A las cinco de la mañana fue cuando al médico Fabio Grandas se le comenzó a estrujar la humanidad: a esa hora, este cirujano de la Universidad Nacional especializado en trasplantes practicaba una extracción de hígado y riñones.
Faltando minutos para culminarla, una de sus asistentes le dijo que el paciente que estaba en el primer lugar de trasplantes, según el Instituto Nacional de Salud, se llamaba Kevin.
Kevin llevaba tres años en físico combate contra la muerte: una falla renal lo obligaba a ir cuatro veces al día a tratamiento de diálisis, amarrado a un catéter y, en consecuencia, con la vida por el suelo. Y apenas tenía siete años de edad. La asistente le dijo a Grandas que Kevin vivía en Florencia (Caquetá). “Hay que buscarlo ya”, le respondió.
En segundos, la enfermera encargada de ubicar los pacientes para trasplantes agarró su celular para llamar al hogar de Kevin. Nadie respondió. Marcó otros números, pero resultaron errados. Algo parecido sucedió con los teléfonos de la Gobernación y sus dependencias, con centros de salud y hospitales locales. “Hay que buscarlo por cielo y tierra, Florencia no es tan grande”, repetía cada vez que le informaban que no lo ubicaban. La angustia era total: el riñón había que colocarlo máximo a las 24 horas de su extracción. Y si no se hacía, Kevin debía esperar tres, cuatro o más años para hallar otro donante compatible como el que tenía ahora: otro niño.
A las dos horas de la angustiante búsqueda, localizaron a la mamá de Kevin, pero se demoró diez minutos en responder. El celular temblaba en las manos de la enfermera y cuando al fin respondió, su respuesta no pudo ser peor: “No tengo plata para tomar un avión y ni siquiera para un bus que se demora 18 horas. Dígale al médico que muchas gracias”. La primera reacción de Grandas fue un disgustado: “No puede ser”, al que siguió un rotundo: “Sí puede ser”.
Ese ‘puede ser’ era la Patrulla Aérea Civil (PAC), en donde es piloto y médico voluntario desde hace años. Ahí mismo llamó al empresario y también piloto voluntario Camilo Gutiérrez, quien descansaba en una finca cerca a Bogotá. Eran casi las ocho de la mañana. Le resumió en minutos lo que sucedía y sin pensarlo un segundo se comunicaron con las directivas de la PAC para autorizar el vuelo. “Claro que pueden”, les dijeron. Entonces Gutiérrez se fue como un rayo al aeropuerto de Guaymaral mientras Grandas dejó armado en el hospital todo el protocolo que requiere una operación de este tipo (diez profesionales entre cirujanos, enfermeras, nefrólogo, anestesiólogo) y, sobre todo, en máximo punto el estado del riñón.
Ambos se encontraron en el aeropuerto y subieron a las carreras a un Piper Seneca de seis pasajeros. En hora y media estaban en Florencia rodeados de los abuelos, la mamá, tíos y primos de un Kevin feliz porque iba a montar en avión.
Ya en el quirófano se presentó el que fue el último inconveniente: la EPS no había decidido si autorizaba operarlo o no. Uno de los médicos jefes desamarró perentoriamente el nudo: “La PAC lo recogió y aunque no lo autoricen nosotros asumimos y después vemos cómo cuadramos lo administrativo. Pero el trasplante se hace porque se hace”. A las dos horas, Kevin había sido arrebatado a la muerte.
Tres días después, el equipo médico visitó a Kevin y su primera frase les removió sus inmensos sentimientos: Capi –le dijo a Grandas–, gracias a todos porque ahora sí puedo montar en cicla”.
Pues bien, esta maravillosa historia es una de las miles que ha protagonizado la PAC en sus 50 años de existencia.
Esta se ha hecho en las regiones del país más olvidadas, donde la mayoría de sus habitantes casi todas las veces deben cruzar selvas y ríos durante muchos días con sus males de muerte a cuestas para que los profesionales de la PAC les devuelvan la vida. Este medio siglo deja un balance tan exitoso que la convierte en la entidad más grande en Latinoamérica en términos humanitarios.
En esta entidad, las cifras dejan de ser frías estadísticas para convertirse en números de bondad y desprendimiento: al año atiende a 12.000 personas en condiciones de pobreza, a 20.000 en medicina especializada y practica 1.500 cirugías. Realiza 12 brigadas al año con participación, en promedio, de 14 aviones. Las hace sin bombos ni platillos. Y así, calladamente, lo que hace el médico Grandas y el piloto Gutiérrez es copia fiel de lo que hacen los otros 579 profesionales en salud y 70 pilotos que conforman la PAC. Y sin recibir un centavo. Solo la satisfacción de un entrañable gracias.
Como el de hace unas semanas: “Gracias, qué bueno verlos… hace diez años me salvaron de un cáncer porque me quitaron lo que estaba mal (la matriz)”, le dijo una señora en Riosucio (Chocó) a Valentina Zuluaga, gerente general de la PAC, una joven abogada que hace dos años no le encontró sentido a trabajar en una oficina enderezando entuertos jurídicos cuando lo que sí la mortificaba eran los muchos casos de violación de los derechos humanos en Colombia. Entonces resolvió trabajarle más bien a la solidaridad.
Precisamente, Riosucio es ejemplo de las brigada-odiseas de la PAC: hace año y medio recibió un reporte de Naciones Unidas que señalaba graves problemas de salud en esta población. Sus directivas hicieron contacto con el médico Aurelio Palacios Maestre, quien con angustia de náufrago empezó, semana a semana, a lanzarles un “Por favor, vengan, trabajo con las uñas”. No exageraba, pues las cifras de niños muertos por enfermedades asociadas a desnutrición, según las comunidades indígenas y afros del lugar, llegaban a 15 en el primer semestre del año pasado.
