YO SOY FERNANDO, EL PERIODISTA

Foto: Telemedellín.

Fernando Gaitán también se destacó como periodista. Ahora, cuando todos los medios se refieren a su actividad en la televisión, es obligado decir que durante siete años ejerció este oficio. Publicamos  una nota sobre la manera peculiar cómo llegó al periodismo y  una de las decenas de reportajes que hizo para Magazín 8 Días.

Por René Pérez, secretario de comunicaciones CPB.

YO SOY FERNANDO, EL PERIODISTA

Fue bien avanzada la tarde cuando llegó a la redacción de Magazín 8 Días con una cara que nadie le había visto antes: el lugar de su habitual sonrisa de buena gente que extendía hasta la mirada lo ocupaba en ese momento el dolor y la furia.

“Este país ya se hundió… eran unos muchachitos… fusilados ahí, frente a todo el mundo”.

El editor de la revista le respondió que se calmara, descansara un poco y  luego, ya más sosegado, escribiera el informe. Así lo hizo, y dos horas después entregó el artículo. Un artículo investigado palmo a palmo por todas las calles del barrio Diana Turbay y zonas aledañas en una labor que le consumió seis horas del día anterior más nueve del siguiente, ayudado  por  José Navia, que en esos años empezaba a ser el reconocido cronista de ahora y quien se encargó de las fotografías.

Las tres y media cuartillas contenían un texto limpio, sin tachaduras ramplonas, y las pocas correcciones estaban en los márgenes y escritas a mano pero con suficiente claridad. Ese era su estilo. En cuanto a la redacción, se podría jurar que correspondía a la de un veterano redactor con más de diez años de experiencia y no a la de un jovencito que apenas pintaba un bigotillo de 23 años.  Sin embargo, lo que más impactaba desde que se sumó a la redacción de Magazín 8 Días era su catadura  de investigador nato.  Como un cirujano elite, no dejaba de auscultar con el bisturí de su olfato periodístico el más disimulado escondrijo que pudiera tener equis hecho. ¡Y apenas tenía en esos momentos solo dos años y medio netos de experiencia periodística! Y además nunca había hecho pasantías ni prácticas y la primera vez que entró a una sala de redacción fue para sentarse directo frente a una máquina de escribir, y de una a redactar.

El informe que entregó esa tarde del 5 de octubre de 1985 no era el primero de tipo investigativo que realizaba. Había hecho otros  más. Como el que puso al descubierto  el asesinato en Sincelejo del periodista José Antonio Dumet por denunciar las actuaciones corruptas de altos funcionarios del gobierno local. Los hizo en dos demoledoras y  bien elaboradas entregas. Pero no solo trabajaba lo que llaman con muchas ínfulas quienes lo practican: periodismo investigativo. (Todo en periodismo es investigado). También escribía la columna Yo, Ludovico. La hacía con Iván Beltrán, su entrañable amigo de toda la vida. Los temas que trataban eran sobre televisión, cine y cultura general. Fue un hito por lo novedosa, pues  era un perfecto matrimonio entre el humor ácido y el análisis crítico, cerebral, sazonada  con un lenguaje burlonamente aquíjoteado. Y lo prodigioso: las más de 50 columnas de Yo, Ludovico jamás desataron urticarias. Por el contrario, la gente de la televisión la sentía como una especie de sabroso flagelo; de tal suerte que por los teléfonos de los Ludovicos circulaban a diario decenas de reproches y alabanzas pero todos ahogados por las carcajadas.

Sí, se trata de Fernando Gaitán. El Fernando que por estos días se recuerda solo como el gran guionista que fue, pero pasando por alto su carrera de casi siete años como periodista activo. La cual, seguro, la hubiera llevado al mismo grado de importancia y calidad que tuvo su profesión de guionista.

La llegada de Fernando Gaitán al periodismo tuvo mucho del mismo humor y sarcasmo que le metió a las flaquezas humanas en sus guiones.  Desde que estudiaba bachillerato lo encandiló el periodismo y soñaba junto con Iván Beltrán dedicarse a escribir, aunque no tenían claro si el camino era yéndose por los estudios de la filosofía o la antropología o por algo que en esos años sonaba  rimbombante: ciencias de la comunicación. Entre ires y venires descubrieron que debajo de ese nombre aparecía la palabra periodismo. Mientras tanto, seguían puliendo su talante rebelde y crítico en el  Colegio León de Greiff. Una academia  progresista, de avanzada que les abrió la puerta a un mundo que no  vislumbraban desde la orilla del norte bogotano: el lejano sur. Entonces Fernando, como su amigo, se fue no a conocer sino a sentir ese otro mundo hasta que  al final se le fue para el carajo esa para él enigmática frase que escuchó muchas veces: …eso es como para la gentecita del sur…

Se dedicó, con apostolado bíblico, a  visitar el sur y así fue conociendo los pesares, las angustias, las felicidades, la lucha diaria para no dejarse derrotar por el infortunio, la rebeldía, la inteligencia de sus gentes, y sobre todo la manera prodigiosa como muchas, pero muchas de  ellas conseguían triunfar, tal como lo plasmó en esos maravillosos personajes de Los Reyes y de Hasta que la plata nos separe.

