Por: Arturo Guerrero
Me muero de la risa. Matar de la risa. Este es el origen del nombre artístico de Matador, caricaturista puesto en la picota privativa de las fuerzas que matan sin entender qué es una metáfora.
Decía La Rochefoucauld que “el ridículo deshonra más que la deshonra.” Este es exactamente el motivo que impulsa a los amenazadores. No entienden de metáforas, pero se sienten asediados por la risa. Por eso deciden ejecutar al causante de la risa.
Poner en ridículo es desplumar la vanidad del poderoso o la superchería del embustero. Cuando las leyes se compran con falsos testigos y los votos valen un tamal, el caricaturista purifica con ácido los aires infectados. Ese ácido es recibido como desquite por los ciudadanos.
El humor es la instancia infalible en tiempos en que todas las instancias están corrompidas. Falsear los jueces, absuelve las Comisión de Acusaciones, la Constitución se birla cambiando un articulito. En medio de esta náusea, el pueblo se muere de risa ante los animales humanizados por el dibujante.
De esta forma el tribunal supremo de la conciencia pública emite un veredicto desde el estómago. Esta sentencia no tiene apelación: si la voz del pueblo es la voz de dios, la risa del pueblo es la justicia de dios. Frente a ella los forajidos se quedan sin potencia.
A esto le tienen mucho miedo. Ellos controlan el dinero para comprarlo todo, mandan sobre los burócratas que les deben sus empleos, arbitran sobre los gatillos dentro y fuera de la ley. Lo único que escapa de su jurisdicción es el rictus malicioso de la gente.
Los pintamonos aciertan en el ángulo más protuberante de las figuras públicas. Piensan mal y no se equivocan, son descreídos, cicutas. Apuntan con sus lápices y cerebros al tumor de la maldad. Y lo convierten en muñeco risible.
Por eso afirmaba Jules Renard que “el humorista es un hombre de buen mal humor”.
La peor censura contra un periodista de humor consiste en forzarlo a la autocensura. Es tan fácil meterle miedo. El hombre tiene hijos, madre, padre dramáticamente muerto. Todos tan inocentes como vulnerables. Su propio pellejo puede importarle poco, pero él es más sus seres queridos que su misma persona.
El caricaturista, igual que el poeta, solo trabaja con limpieza en un ambiente de libertad interior y exterior. Su lápiz balbucea si sube por la nuca el frío de un cañón. La tarde en que intenta trabajar con eficacia se malogra cuando debe sacar una regla de medición para aplicarla sobre cada línea, cada palabra.
De ahí que el crimen de los intimidadores no se reduzca a llamar desde ultratumba a los jefes paramilitares para que atiendan amablemente al artista. Es mayor ofensa la cadena que atan alrededor de las manos de este creador.
En efecto, las medidas de protección desalentarían a los gatilleros. Sus jefes ideológicos pueden frenarlos ante el descrédito que los cubriría. ¿Pero quién recuperará las alas tronchadas de los que hacen morir de la risa a la gente?
Esta opinión es responsabilidad única del autor, y no compromete al Círculo de Periodistas de Bogotá.