3 febrero 2020 –
Por Alfonso López Michelsen.
Nunca se me había venido a la mente auscultar el proceso de cómo escribo mis crónicas. Sin el requerimiento propio de la curiosidad periodística del director de “Opiniones”, don Arturo Villar Bergnes, probablemente nunca habría hecho esta confesión ante el público, ante Dios, ante mí mismo.
Divido mi tarea en dos etapas: La primera, generalmente obra del subconsciente, buscando el tema. La segunda, que yo llamaría de carpintería, poniéndolo en blanco y negro sobre el papel.
Hallar un tema que interese al mayor número de lectores y darle un tratamiento nuevo, no es cosa fácil. Toma a veces varios días y aun varias semanas, mientras rueda en la cabeza algo que se oyó en una conversación, que se leyó en un libro o de lo cual se fue testigo. Poco a poco se van elaborando los conceptos, en momentos de reflexión, y, finalmente, se van seleccionando los giros más apropiados para el tono que se le quiere dar al escrito, en procura del sector de la opinión lectora al cual se quiere llegar. Cuando comienzo a escribir –generalmente lo hago al dictado—no solamente tengo los conceptos ordenados sino los ejemplos y los vocablos a flor de labio, para entregar el mensaje que me propongo divulgar.
Escribir con claridad y en frases breves no parece una tarea difícil. Es, como decía el ingenio español, “hablar como mi madre hablaba”; pero se hace indispensable adornar la prosa, dándole cierto contenido literario, que no aparezca traído de los cabellos, y enlazar naturalmente las distintas partes de la oración. Confieso que tengo horror de los superlativos y de las alusiones imprecisas, tanto como el uso de adjetivos gastados en los últimos tiempos como el reiterado “formidable” y el “tremendo”, que se predica por igual de la explosión demográfica y del puño de Kid Pambelé. Tampoco me engolosino con el procedimiento relativamente frecuente entre mis compatriotas de sustituir las palabras de uso corriente en nuestro medio por aquellas castellanas que aparecen afectadas y postizas en América, y que, para sorpresa mía, es algo de recibo como ejemplo del buen decir entre los profesores de segunda enseñanza, cuando se trata de la docencia de la lengua o de la calificación de los trabajos de los alumnos. Escribe bien, en este sentido, quien dice: “el labriego arriaba las acémilas por las dehesas”, y no quien escribe: “el campesino arriaba la recua por entre los potreros”. La reacción ha producido el abuso en el empleo de estos giros librescos ha sido tan extrema, con toda reacción violenta, que muchos han acabado por caer en la literatura de la alcantarilla. Trato de evitar uno y otro extremo.
El mayor problema con que tropieza el escritor, pero principalmente quien aspira a periodista, es el reducir a unas pocas cuartillas su pensamiento, procurando alcanzar la rara virtud de la concisión. Alguna vez en Francia mi profesor de latín me decía que la medida de un buen escritor estaba en la posibilidad de ser reducido al latín sin recurrir a expedientes aclaratorios. Lo ampuloso, lo retórico, lo insustancial, que permiten nuestras lenguas, no se puede aprisionar en cláusulas latinas. Sobre agregar que aquello que no es claro riñe, también, con un idioma en donde la construcción no permite incluir varios conceptos en una misma frase. Por cierto que el inglés, a pesar de contar con uno de los vocabularios más ricos de las lenguas modernas, tiene, en común con el latín, el mismo imperativo de uno admitir simultáneamente en la misma frase varios conceptos. En un idioma en donde no solamente impera, con contadas excepciones, la frase corta (la sentencia, si se pudiera traducir literalmente) sino también en donde, no obstante, la posibilidad de decir correctamente, en dos tres o cuatro formas, la misma idea, solo una, ya estereotipada, es de recibo. Construir frases a golpes de diccionario condice a veces a fabricar oraciones sin sentido. De ahí que, para mí la mayor dificultad, cuando trato de pergeñar mis crónicas, reside, después de la selección del tema, en la búsqueda de la claridad y de la concisión. Siempre recuerdo aquella carta de Madame de Sevigné a Madame de Grngman disculpándose de no tener disponible tiempo largo para escribir corto, lo cual constituye, en todo tiempo, una verdad de a puño. Siglos más tarde, Churchill, al dar consejos a un aprendiz de literato, le ponía de relieve cómo, para un discurso de diez minutos se necesitaban seis horas de preparación, a tiempo que, para uno de media hora, bastaban tres y cuando solo se disponía de una hora lo mejor era dedicarla a una intervención de una hora.
El tormento de estar sentado frente a una cuartilla virgen que se impone llenar con la pluma o con las teclas de una máquina de escribir no existe para mí. Dictar es una especie de conversación, que fluye naturalmente. Cuando se tiene por interlocutor a la misma persona, que ya conoce todas nuestras manías, no nos asalta ningún pudor de pensar en su presencia, y, lo que es más frecuente, de romper lo ya escrito, o ensamblarlo, en forma diferente, recortando con un par de tijeras los distintos puntos y parte.
Y, una última observación. Hace muchos años me había impuesto el hábito de consultar cada uno de mis escritos con el mayor número de personas entre quienes consideraba versadas acerca de los distintos temas. Su consejo, siempre valioso, pero contrario al de algún otro d ellos consultados, me iba obligando a restarle aristas a mis afirmaciones hasta convertirlas en un promedio de opiniones antagónicas y contradictorias. He preferido desde entonces darle rienda suelta a mi vehemencia y aun excederme en defensa de mis convicciones. Persuadido, como estoy, que el valor de un escrito depende de su capacidad de suscitar inquietudes en el lector, he llegado a la conclusión de que para abrir la puerta se impone golpear con aldabonazos tan fuertes que hagan despertar de su letargo a un muerto.
Tomado de la revista Periodismo, órgano de la Agencia Colombia Press. 1982.