Este año puso a prueba la credibilidad en la democracia en el mundo. Fue el año de los ‘emberracados’ contra el establecimiento tradicional.
Un fantasma recorrió el mundo en 2016 y amenaza con expandirse en el futuro: el populismo. Los avances de fuerzas contestatarias contra el establecimiento político en Reino Unido, Estados Unidos, Francia, Austria, Alemania significan que algo muy profundo cambió. Los voceros de la rabia ciudadana obtuvieron victorias sonoras con Donald Trump y con el brexit, avances impresionantes con Norbert Hofer en Austria, y desafíos impredecibles para 2017 con el Frente Nacional francés y la Alternativa para Alemania, mientras Podemos en España y Syriza en Grecia ya se ganaron un espacio durable en sus países. El fenómeno se ha sentido en todas partes.
Y en todos los continentes tiene rasgos comunes. La palabra populismo, normalmente asociada con elementos antidemocráticos, se está usando para calificar la nueva corriente. También se habla de nacionalismo, con sus connotaciones de egoísmo y de enfocar las decisiones de gobierno en intereses nacionales. Otro hilo conductor es la rabia: la gente ha salido a la calle –y a las urnas- para tratar de sacar a quienes han estado en el poder en los últimos años. Sienten que el gobierno no funciona porque está desconectado de la gente, y buscan canales directos de expresión, sin tantos intermediarios y representantes, sin normas, ni jefaturas, ni corrección política, para lo cual el avance desbordado de las redes sociales ha sido un instrumento ideal.
Victorias como las de Donald Trump, el brexit e incluso el No en el plebiscito por la paz en Colombia resultaron sorpresivas e inesperadas, porque los factores tradicionales del poder –los partidos, los liderazgos de siempre, los medios de comunicación- defendían las alternativas que resultaron derrotadas, y porque las encuestas –ahora en el grupo de las tradiciones cuestionadas- habían pronosticado resultados distintos. También convergieron en otro punto: sacaron a flote la rabia popular contra las hegemonías tradicionales, la manipulación desde las cúpulas, la falta de espacios para gritar consignas distintas a los de la cultura política predominante. El bisiesto 2016 fue el año de los ‘emberracados’ contra la política tradicional.
Populismo de derecha, nuevo nacionalismo, partidos de la rabia. Las denominaciones varían porque aún falta precisar las características de lo que está ocurriendo y porque la batalla por calificarlo de manera favorable o crítica una vez más se siente en el terreno de las palabras. Para algunos, defensores de la democracia representativa y de las instituciones vigentes, se trata de un peligro que augura tiempos tormentosos para el sistema basado en la elección de gobernantes por voto popular, el ejercicio equilibrado del poder con contrapesos y un Estado garante de los derechos fundamentales. Para otros, en la cresta de la ola de moda, los actuales son tiempos propicios para renovar conceptos y para construir una oportunidad de sincerar las falencias de los sistemas políticos dominantes y para renovar las elites del poder.
No es la economía
Hace más de dos décadas, Bill Clinton llegó a la Presidencia de Estados Unidos tras derrotar al favorito George Bush padre. Su campaña descubrió que al electorado no lo movían los asuntos de defensa nacional –en ese entonces concentrados en la primera guerra del Golfo-, sino los que tenían que ver con su vida cotidiana y con su bolsillo. “Es la economía, estúpido”, escribió Clinton en su despacho para recordar que no debía salirse en sus discursos de la propuesta de invertir menos en seguridad para hacerlo en crear empleo y en planes sociales. Ninguna campaña electoral exitosa en los últimos 20 años no ha seguido esa línea: proponer empleos, controlar inflación y subsidiar la salud y la educación.
Ahora, el triunfo de Trump demuestra que en los tiempos que corren “no es la economía”. La candidata demócrata, Hillary Clinton, tenía todo lo que se necesitaba para ganar en la tradición de la mercadotecnia electoral: un antecesor, Obama, miembro de su partido y con más de 50 por ciento de aprobación, desempleo de menos de 5 por ciento e inflación controlada. Pero en Estados Unidos, como en casi todas las elecciones recientes, los votantes buscaron otras alternativas. Optaron por alguien descontento con las costumbres políticas.