Entonces la PAC inició durante varios meses una labor de verificación. Al final, el resultado mostró que era un lugar que se debía intervenir “¡ya!”, y ahí mismo se preparó la brigada. A las 6 de la mañana del pasado martes 9 agosto partió de Guaymaral un Seneca con Angélica Vélez, directora médica; Enrique Martín, director de logística, y Valentina Zuluaga, con la tarea de siempre: transformar el remedo de hospital que comúnmente encuentran en uno de segundo nivel, desde pintarlo, crear salas de urgencias y cirugía hasta conseguir camas y hamacas para la población indígena.
A las dos horas sobrevolaban Riosucio, pero no pudieron aterrizar porque en la pista un caballo daba tumbos de un lugar a otro enloquecido por el ruido de la nave, y, además, mientras lo espantaban notaron que la maleza se había tragado la cabecera y que habían sembrado árboles en los costados. Para rematar, cuando el piloto le preguntó al controlador aéreo sobre la orientación de la pista, este le contestó: “No tengo idea”. Decidieron aterrizar en Carepa (Antioquia) a diez minutos. Allí, concibieron un viaje alucinante pero el único posible: tierra, mar y río. Más selva.
Comenzó en un taxi, que los llevó a Turbo durante noventa minutos de bamboleo por un túnel de plantas de bananos metidos en bolsas de plásticos llamado carretera y terminó en un embarcadero del fin del mundo: llantas, latas, plásticos, residuos de aceite y otras basuras en una nauseabunda pasta que alguna vez fue agua del golfo de Urabá y donde una bulliciosa y desarrapada muchedumbre de haitianos, nepalíes, indios, pakistaníes y cubanos subía a codazo limpio a un misterioso yate de lujo que los esperaba.
Casi empujados por esa batahola tomaron allí un bote que los llevó a la otra orilla de un mar embravecido en 40 minutos, hasta llegar a un brazo del río Atrato. Por ahí se metieron a este río, donde también fueron testigos de esta insospechada Colombia: durante las dos horas y media que demoró el viaje a Riosucio, se cruzaron con lanchones arrastrando, en hileras de seis cuadras de largo, troncos de árboles robados a la selva, vieron dragas saqueadoras de minerales y más lanchas con inmigrantes.
Mientras tanto, en alianza con la PAC, Naciones Unidas terminaba de traer de las lejuras selváticas a los autoridades y líderes indígenas y afros para que supieran del proyecto y se los comunicaran en sus propias lenguas a sus comunidades, Unicef se preparaba para atender a los niños con desnutrición aguda y darles alimento terapéutico y los habitantes de Riosucio hacían minga para recoger el dinero de la gasolina. Y se hizo la epopeya por los cielos de la selva del Darién: en un par de horas, 17 pequeños aviones llegaron a Carepa y desde allí, tres, los de menos plazas, volaron más de diez veces a Riosucio transportando alrededor de 60 profesionales de la salud con equipo médico de alto nivel en un tiempo para Guinness.
El resultado fue dramático pero satisfactorio: se atendieron 680 niños indígenas y afrodescendientes que se hallaban en precarias condiciones de salud y nutrición, 141 mujeres en embarazo que no habían recibido controles prenatales y 157 abuelos con problemas de salud. Esta historia no hubiera ocurrido si no aparece otra mano inmensa en un momento crítico para la PAC: Colmédicas celebraba sus 25 años y en lugar de la fiesta para los empleados, decidió darle la millonaria suma de dinero para devolverles la vida a esos niños.
Sin duda, la historia de la PAC es un infinito manto de amor tejido con miles de sentidas historias. Como estas que hicieron vibrar todos los nervios de los pilotos voluntarios Hugo Ronderos: “Cerca de Bahía Solano, de entre el gentío que nos recibió salió un hombre, se arrodilló, se agarró de las piernas de uno de nosotros y dijo bañado en lágrimas ‘gracias por salvarme la vida’ ”. O cuando en Docordó (selvas del Chocó) se atendió al 60 % de su población, y Hans Timcke con gozo gritó: “Es como si en Bogotá en solo un día se atendieran a cinco millones de personas”. O cuando uno de los cientos de operados de cataratas, luego de quitarle las vendas de los ojos, le dijo a Camilo Gutiérrez: “Gracias, doctores de la PAC, ahora ya veo los colores de la vida”.
Entonces, ¿cuántas serán las historias de esta misma gratitud realizadas por la PAC en todos sus vuelos equivalentes a darle casi cinco veces la vuelta al mundo?
Un premio iberoamericano al trabajo en Derechos Humanos
El Premio de Derechos Humanos Rey de España reconoce e impulsa la labor de organizaciones que trabajan en la defensa y promoción de los derechos humanos y de los valores democráticos en España, Portugal e Iberoamérica.
El galardón, que fue instituido en el 2002, se entrega cada dos años y tiene una dotación económica de 25.000 euros.
El jurado valoró el trabajo de la entidad privada, que tiene el voluntariado en salud más grande de Colombia y para la que trabajan más de 500 profesionales sanitarios.
Este jurado estuvo conformado por el escritor chileno Jorge Edwards; el presidente de Honor de España con Acnur, Antonio Garrigues, y la catedrática emérita de Filosofía Moral y Política de la Autónoma de Barcelona, Victoria Camps, entre otros.
RENÉ PÉREZ
Especial para EL TIEMPO
*Acerca del autor
René Pérez, escritor y periodista, ganó el premio Simón Bolívar por investigación, el CPB por crónica y el Nacional de Historia. Es autor de once libros.