guardián” de las libertades y los derechos del ciudadano frente a los poderosos, incluidos los Gobiernos. Una influencia que ha sido sustituida por las redes sociales, donde cabe todo lo que se difunde al segundo, y por las televisiones generalistas, en vivo y en directo, que han incorporado la actualidad a su parrilla como oferta para atraer audiencias millonarias. La televisión es información y entretenimiento y, en muchos casos, mezcla de ambos géneros, lo cual puede producir engendros, ya que para divertir e informar simultáneamente se requiere un talento que no abunda.
La televisión, por su propia naturaleza como medio, cuando informa con criterio periodístico, sufre los riesgos de la banalidad, la imprecisión y la manipulación en mayor grado que los medios tradicionales. Para lograr solvencia y credibilidad (que no es lo mismo que captar mucha audiencia), la televisión requiere un esfuerzo editorial de ponderación y profundidad, de verificación y de criterio editorial que roza lo improbable, por costes y por requerimientos profesionales. La información en televisión está sometida a la exigencia de inmediatez y de contar con sonidos e imágenes. Si hay imágenes, hay noticia; si hay testimonios (totales, en la jerga del medio), hay noticia. Importa más disponer de esas imágenes y testimonios que la consistencia de su contenido. Ello sin perder de vista las habilidades y astucias de los emisores de información que se esmeran en manipular, enmascarar, distraer, engañar, con objeto de que los hechos y los datos luzcan como les gustaría que fueran conocidos y entendidos por el público.
Redes sociales (Facebook) y televisión en directo (Fox, CNN…) son los medios de cabecera, los que influyen y configuran la opinión, los que establecen los hechos y el relato conocido y aceptado; ya no necesitan leer los diarios influyentes, sus editoriales y primeras páginas para fijar la agenda informativa y la escaleta de un informativo con horario fijo. Estos nuevos medios se alimentan de múltiples fuentes sin apenas discriminación, arrastran todo lo que fluye sin verificación ni filtro, actúan con enigmáticos algoritmos que ordenan y jerarquizan con criterios misteriosos. Es un nuevo orden muy descontrolado, que no rinde cuentas ante nadie, poco trasparente y sin criterio editorial alguno, ni siquiera preferencias ideológicas identificables, se mueven por su propia inercia e interés al servicio de quien sabe utilizarlos. No rinden cuentas ante nadie y no se sienten responsables de casi nada.
Acontecimientos recientes como la última campaña electoral norteamericana que llevó a Trump a la presidencia, el referéndum británico sobre el abandono de la Unión Europea y, más cerca, el llamado “procés” para la independencia de Cataluña han puesto de relieve que la información circula por estos nuevos cauces más complejos que los anteriores, que la opinión pública disfruta del mayor caudal informativo de la historia, pero envuelto en no poca confusión que complica el ejercicio de distinguir, de separar la paja del grano, la verdad de la mentira, la realidad de la ficción. La información llega directamente a los ciudadanos trufada de verdades y mentiras, de realidad y ficción, de razones y emociones, muchas veces parcial y sin el contexto que ayuda a entender. Y llega también a las redacciones de los medios que han perdido el monopolio de la mediación informativa, aunque siguen siendo validadores de la información, probablemente “tontos útiles” de los protagonistas de este nuevo orden tan desordenado. Cuando un medio publica una noticia, o su apariencia, la da valor, justifica que otros lo difundan y que el público la dé por cierta.
La denominación “noticias falsas” tiene bastante de oxímoron
Para el periodismo profesional, defenderse de la manipulación y las apariencias se convierte ahora en una tarea tan trascendente como la misma obtención de la información. Las fuentes son cada vez más complejas y más hábiles y el agua que mana de ellas incluye alto riesgo de intoxicación. Las noticias falsas circulan con tanta facilidad como impunidad, y como la mala moneda corrompe la buena, la información falsa desplaza la buena. La simple denominación “noticias falsas” (fake news) tiene bastante de oxímoron, de contradicción en sí mismo, como la noche luminosa o el ruido ensordecedor, porque no tendríamos que otorgar el rango de noticia a lo que es falso. Para alcanzar ese rango (asumiendo la definición clásica de que noticia es algo que alguien quiere que no se sepa), la exigencia de veracidad, incluso de razonable veracidad, debe ser una condición previa para ser calificada como noticia. Las falsas noticias solo deberían alcanzar la condición de noticia cuando se denuncia su falsedad.