Y si no es la economía, ¿entonces qué es? El populismo no es una ideología. Hubo versiones de izquierda en América Latina en el siglo XX y una nueva versión más reciente que trató de unificarse en torno al Alba, liderada por Hugo Chávez. Pero también hay, y ha habido, populismos de derecha. El populismo es una forma de ejercer el gobierno que normalmente reúne la mayoría de los siguientes elementos: un líder carismático que centraliza el poder, un discurso crítico frente a las elites, maltrato a las formas tradicionales, desprecio por los partidos tradicionales, y un discurso promesero y demagógico.
Es frecuente que el populismo tenga un fuerte componente nacionalista, y en la naciente versión del siglo XXI este se ha fortalecido en relación con el creciente fenómeno de inmigración causado por las oleadas facilitadas por el levantamiento de fronteras que trajo la globalización. Sobre todo en el primer mundo: en Europa y Estados Unidos se ha vuelto muy rentable para la política interna proponer limitaciones al ingreso de extranjeros, imponer más controles –¡hasta un muro!– y expulsar a los ilegales. Trump no ha sido el único beneficiario de esta actitud. El propio Obama ha realizado el mayor número de deportaciones de la historia. Ni qué decir en Alemania, Austria y otros países europeos. Por cuenta de la migración, el populismo dejó de ser un fenómeno exclusivo del tercer mundo, visto con desdén por los países desarrollados, y se convirtió, ahora, en una de las características del mundo más “avanzado”.
Lo cierto es que, al volar la última hoja de 2016, el mundo se preocupa por la interpretación del momento histórico. El futuro próximo aparece como una combinación de incertidumbre y pesimismo. Por una parte, porque la política de los indignados, al propagarse, significa una especie de salto al vacío. Una corriente de emociones que tiene más claro lo que quiere derrumbar que lo que anhela construir en su lugar. La democracia puede salir maltrecha. Y de otra, por las fisuras que se abren en el orden internacional. El nacionalismo, por definición, obstaculiza la cooperación y pone en segundo plano los pactos, para trabajar en forma conjunta en pro de intereses globales. Ante desafíos como los que implican el terrorismo internacional, el cambio climático, los estupefacientes, la carencia de instrumentos de trabajo mancomunado acercaría al mundo a un escenario peligroso en el que tienen mucho más que perder los países débiles.
¿Y Colombia?
Algunos consideran que la campaña y el triunfo del No en el plebiscito sobre la paz son la versión colombiana del fantasma que sacude la política en los cinco continentes: la voz de los ‘emberracados’, el triunfo de la rabia contra las instituciones políticas tradicionales. Igual que otras elecciones de 2016, el No triunfó inesperadamente por múltiples causas, de las cuales fue apenas una la preferencia –a favor y en contra- del acuerdo con las Farc. Los ganadores también votaron contra los derechos de la población LGBTI, contra la reforma tributaria, contra una eventual ‘venezolanización’ de Colombia. Estas rabias inundaron las redes sociales con argumentos más emotivos que racionales y con discursos que en muchos casos cayeron en lo que se ha llamado la política de la posverdad: exageraciones, datos falsos, mentiras abiertas que hoy se pueden difundir de forma masiva y sin responsabilidades transparentes. Tanto en el campo del No, como en la orilla del Sí, se acusa a la contraparte de haber incurrido en estas prácticas.
La campaña del plebiscito, su resultado y sus consecuencias, fue distinta a las que el país conoce. En parte, porque se trataba de una convocatoria a las urnas con muy pocos precedentes –si acaso, el plebiscito de 1958- y diferente a una competencia normal entre candidatos para un cargo. Pero es válido plantear si, como está ocurriendo en el mundo, también aquí hay un cambio en las prácticas políticas: en los discursos y actividades de campaña que son efectivos para alcanzar votos. Y, sobre todo, si esas modificaciones en el comportamiento de los electores son, más que un episodio aislado, una tendencia hacia adelante.