Pues bien, ese conocimiento de otra realidad colombiana le dio más gasolina a su interés por ser periodista. Un poco antes de graduarse,  junto con su amigo Iván, supieron que la Universidad Central había abierto un concurso cuyo premio era becar a los ganadores. También supieron que esta universidad iba a abrir una facultad de Comunicación Social. “Bueno, a ganarnos la beca para poder estudiar periodismo”, se dijeron. Y aunque el tema de la convocatoria les sabía a purgante, se clavaron durante varios días con sus noches enteras a encontrarle el almendrón a los “Problemas socioculturales del siglo en América Latina, como se llamaba la convocatoria. Y ganaron. Pero la facultad de Comunicación aun no funcionaba. Entonces Fernando Gaitán, como un fastidioso moscardón, empezó a telefonear y telefonear a la rectoría y a Rafael Santos –encargado de implementarla– para que le dijeran cuándo la abrirían.

Un día, Rafael Santos, a lo mejor cansado con tanta llamadera telefónica, les dijo que los esperaba en su oficina en 48 horas. Se fueron puntuales y allí fue cuando supieron  que los periódicos tenían jefes de redacción. Entraron, y Fernando, con su tono persuasivo de siempre, le contó con pelos y señales por qué querían ser periodistas. Santos lo escuchó escrutadoramente y puso punto final a la exposición de la manera más indicada para el momento, palabra más palabra menos: el periodismo se aprende haciéndole, mañana vengan y busquen escritorio y a trabajar.  Así lo hicieron. Al tercer día les dieron carné y fue como si les hubieran dado medio cielo y por eso no les importó nada que aún no tuvieran sueldo y ni siquiera la valera que le daban a los redactores para  el almuerzo. Tuvieron que alimentarse  a punta de cigarrillo durante cuatro meses, cuando les pusieron sueldo. Y fue como si les hubieran regalado el otro medio cielo.

Fernando fue asignado a la sección judicial donde entre crímenes, atracos y secuestros fue afilando su innata condición de investigador, de descubridor de ese detalle que marca la diferencia entre el buen periodista y  el redactor del montón. Por eso lo trasladaron a la Unidad Investigativa de El Tiempo. Fue mucho, y bien hecho, lo que hizo allí. Sin embargo un día recibió la carta de despido y se fue con una simple levantada de hombros. Al fin y al cabo había logrado ser lo que siempre quiso ser: periodista. ¡Aunque aún ni siquiera era mayor de edad!

Contestatarios y de esos que no tragan entero,  pero sin la alharaca de quienes callan al interlocutor con una catarata de flacos  argumentos, Fernando e Iván habían conocido en El Tiempo a otro de esta misma “línea”:  el ya desaparecido periodista Oscar Castaño. Vaciando  cajetillas de cigarrillos como si los que chupaban eran los últimos del mundo, el trío agotaba fines de semana tratando de hallarle la síntesis a las largas y encontradas definiciones de lo que  es una crónica y un reportaje. Un día decidieron que la mejor fórmula estaba en todos los libros de Gay Talesse, García Márquez, Tom Wolf, Tomás Eloy Martínez, Alberto Galeano y otros de la misma estirpe,  y se los releyeron hasta que los sintieron con sabor a  cacho. Esta fue la universidad en la que estudió periodismo Fernando Gaitán.

Así las cosas, no fue extraño que cuando Castaño asumió la dirección de Magazín 8 Díaz buscara,  literalmente, por las calles  a Fernando, que sobrevivía haciendo libretos para los desaparecidos cafés concierto. Acá permaneció casi cinco años, hasta que la revista reventó  por el mal que mata a los medios independientes: la falta de publicidad.

Con un montón de notas para posibles crónicas atornilladas en su cabeza, Fernando Gaitán conoció a Bernardo Romero, quien andaba buscando escritores de guiones para un proyecto de televisión. Y así el oficio más bello del mundo perdió a quien hubiera sido una de sus estrellas pero la literatura para la televisión ganó a quien fue su máxima estrella.

Como homenaje a Fernando Gaitán, el periodista, reproducimos uno de sus trabajos informativos que fue, en su momento, el único de los muchos que hicieron todos los medios de comunicación que puso al descubierto lo que verdaderamente ocurrió en la muerte de once jóvenes en el barrio “Diana Turbay. (RP).

“¡NO LOS MATEN, NO LOS MATEN, QUE TODAVÍA ESTÁN VIVOS!”

