¿Por qué Colombia ha perdido la confianza en sus periodistas?

JUAN GOSSAIN 

para EL TIEMPO

Foto: Istock

Hace menos de un mes que en Colombia se conmemoró el Día del Periodista.
Los lectores tendrán que perdonarme, pero me parece que precisamente por ese festejo anual, y por la realidad que estamos viviendo en estos tiempos electorales, se me ha metido en la cabeza la idea de hablar con ustedes sobre la realidad actual del periodismo en Colombia, sobre la crisis que estamos atravesando, sobre la creciente pérdida de confianza de la opinión pública en los periodistas y en los medios de comunicación.

Tratándose de un tema tan delicado, hay que hablar claro desde el principio, sin tapujos ni piruetas. Hay que llamar a las cosas por su nombre. Y, por mucho que me duela hasta el fondo del alma, ya que el periodismo ha sido mi único oficio durante cincuenta años, invoco que a partir de este momento venga a ayudarme el dios de la franqueza.
Empiezo por recordar que Guillermo Cano, el gran maestro, que prefirió sacrificar su propia vida para no tener que someterse a las pretensiones criminales de los narcotraficantes, que lo asesinaron porque no pudieron acallarlo y obligarlo a tergiversar las noticias, escribió en El Espectador estas palabras, hace ya cuarenta años: “El cimiento más firme de un periódico respetable es su credibilidad”.
Son las palabras sabias de un auténtico maestro.

Las redes sociales

Y entonces, para maravilla y encanto de la humanidad, aparecen las nuevas tecnologías informativas. Colombia, como el mundo entero, celebra con júbilo. Nos llega el nuevo periodismo cargado con los más prodigiosos inventos del mundo para transmitir las noticias, las mejores imágenes y las más encantadoras, con sonidos y colores llamativos, la fascinante inmediatez y su fácil acceso.

La prensa tradicional –periódicos, radio, televisión, revistas– empieza a resentir aquella competencia demoledora.

Yo no voy a comprar un periódico –se dice a sí mismo el ciudadano–, si puedo ver las noticias gratuitamente, y llenas de belleza, en mi celular”.

Es entonces cuando nacen las redes sociales, que se transforman rápidamente en los nuevos medios de comunicación. Todo el que quiere va fundando su propio informativo. Lo malo es que los usuarios no se percatan, inicialmente, de lo peligroso que en materia periodística puede ser ese invento prodigioso de las redes: que sus dueños se convierten, de un solo golpe, en fuente informativa que origina una noticia y el medio de comunicación que la divulga.

Es decir, simultáneamente son autores y difusores de sus propias versiones. Qué tal eso. He ahí la cuna incestuosa en que nacieron, hijas de los mismos padres, la tergiversación, la adulteración, la manipulación y la falsedad en las noticias contemporáneas.

¿Y los medios tradicionales?

Estamos de acuerdo: son maravillosas nuestras tecnologías modernas, sin duda alguna. Pero nada de eso, nada, sustituye lo más valioso que tiene el periodismo, lo invariable desde el día en que nació, en Viena, hace ya quinientos años, cuando apareció el primer periódico que se conoce.

Ustedes son la sal de la tierra. Pero, si la sal se corrompe, ¿quién salará la tierra?

Me refiero a los principios invariables y los valores morales del oficio, como la ética profesional, la verdad por encima de todo, la imparcialidad política, la objetividad.
De manera, pues, que la explosión de redes sociales fue desplazando a los medios tradicionales en la vida cotidiana de la gente. Y, como es natural en toda empresa que pierde su clientela, se vino la crisis económica. En las emisoras, los programas de televisión, las estaciones de radio y las oficinas de revistas y periódicos, los administradores y gerentes empezaron a ver cómo recuperaban lo perdido.

A muchos de ellos, en todas las regiones del país, se les ocurrió reducir sus nóminas de periodistas. Los gerentes se hicieron esta reflexión: para qué seguirle pagando tanto dinero a tanta gente si se pueden copiar, gratuitamente, las noticias que salen en las redes. A partir de ahí fue el desastre, porque las mentiras que hasta entonces aparecían en las redes sociales, ahora empezaron a duplicarse en incontables órganos de prensa. A duplicarse, no: a multiplicarse. Se regaron por todos los confines de Colombia.

…y llegó la política

Bueno, señores. En esas andábamos cuando llegó esta temporada de elecciones para el Congreso Nacional y, como si fuera poco, también para la Presidencia de la República. De ahí en adelante la política hizo que la crisis periodística siguiera subiendo. Se ha perdido la confianza de la opinión pública.

Y, como si fuera poco, azuzados por buena parte de la prensa y de la clase política, los propios ciudadanos se han dedicado ahora a la rabieta, las peloteras, la agresión, la violencia. Ya la gente no habla, sino que grita. Ya ni siquiera saludan, porque, cuando se encuentran contigo, lo primero que hacen ya no es preguntarte cómo estás, sino por quién vas a votar. Y empieza el regaño más agresivo.

