3 julio –
Por: Antonio Caño – El Espectador –
De todos los acontecimientos inquietantes que en los últimos meses se acumulan en Estados Unidos, el más grave me parece, quizá por mi deformación profesional, la dimisión a comienzos de junio del director de Opinión del periódico The New York Times. Es un alarmante indicador del avance del activismo sobre el periodismo y una señal más de la degradación de las democracias modernas, que sacrifican sin pudor el derecho a la discrepancia y al libre pensamiento en aras de un poder identitario que cada día se hace más incontenible con las tradicionales armas del debate y la razón.
Por situar las cosas en su contexto, conviene señalar que el director de Opinión de un periódico norteamericano actúa con plena independencia del director y a su mismo nivel jerárquico. Representa la garantía de que, sean cuales sean las prioridades informativas que el director marque, la opinión será siempre plural, abierta y no se verá condicionada por los caprichos de la actualidad ni por las inclinaciones de los reporteros. El director de Opinión ocupa, por tanto, una posición institucional como referente de la línea editorial y la imparcialidad del periódico.
James Bennet ocupaba ese cargo en The New York Times hasta que el 6 de junio presentó su renuncia por la publicación, tres días antes, de un artículo del senador republicano Tom Cotton en el que apoyaba el empleo de tropas militares para hacer frente a las protestas que se sucedían en las calles de varias ciudades del país por la muerte de George Floyd. Entre la aparición del texto y la dimisión de Bennet se produjeron presiones de los periodistas del diario, quienes en una asamblea expresaron su indignación por un artículo que, aparentemente, representaba un insulto para sus compañeros negros. A eso se sumó una intensa campaña en Twitter contra lo que se presentó como una indecencia moral por parte de The New York Times y una auténtica afrenta para todos aquellos que protestaban contra el racismo en las calles. Bennet se quedó solo en la Redacción, la empresa decidió ceder a esa presión y el periodista, un ilustre colega al que se pronosticaba un brillante futuro en el oficio, accedió a dejar el puesto admitiendo públicamente su error.
El delito es haber publicado un artículo, no de un desconocido que pretendía llamar la atención, sino de un senador de Estados Unidos, de un senador, además, a quien se le atribuyen ambiciones presidenciales. Por lo demás, su propuesta de movilizar al Ejército para contener las protestas, por equivocada que me parezca, no es en absoluto un desatino. Varias ciudades, entre ellas Washington, con una alcaldesa demócrata y negra, sacaron a la calle a la Guardia Nacional, un cuerpo que participa en la guerra y dispone de la misma preparación y armamento que cualquier unidad del Ejército.
ncluso aunque el artículo sí fuera, en realidad, un disparate, ¿cuál es la razón para impedir su publicación? ¿No estaría el periódico contribuyendo a mejorar la información de sus lectores al ofrecerles un artículo sobre el pensamiento disparatado, nada más y nada menos que de un senador que quiere ser presidente del país? ¿A quién se ayuda con su prohibición? Solo a Cotton, que es ahora mucho más famoso.
Pero, no nos engañemos, no es eso lo que provocó la dimisión de este periodista. Bennet fue víctima, simplemente, de la caza a la disidencia que se ha desatado en tantos ámbitos e instituciones de las democracias occidentales, incluidos los periódicos. Bennet cayó porque ni sus compañeros ni la empresa tuvieron el valor de resistirse a las hordas que imponen su causa, por justa que sea, sobre la libertad de expresión, por equivocadas que sean las ideas que se expresan. Como ha escrito la columnista del diario The Washington Post Kathleen Parker, “no hace falta mucho coraje para sumarse a la turba y prohibir un artículo o arruinar una carrera; lo que requiere coraje es quedarse solo frente a una avalancha de Twitter en la defensa del libre intercambio de ideas, incluso si son malas”.
Nunca he creído en la objetividad del periodista, pero sí en su honestidad intelectual y su integridad ética para no deformar la realidad e imponer “claridad moral” de acuerdo con los intereses de su ideología o de su causa. Hemos de admitir, sin embargo, que se ha abierto paso con fuerza desde ya algún tiempo el supuesto periodismo “comprometido”, que exige a los profesionales algo más que la búsqueda de la verdad, su único y verdadero compromiso; exige la búsqueda de la verdad que favorezca una determinada causa.
Pero preservemos al menos los periódicos. Los periódicos están para publicar artículos que nos gustan y los que nos irritan, y son mejores cuantos más de estos últimos ofrecen. Son mejores porque hacen mejores lectores, más críticos, más libres.
* Ex director de El País,
de España.