Un creciente relativismo que roza la amoralidad provoca que se confunda lo verosímil con lo verdadero, sin verificación alguna; lleva a aceptar que la “novela histórica” puede ser ambas cosas (historia cierta, siquiera aproximada o interpretada, y ficción, subjetiva, gratuita y libérrima); diluye las fronteras entre verdad y mentira y reduce a cero el valor moral de la primera y el rechazo de la segunda. Por eso, el periodismo del futuro, sin el cual es inimaginable una sociedad abierta y unos ciudadanos libres, se enfrenta ahora al reto de restaurar el valor y el mérito de la verdad. Esa es la tarea más relevante, urgente y salvadora del nuevo periodismo, cuyo futuro reside en restablecer su íntima relación con la verdad. Lo demás vendrá por añadidura. Cuando se recupere la reputación perdida, será posible alcanzar la viabilidad financiera, un nuevo modelo de negocio sustentado en la independencia y la profesionalidad. Sin estos valores, el periodismo no vale nada y los periodistas no justifican ni siquiera un sueldo precario.
El nuevo periodismo debe volver a poner en valor los elementos tradicionales del periodismo de la segunda parte del siglo XX, un periodismo profesional que busca diligentemente la verdad, que verifica, que construye relatos interesantes, relevantes y contextualizados, que ofrece espacio para el debate público, que da voz a los que no la tienen, que respeta la conciencia y la libertad individual y que hace posible que quienes se dedican a esa profesión vivan de ella, y no de otros intereses.
Más que nunca, el periodista tiene que aprender a ponderar y practicar la ponderación al seleccionar y ordenar la información
Para ese periodismo renovado, que vuelve a sus principios, una de las herramientas adecuadas se llama “ponderación”, entendida como capacidad para seleccionar, ordenar, valorar y distinguir. El concepto de “ponderar” no se explica en las escuelas de periodismo ni se escucha en las redacciones. Es un concepto más frecuente en el ámbito judicial a la hora de redactar providencias, autos o sentencias que en el ejercicio del periodismo. Pero, ahora más que nunca, el periodista tiene que aprender a ponderar y practicar la ponderación a la hora de seleccionar y ordenar la materia prima informativa. El diccionario de la Real Academia Española dice que ponderar significa: “determinar el peso de algo” o “examinar con cuidado algún asunto” o “contrapesar, equilibrar”. Como el idioma es rico en significados, ponderar también puede significar: “exagerar o encarecer”, pero esa es la tercera acepción que no es la que sirve en este trance.
Ponderar significa entender que no todas las versiones tienen el mismo valor, que no todos los hechos tienen la misma relevancia, que no todas las voces tienen el mismo interés. Con ofrecer todas las versiones, sin ponderarlas, no se construye un buen relato. No es lo mismo la opinión y la versión de la víctima que la del victimario, la del experto que la de un testigo ocasional o incidental. Las opiniones más fáciles de obtener no suelen ser las más valiosas ni las más confiables. Es de sentido común que a la hora de construir una información, por ejemplo, 70 segundos de una pieza para un informativo de televisión, hay que ponderar el valor de las piezas disponibles para hacer una con sentido, inteligible. Ponderar las voces que van a participar en un debate o en una tertulia no debe dar preferencia al más bravo, al que habla más alto o al que sostiene posiciones más extremas o más alineadas, ya que así no se propicia la mejor información ni se ofrecen las opiniones más fundamentadas.
Ponderar significa no confundir el peso con el volumen, no todo lo grande es pesado, ni al revés. Ponderar significa distinguir entre lo sustancial y lo insustancial. Ponderar supone evitar que la extravagancia se imponga como relevante o significativo, que lo excepcional no parezca ordinario, que lo exagerado no desvirtúe lo real. Cuando los gestos dominan el escenario, se puede ganar en espectacularidad, pero con riesgo de traicionar la verdad.