En un país estremecido por la intolerancia, esta situación se ha vuelto tan grave en los últimos tiempos, y el futuro de Colombia está en un riesgo tan evidente, que muchas personas, empezando por mi propia esposa y mis amigos más cercanos, llevan varios meses insistiéndome en que diga algo, que escriba algo sobre eso, que deje por escrito las reflexiones que hago en privado, y que son las mismas que ustedes están leyendo en esta crónica.

La sal de la tierra

La dolorosa verdad, aunque nos rompa el alma tener que reconocerlo, es que los periodistas también hemos caído, como el país entero, en ese mismo lodazal. Los medios de comunicación han ido sucumbiendo a las tentaciones políticas, económicas, sociales.

Los primeros y auténticos reporteros que yo conozco fueron los autores de la Biblia. Aquí viene a mi memoria aquel episodio relatado por el evangelista Mateo y en el cual Jesús increpa a los primeros cristianos que existieron porque también ellos, como los escribas y fariseos, se estaban dejando corromper por los malos ejemplos. Y les recordó aquella tradición según la cual, para obtener mejores cosechas, los campesinos de su época solían echarle sal a la tierra. La sal es limpia, pura y fértil. Sirve de abono en los cultivos.

Ustedes son la sal de la tierra –les dijo Jesús–. Pero, si la sal se corrompe, ¿quién salará la tierra?”.

Yo he creído siempre que el periodismo es la sal de la tierra, especialmente en un país como Colombia, donde la corrupción lo ha invadido todo, campea a lo largo y ancho del país, infecta cualquier actividad y es, incluyendo el covid, el peor virus que nos ha caído encima.

De tal forma que, si hasta la prensa reconocida y respetada se está dejando llevar a los pantanos de la politiquería, de la manipulación y la mentira, ya no sé quién va a salar nuestra tierra. ¿Qué es, entonces, lo que nos espera a la vuelta de esta esquina electoral?

Al rescate

Gracias a Dios, no todo se ha perdido. Todavía queda una luz de esperanza.

El otro día, mientras participaba en una conferencia virtual con un grupo de periodistas de diferentes regiones colombianas, expuse estas mismas reflexiones que ahora estoy escribiendo. Me oyeron los colegas –en su mayoría mujeres– que integran la junta directiva del Círculo de Periodistas de Bogotá (CPB), una de las instituciones más respetables y reconocidas de nuestra profesión.

Días después recibí una llamada suya invitándome a una reunión de larga distancia para hablar del tema. La hicimos, y no solo una, sino varias veces. Estamos organizando una campaña en la que pretendemos convocar a toda la prensa del país para que, unidos, vayamos al rescate del verdadero periodismo colombiano.

La convocatoria no solo va dirigida a los periodistas sino también a los ciudadanos, a las universidades de periodismo (incluyendo alumnos y profesores), a los gremios privados de empresas periodísticas, a críticos de prensa, y a todos los que contribuyen a ella con su trabajo: reporteros y fotógrafos, locutores y camarógrafos, gerentes, publicistas, administradores, al ascensorista, las secretarias, el mensajero, los impresores, los que manejan el camión de reparto, voceadores y vendedores callejeros, a todo el que trabaja haciendo algo en el periodismo colombiano.

El 76 % de desconfianza

No será la primera vez en nuestra historia que la prensa, digna y honradamente, ayude en la formidable tarea de rescatar a Colombia de un peligro tan grande como el que estamos viviendo en estos días.

(Les cuento que en este preciso momento se está preparando ya la primera gran encuesta nacional para establecer con precisión las razones que tiene la opinión pública para desconfiar del periodismo colombiano. La cosa va caminando ya).

A propósito de encuestas, las más serias y confiables que se han conocido en los meses recientes indican que solo el 27 por ciento de los colombianos tiene confianza en la prensa. El otro 73 por ciento desconfía de ella, de su veracidad, de su seriedad, de su ética, de su imparcialidad. Son tres de cada cuatro personas, nada menos.

Llegamos al final. Y, como ustedes lo habrán notado a lo largo de su lectura, esta crónica es, realmente, una confesión pública. Porque ya es hora de hablar con franqueza sobre nosotros mismos y nuestro trabajo. Con crudeza, si fuese necesario.

Epílogo

La situación que está viviendo nuestra Colombia en estos tiempos electorales, cuando reinan la confusión y el desorden, además de las sombras que se asoman en el futuro, no admite pañitos de agua tibia. Ante circunstancias como esta, los campesinos de mi tierra suelen decir que el palo no está para cucharas.

Yo les pido a mis colegas, con el corazón en la mano, que nos unamos todos para recuperar la credibilidad y el respeto de nuestro periodismo. Para que volvamos a los viejos principios morales de nuestra profesión. Es decir, de nuestras vidas.

Y ya que estamos en época de pandemia, no olvidemos nunca, compañeros, que la prensa es la única vacuna que le va quedando a Colombia contra la corrupción. Ya es hora de que le pongamos tres dosis al país.

CRÓNICA
JUAN GOSSAIN
ESPECIAL PARA EL TIEMPO 

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