Después de que aquel agente del F2 (organismo secreto de la Policía) de chaqueta gris y de apellido Cristancho vació su revolver de seis tiros sobre los cuerpos de cinco jóvenes  que estaban en la parte trasera de la buseta, unas pasajeras rompieron a llorar, otras se echaron la bendición y todas creyeron que en aquel gigantesco charco de sangre no quedaba nada de vida.

Pero fue ahí, cuando de la mitad de esos cinco cuerpos bañados en sangre se levantó un joven que se  arrastró como pudo a una de las ventanas del vehículo y con su boca destrozada por los dos balazos que le dio el agente del F-2 y con una furia sobrenatural que se confundía con la sorpresa,  gritó señalando  al agente de civil: “Usted me disparo, usted me quería matar”; y se dirigió luego a todos: “Ayúdenme por favor, colabórenme… llamen a mi hermana”. Entonces apareció la policía uniformada y el joven, con el saco empapado  de la sangre que le brotaba sin cesar de la mandíbula, mostró sus papeles  y se los dio a un agente que descendió de una moto: “Mire, soy pasajero y me querían matar igual que lo hicieron con mi hermano”. Los policías lo tomaron de los brazos, lo metieron a la patrulla y se  lo llevaron. Leonardo vive en el barrio Diana Turbay, allá al suroriente de la capital, donde el lunes de la semana pasada la Policía, el F2 y el Ejército dieron de baja a once jóvenes en uno de los sus actos mas discutidos. Porque mientras los informes de las autoridades aseguran que todos los once pertenecían al M-19, los habitantes del “Diana Turbay”, del Bochica, de Altamira y de Las Malvinas dicen que de esos once había muchos que, como Leonardo, cayeron abatidos en medio de la confusión, cuando se dirigían a sus labores aquella mañana del lunes.  Lo que complica aun más las cosas  es un comunicado telefónico del M-19 a la redacción de esta revista en el que admiten que la toma del camión lechero y en el que advierten que de las once víctimas tan solo dos pertenecían a la organización subversiva. Hasta la Procuraduría General de la Nación se vio obligada a tomar cartas en el asunto porque algunos de los habitantes que presenciaron la persecución y muerte de los jóvenes se quejaron indignados de que las fuerzas policivas se excedieran en sus funciones al punto de “fusilarlos” la versión del M-19 parece confirmarse con el último reporte de las autoridades, que admite que solo dos de los once muertos tenían antecedentes.

Los reporteros de Magazín 8 Días se desplazaron al suroriente de la ciudad para recoger testimonios, dialogar con los testigos  e incluso observar con detenimiento el lugar donde los once jóvenes fueron muertos.

DE LA LECHE A LA SANGRE,,

El lunes 30 de septiembre, cerca de  cincuenta guerrilleros del M-19 llegaron hcia las ocho de la mañana al barrio San Martín de Loba, al suroriente de Bogotá, una zona marginal construida sobre unos cerros pobres y desnudos, donde, al igual que en todos los barrios de los alrededores, no se ve consignas políticas de los partidos oficiales sino de los grupos subversivos.

Aquella mañana, los subversivos saltaron un camión de leche y luego de dominar a su conductor, obligaron a los ayudantes a repartir la  leche entre los humildes habitantes. En ese instante, dos policías, al parecer sin aviso alguno, aparecieron. Cuatro hombres del M-19, que vigilaban mientras sus compañeros continuaban repartiendo la lecha, apuntaron contra los dos agentes y se desató una balacera. Uno de los policías se retiró a la patrulla  e hizo un llamado de auxilio, y en acto sin precedentes estos barrios quedaron rodeados por cerca de 500 agentes entre civiles y uniformados de la Policía y el Ejército.

Los guerrilleros, al advertir la presencia del numeroso grupo de fuerza armada, empezaron a dispersarse por Altamira, “Diana Turbay” y Bochica. Y la policía inició se persecución. Aquí empezó la tragedia para algunos policías y algunos guerrilleros. Pero sobre todo para los habitantes del suroriente de la ciudad.

NO LOS MATEN POR AMOR A DIOS

“Javier y Leonardo, mis hermanos, dice Marisol Bejarano, de quince años, salieron de la casa hacia las ocho y media de la mañana. Iban para su trabajo. Javier para su empresa de alquiler de cintas para cine y Leonardo para la licorera de Teusaquillo donde trabaja desde hace cinco años. Yo estaba en levantadora y chancletas y los acompañé hasta la buseta. Vi que se fueron bien y luego los volví a ver en la buseta envueltos en sangre”.