No es fácil identificar un político más mentiroso que Trump, trolero acreditado, con pequeñas y grandes mentiras, que las dice de forma sistemática y contumaz. Aunque por ello no sufre rechazo público: para unos, dice lo que ellos piensan; para otros, es como los demás políticos, pero más espontáneo y novedoso, más descarado e incluso más auténtico en su papel de mentiroso. Y él mismo no se avergüenza, no tiene abuela que le apele a ser decente. Las mentiras de Trump forman parte de su ser natural. Además, dispone de recursos tan simples como un teléfono inteligente y una red de difusión como Twitter, donde cabe cualquier desahogo que se extiende tan rápido como la luz a millones de personas que multiplican los mensajes, sobre todo cuando son bravos. Lo emocionante se antepone a lo razonado, el insulto gana al juicio tolerante y el odio se impone a la piedad. Trump fue el candidato que consiguió más espacio en los noticiarios de las televisiones sin recurrir a la publicidad. Y no por la densidad de sus mensajes, sino por su exageración y extravagancia. Los noticiarios cayeron en la tentación de secundar a un candidato locuaz y rompedor, y él supo provocarlos, utilizarlos y, finalmente, despreciarlos.
Como Trump, los promotores del brexit contaron mentiras sin cuento para justificar su pretensión, jaleados por un amplio sector de la prensa británica, londinense en concreto, infectado de un nacionalismo y un hegemonismo trasnochados, si bien emocionantes y emocionados. Cuando los del brexit ganaron el referéndum, reconocieron muchas de esas mentiras con naturalidad, como si fuera un juego inocente. Más aún, reprocharon a los derrotados por haber perdido, porque en sus planes no estaba previsto ganar y gestionar ese triunfo, tal y como vienen acreditando en la negociación para la desconexión que va dando tumbos en espera de algún acontecimiento no previsto que les devuelva a la casilla inicial o, quizá, que emerja el alabado genio británico para salir del embrollo.
Porque el brexit, fundamentalmente, es un sentimiento o un resentimiento, y también un problema interno del Partido Conservador que su anterior líder, el señor Cameron, quiso resolver implicando a todo el pueblo británico en un referéndum; pero que, como suele ocurrir en ese tipo de consultas, los ciudadanos votaron sin calcular unas consecuencias que no les habían explicado suficientemente. Por eso a las pocas horas eran muchos los que querían replantear la consulta y los que reconocían que, si hubieran sabido el resultado, su voto hubiera sido distinto. El debate del brexit discurrió con flagrantes mentiras que apenas han pasado factura, más allá del desmoronamiento del partido de Mr. Farage y el desconcierto de los otros partidos tradicionales, que ya andaban confundidos antes del referéndum. (Nota nuestra: algo parecido sucedió con el sí y el no en Colombia)
Lo curioso es la ausencia de respuesta, el silencio ante las mentiras
Un caso semejante lo estamos viviendo en España con el procés catalán hacia la independencia, aparentemente muy bien planificado y comercializado (un pueblo y una voz, dijo Puigdemont en su mensaje institucional tras el discurso del rey el 3 de octubre, una de las falacias más flagrantes del discurso independentista, pues es obvio que Cataluña es plural). Cuando se tocaba el objetivo, en ese momento de la verdad, el procésse desmoronó como un castillo de naipes mal levantado. Para llevarlo adelante, las mentiras y las promesas de difícil cumplimiento desempeñaron un papel esencial. Lo curioso es la ausencia de respuesta, el silencio ante las mentiras. El debate en una televisión catalana privada (8TV) entre Borrell y Junqueras, que ahora suma varios millones de visualizaciones en YouTube, puso de relieve la insolvencia de los argumentos del independentismo; no obstante, apenas hemos asistido a debates semejantes. Cada parroquia ha procesionado con sus parroquianos, con esa polarización que anula el debate y la reflexión; cada oveja con su pareja sin atender a la historia, a los datos y a las razones.
Los medios y los periodistas tienen derecho al alineamiento, a defender lo que les parezca oportuno, pero sin disimulos, enseñando sus preferencias. Y quienes pretenden ejercer la profesión con independencia, buscando la verdad, tienen el deber de resistirse a la manipulación, a las mentiras, las cuales deben denunciar, porque su misión no es satisfacer a las fuentes, sino servir a los ciudadanos, contar con honradez la historia de cada día.
Fernando González Urbaneja, Periodista y miembro de la Comisión de Arbitraje, Quejas y Deontología del Periodismo.