Foto: El Tiempo
Por: Juan Esteban Constaín
Hay políticos que se legitiman y conquistan el poder no solo por el fervor de sus seguidores sino por la obsesión enfermiza que con ellos tienen sus detractores.
Alguna vez, a principios de este año que ya se va a acabar, pero no cantemos victoria, hablé aquí de un concepto sociológico y moral en el que me inició el profesor Esteban Duperly: la ‘pregnancia de lo malo’, la pasión que tenemos o desarrollamos por las cosas más truculentas y más retorcidas y más grotescas, hasta sublimarlas y encontrarles su profundo encanto y volverlas una necesidad en nuestra vida.
Pasa también en el amor, aunque no sé si allí se tipifique bien el concepto de la pregnancia de lo malo, quizás no. Pero a todos nos ha ocurrido: que muchas veces nos enamoramos de quien nos hace daño, de quien más nos hace sufrir; o nos sentimos atraídos por alguien y luego descubrimos que lo que nos gusta son sus defectos, no sus virtudes. En ambos casos lo que hay es una obsesión, una enfermedad.
Creo que los psicólogos (pero estoy especulando) les dan a esas relaciones el nombre de ‘relaciones tóxicas’: relaciones malsanas en las que lo fundamental es sufrir, lacerarse con ellas, y en las que una de las partes, por lo general la que más las padece, las vuelve una perversa necesidad: una maldición de la que no se puede salir; un lugar doloroso al que siempre se vuelve.
La mamá de un amigo mío, una señora respetabilísima de la sociedad bogotana, solía irse todos los años, hace años, a unos retiros espirituales que organizaba para ella y sus amigas un cura sibarita y glotón. Una vez le preguntó mi amigo: “¿Y cómo te fue en el retiro?”. Le respondió la viejita: “Delicioso: lloramos lo que tú no te imaginas…”. La felicidad del sufrimiento; el placer de rascarse y rascarse, y no solo con trago.
Lo increíble es que ese tipo de relaciones tóxicas, esa forma aberrante de la pregnancia de lo malo –si es que lo es– también se dan en el plano colectivo, en la vida pública. Y hay políticos, muchísimos, que se legitiman y conquistan el poder, o lo acrecientan, no solo por el fervor de sus seguidores sino además, y sobre todo, por la obsesión enfermiza que con ellos tienen sus detractores.
En agosto del 2012, no se me olvida, escribió Umberto Eco una maravillosa columna en la que hablaba del regreso a la política italiana de Silvio Berlusconi, ‘Berlusca’. Que es un sátiro y un degenerado, sin duda, una especie de actor porno senil y millonario. Pero que también es un monstruo del poder: un tipo con un carisma y un cinismo arrolladores, capaz de ganar él solo, contra todos, las elecciones que le pongan por delante.
¿Por qué? La respuesta la daba Eco en su columna: porque Berlusconi había logrado ganarse no solo el favor de sus seguidores, obvio, sino también, aunque suene contradictorio, el de sus enemigos, quienes se obsesionaron tanto con él que lo necesitaban más que a nadie en la vida, pues su discurso estaba todo centrado en desprestigiarlo y acabarlo, en mostrar sus bajezas. Y cuanto más lo odiaban, mejor le iba.
Fue también lo que ocurrió en las pasadas elecciones en los Estados Unidos, y esa es una de las explicaciones del triunfo aterrador de Trump: que él logró engendrar una relación tóxica con quienes tanto lo criticaban, y fueron ellos los que lo volvieron, primero, un chiste omnipresente, y luego la mejor encarnación de esa mentalidad racista y prejuiciosa que con él salió del clóset y fue a ganar las elecciones.
En un mundo cada vez más dispuesto a propagar y multiplicar cuanta idiotez se diga o se haga, mientras más delirante, mejor. Con unos medios de comunicación desesperados por el ‘tráfico’, los ‘clics’, las ‘visitas’ y la circulación morbosa de sus titulares en las redes sociales: el verdadero paraíso del demagogo y el payaso.
Antes mucha gracia que Berlusconi no hubiera sido también Papa. Seguro fue él quien no quiso.