“Yo tomé la buseta que iba por la Caracas hacia las ocho de la mañana”, dice Teodolinda Montenegro, también del “Diana Turbay”. Y agrega: “En la buseta habrían unas habrían unas cuatro o cinco personas. Mas adelante se subieron, entre ellos dos estudiantes. No les vi nada extraño. Ni armamento ni nada. Ni siquiera estaban sucios. Luego se subió el hombre ese de la chaqueta gris con una pistola en la mano. Estaba sucio y sudaba, se veía que estaba nervioso. Miró a unos jóvenes. Quedé asustada, como todo el mundo ahí.  Luego les dijo jóvenes que se hicieron atrás porque él sabía quiénes eran ellos obedecieron. Una señora se levantó y le dijo que nos no mataran que nosotros no habíamos hecho nada. El hombre se enfureció y empezó a disparar. Yo no se como me fui para adelante y rompí una ventana para salir y cuando estaba saliendo me disparó. Un tiro me dio por la espalda afortunadamente nada grave y otros dos le fallaron. Cuando corría para mi casa todavía escuchaba los totazos de los disparos en la buseta”.

“Yo llegué al lugar –dice Graciela Velásquez, otra habitante del sector, y vi que el agente estaba fuera de la buseta. Me asomé y pude ver entre los asientos que los jóvenes que estaban tirados en el piso aun no se movían, respiraban todavía. Ninguno tenía armas en la mano. Yo empecé a gritar que estaban vivos, que había que salvarlos. En ese momento me retiraron. Entonces el policía volvió a subir a la buseta y sonaron tres disparos. Todos les gritábamos que no los mataran que estaban vivos. Pero el hombre enfurecido decía que tenía que cumplir con su deber patriótico”.

“Luego se bajó y habló con otro que llegó y este también se subió y disparó dos veces contra los muchachos. Todos pensamos que ahora sí los habían matado a todos. Pero de pronto se asomó por la ventana por donde se habían salido los pasajeros Leonardo Bejarano. Tenía la boza destrozada por los tiros, pero así pudo hablar y le gritó al del F-2 usted me disparó, usted me quería matar, yo soy un trabajador y buscó como pudo sus documentos. Todos allí mirábamos con horror y miedo esos crímenes. Entonces aparecieron dos policías más, miraron los papeles, y los montaron en radiopatrulla y se lo llevaron”.

En el barrio “Diana Turbay”, la madre de los Bejarano recoge firmas para demostrar que sus hijos son inocentes. Sus habitantes están indignados y haciéndose preguntas como estas: ¿De dónde salieron las granadas que dice la Policía tenían en las manos si nadie los vio armados? ¿Cómo es posible que después de que cada uno recibió alrededor de diez impactos ninguno soltara las granadas? ¿Por qué llevaban sus documentos de identidad sin ningún guerrillero se los carga para un operativo? Magazín  supo que la Procuraduría, a su vez, trata de resolver estas inquietudes.

“TRANQUILA, YO ME RINDO MAMITA”

Un poco más abajo, en el barrio Bochica, hacia donde varios guerrilleros corrieron buscando refugio, sus vecinos se reunieron con a la llegada de Magazín 8 Días. Todos quieren hablar de los cinco subversivos que fueron dados de baja y todos están de acuerdo en afirmar que ninguno se enfrentó a la Policía.

“La china venía corriendo. Primero se metió en esa tienda, luego vio esa puerta abierta y se metió a la casa. Entonces uno de los del F-2 le dijo que se rindiera. Ella salió con las manos en alto y gritó que se rendía y tiró el revolver sobre un montón de arena. Entonces le dispararon contra la puerta y después la remataron contra el piso, ¡ahí. Mire, ahí están los huecos de las balas!” , dice uno de los testigos de los hechos.

Un anciano que vive en el lugar de los sangrientos hechos le dice a los reporteros: “Yo vi cuando los policías cogieron a dos jóvenes que iban por ahí.  Los arrinconaron contra la pared y los tiraron al piso, los insultaron mientras les daban patadas y luego les dispararon en la cabeza. Uno de ellos les había gritado que  no lo mataran que era un estudiante”.

Mientras esto sucedía en Bochica, en los Arenales de San Jorge, a unos treinta minutos de ahí, José Hernando Cruz y Alfonso Parra eran dados de baja por unos policías que aseguraron que ellos eran unos guerrilleros que habían huido de la balacera en la buseta.

Según estableció Magazín 8 Días, el único de los supuestos guerrilleros que sobrevivió al caos en la buseta, Leonardo Bejarano, se halla herido de dos disparos en la cara en el hospital La Samaritana, vigilado día y noche por cuatro policías que ni siquiera permiten el acceso de su madre a la cama 543 donde se halla.

Según partes médicos conocidos por los periodistas, se halla fuera de peligro. Sin embargo, los vecinos del barrio “Diana Turbay” temen por su vida, y recuerdan sus últimas palabras antes de ser subido a la patrulla: “¡Póngale cuidado a los que me llevan porque si no aparezco es porque me mataron!