El coautor de “¿Por qué fracasan los países?” se pregunta si en la implementación del Acuerdo de Paz con las Farc el país será capaz de emprender una reconfiguración radical en la relación del Estado con la sociedad que le permita poner fin a esa cierta inevitabilidad de la guerra civil que ha operado siempre.
De manera que Colombia tiene un acuerdo de paz y el presidente Juan Manuel Santos y su extraordinario equipo negociador le han entregado un magnífico regalo de navidad al país. En cierto modo, sin embargo, esto no es nada nuevo. Colombia siempre ha sido un país de acuerdos de paz; así fue diseñada. El artículo 91 de la Constitución de 1863 (más conocida como Constitución de Rionegro) decía:
“El derecho de gentes hace parte de la legislación nacional. Sus disposiciones regirán especialmente en los casos de guerra civil. En consecuencia, puede ponerse término a ésta por medio de tratados entre los beligerantes, quienes deberán respetar las prácticas humanitarias de las naciones cristianas y civilizadas”.
Esto es lo que acabamos de tener: un tratado entre beligerantes, aun cuando es claro que ni las Farc ni el Gobierno colombiano han respetado las prácticas humanitarias de las naciones cristianas y civilizadas. Esta cláusula, cuyo primer borrador fue escrito por el político liberal Salvador Camacho Roldán, surge del reconocimiento de que la guerra civil es imposible de evitar; apenas puede ser manejada y negociada.
La inevitabilidad de la guerra civil se hizo manifiesta en los códigos penales. El Código Penal de 1980, vigente hasta su modificación en el año 2000, decía: “Los que mediante el empleo de las armas pretendan derrocar al Gobierno Nacional o suprimir o modificar el régimen constitucional o legal vigente, incurrirán en prisión de tres a seis años”. En el código previo a este, promulgado en 1936, la pena era de seis meses a cuatro años. ¿Seis meses en prisión por tratar de derrocar el Gobierno? Con razón que tanta gente ha estado dedicada a la guerra civil. Y con razón también que existe impunidad para los culpables de las Farc y del Ejército; la impunidad ha sido siempre parte del sistema.
El misterio es por qué Camacho Roldán y los liberales que se reunieron en Rionegro pensaron que las guerras civiles eran inevitables. Esto es algo que no parece ser cierto en el resto del mundo, ni siquiera en América Latina. La razón, como lo ha mostrado mi investigación con Leopoldo Fergusson y Javier Mejía en la Universidad de los Andes, es que para detenerlas se requeriría de un Estado moderno, con un sistema fiscal, una burocracia y un aparato judicial que tuvieran el poder de erradicar las causas sociales del conflicto y además establecer un monopolio de la violencia en el país, algo que el sociólogo alemán del Estado Max Weber considera el sine qua non de un Estado.
Pero los líderes liberales de 1863 y las élites colombianas que los han sucedido vieron peligrosamente perjudicial para sus intereses la construcción de ese Estado. Les preocupaba que este fuera capturado por un interés regional, cuando su mayor preocupación eran el general Tomás Cipriano de Mosquera y sus caucanos. Les inquietaba también que un Estado tal les aplicara impuestos y removiera la discreción que les había resultado tan provechosa para imponer las reglas, acaparar la tierra y manipular las instituciones colombianas en su favor. Sin un Estado moderno, la guerra civil era inevitable. El Artículo 91 lo anticipó y se enfocó a manejarla. Era el menor de los males.
¿Cuáles fueron los efectos del Artículo 91 y sus códigos penales subsecuentes? El más obvio es que Colombia experimentó desde entonces 150 años de prolongadas guerras civiles. La segunda consecuencia, menos obvia, fue que Colombia se convirtió en uno de los países más inequitativos del mundo. El menor de los males. Tercero, la consecuencias para el desarrollo económico también son evidentes.