En 2017 se sentirá cada vez más la precampaña electoral para elecciones en las que podrán participar candidatos del partido que surja de la desmovilización de las Farc. Con la creciente polarización entre santismo y uribismo, es probable que el debate vuelva a centrarse el proceso de paz de La Habana. Un campo fértil para candidatos que intenten asumir la vocería de los ‘emberracados’, la expresión que utilizó el gerente de la campaña del No, Juan Carlos Vélez, para subrayar su éxito.
Pero el temor al populismo en Colombia se siente en ambas orillas del espectro político. En la derecha consideran que las Farc, al proponer un gobierno de transición a partir de 2018, pretenden precisamente abrir las puertas a un proyecto castro-chavista, que muchos catalogan de populista. Y en la izquierda, en cambio, consideran que la oposición al ingreso de las Farc al escenario político podría permitir que en la derecha se construya una alternativa anti-Farc –semejante a la que triunfó con el No- de corte también populista, a semejanza del modelo Donald Trump e impulsada por la llegada del magnate a la Casa Blanca.
Lo cierto es que las visiones sobre la paz –la positiva y la crítica- siguen siendo como el agua y el aceite. El plebiscito del 2 de octubre iba a ser la última palabra para cerrar la controversia, y solo profundizó la polarización y llevó el debate hasta 2018. Mientras en la penúltima semana del año The Economist resaltaba a Colombia como el país ejemplo de los últimos 12 meses, en la oposición se agudizaba el discurso para hablar del país como una dictadura equiparable a la de Venezuela. Santos es el presidente que firmó la paz, recibió el Nobel, y es admirado en la comunidad internacional. La oposición, encabezada por Álvaro Uribe, interpreta los sentimientos de los ciudadanos que preferirían un gobierno más eficaz para solucionar sus problemas cotidianos. Cada corriente es muy fuerte en un escenario: Santos, en el internacional, Uribe en el nacional. Con un panorama así, ¿qué tipo de estrategias proselitistas optarán los aspirantes presidenciables? ¿Acudirán al ‘todo vale’ para ganar la credibilidad de los ‘emberracados’? ¿Quién canalizará el descontento, y cómo?
En la campaña para las elecciones de 2018 el discurso de la rabia no se va a limitar al uribismo. Otros candidatos, que incluso hacen parte de la Unidad Nacional, son conscientes de su valor estratégico. El peligro es que una competencia por ganarse la bandera de los indignados termine en un desborde de demagogia y en una batalla campal en la que lo único que queda es una convergencia en el ataque a las instituciones de la democracia liberal.
El panorama que se abre para Colombia en 2017 no es tan distinto al dilema que se aproxima para el mundo. La segunda vuelta presidencial de 2014, disputada entre el uribismo y una alianza de centro e izquierdas, terminó con la reelección de Santos. Sin embargo, con una alineación de fuerzas semejante, el No derrotó al Sí en el plebiscito por la paz. Un pulso así, entre una coalición de liberales e izquierdas, detuvo en Austria a la opción de la derecha nacionalista. Y podría parecerse a lo que ocurrirá en el balotaje de las presidenciales francesas, en las que la centroderecha y el socialismo se podrían unir contra la ultraderechista Jean-Marie Le Pen.
Al final, el desborde de las rabias y la tentación populista solo puede llevar a uno de dos escenarios. El primero, el comienzo de una era de incertidumbre en la que se van derrumbando los cimientos de la democracia representativa. Y el segundo, una reacción contra el embate populista, que termine por fortalecer la credibilidad en las instituciones liberales. Un pronto regreso del péndulo, o la reconstrucción de la idea democrática. Los primeros días de Donald Trump serán un factor clave para entender cuál será el rumbo. Tal vez es muy pronto para predecir catástrofes, pero sin duda son tiempos para estar alerta.
Tomado de: Semana.com