El mismo Camacho Roldán calculaba que el ingreso per cápita colombiano era alrededor del 30 % del estadounidense. Hoy está alrededor del 23 %. Durante los últimos 146 años, Colombia se ha mantenido incesantemente más pobre en comparación con los Estados Unidos, con una brecha aún mayor en términos de calidad de vida. Interesante que la brecha actual se haya mantenido desde los años cuarenta del siglo pasado, antes de que las Farc se fueran al monte en 1964 y antes de que cualquiera escuchara hablar de coca. Ninguna de las dos cosas parece que hayan cambiado la trayectoria económica de largo plazo del país.
Ha habido, por supuesto, un significativo progreso social y económico durante este tiempo. Infortunadamente, empero, el impulso detrás han sido intentos de estabilizar, pero no de cambiar, el acuerdo de Rionegro. El país se benefició enormemente de las reformas educativas introducidas luego de La Violencia para tratar de solucionar algunos de los problemas sociales que se pensó que la habían exacerbado. También se benefició de la expansión del gasto estatal y del sistema de salud que surgió de la Constitución de 1991. Esta Constitución trajo también importantes avances para las poblaciones afrocolombianas e indígenas. Sin embargo, estas reformas fueron una respuesta al daño colateral que creó el sistema diseñado en Rionegro, bajo la máscara de Pablo Escobar y Carlos Castaño. Fue la más bien fortuita presencia de varios antiguos miembros del grupo guerrillero M-19 en la Asamblea Constituyente lo que llevó a un desarrollo más ambicioso en el aspecto social.
¿Dónde nos deja todo esto en términos del actual Acuerdo de Paz? Se desmovilizarán y, con suerte, se reintegrarán miles de miembros de las Farc, quienes podrán intentar hacer algo socialmente más constructivo con sus vidas que secuestrar, asesinar y aterrorizar a la gente. Ojalá que también traiga, si no justicia, un cierre para los cientos de miles de víctimas del conflicto que les ayude a rehacer sus vidas. Puede que haya algún desarrollo rural. La producción de coca puede que se reduzca. Las Farc tendrán unos pocos años en el horizonte político y después, a juzgar por el resultado del plebiscito, se marchitarán. Pero el esquema de Rionegro prevalecerá; las Farc quizás encontrarán una manera de entrar en el círculo del poder y tener una tajada del ponqué. Y Colombia seguirá pobre, desigual y propensa al conflicto. Es el menor de los males.
El presidente Santos y su equipo han conseguido algo extraordinario. Pero el país ha estado aquí antes. El presidente haría bien en seguir las palabras del político británico Winston Churchill al final de la Batalla de El Alamein, en 1942, cuando el Ejército Británico derrotó a los Afrika Korps de Rommel: “Este no es el final. No es siquiera el comienzo del final. Pero es, quizás, el final del comienzo”. Es el momento de llevarlo al siguiente nivel y enfrentar los problemas fundamentales que han mantenido a Colombia pobre, desigual y propensa al conflicto durante tantos años.
Las soluciones a estos problemas no están en el Acuerdo de Paz con las Farc, pero hay pistas que implican una reconfiguración radical en la relación del Estado con la sociedad. El presidente Santos tiene una ventana de oportunidad para darle arranque. Si lo hace, puede moverse hacia el comienzo del final. Y no tiene que ir muy lejos para buscar modelos de cómo hacerlo. Su propio comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, ha venido proponiendo durante los últimos años su versión de dicha reconfiguración, la así llamada Paz Territorial. Los detalles deben ser debatidos y evaluados, pero la necesidad no.
El presidente Santos confió en Jaramillo para que sacara adelante el Acuerdo de Paz. Y cumplió. ¿Por qué no confiar en su juicio y sus instintos otra vez? ¿Qué pasa si no lo hace? Pongamos atención al “quizás” en el discurso de Churchill. En unos años, el Premio Nobel de Paz del presidente podría verse deslucido.
* Coautor con Daron Acemoglu del libro “¿Por qué fracasan los países?”.
Tomado de:El Espectador.com