Criminalizar al periodismo

25 Octubre 2019.

Tomado de: La Nación.

En los tribunales internacionales difícilmente se le permita a ningún país justificar las restricciones a la libertad de expresión con argumentos políticos. Sin embargo, la investigación periodística que busca poner luz sobre lo que los poderes quieren ocultar sigue siendo la más riesgosa y la que en nuestro país se intenta equiparar con los delitos que cometen los espías del Estado que en democracia escuchan nuestras conversaciones, se meten en nuestros correos y nuestras alcobas con intenciones de extorsión o amedrentamiento.

Es lo que surge del expediente judicial del juez Ramos Padilla, quien, al investigar una supuesta red de espionaje ilegal, interpreta que la información oscura, obtenida por métodos prohibidos por la ley, se «legitima» a través de los periodistas que la hacen pública. Él mismo, como juez, busca la bendición a sus presunciones en otros poderes, primero la Cámara de Diputados y ahora en los informes de la Comisión por la Memoria de la provincia de Buenos Aires, a la que pidió parecer sobre las escuchas y las capturas de pantalla del falso abogado D’Alessio, además de la lectura de las notas y los libros del periodista Daniel Santoro.

La Comisión es una institución de prestigio, presidida por el premio Nobel de la Paz Pérez Esquivel, que fue creada para reconstruir la verdad de los crímenes de lesa humanidad. Un organismo público con considerable presupuesto de la provincia, integrado por dirigentes humanitarios y personalidades reconocidas, que, como sucedió con los organismos de derechos humanos, se fue politizando y distorsionó sus funciones. Desde 2000 la Comisión por la Memoria custodia los archivos de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia (Dipba), experiencia que les permitió a sus equipos técnicos conocimiento sobre cómo actuaron los espías del Estado terrorista para perseguir, reprimir y hacer desaparecer a las personas. Infiltrados, disfrazados de periodistas, secuestraron la verdad sobre el destino de los presos desaparecidos, presentaron como enfrentamientos lo que fueron fusilamientos, amparados por el terror y la mordaza impuestos a la prensa. Los temidos «servis» que como «mano de obra desocupada» se reconvirtieron en la democracia en mercenarios de la información. El legado más odioso de la dictadura, al que las leyes democráticas que prohíben el espionaje interno y protegen la privacidad y los datos personales no consiguieron domesticar. Peor: una parte de la política usó a estos mercenarios de la información para matar la reputación de los adversarios.

Pero si los expertos de la Comisión por la Memoria conocen mucho del accionar del espionaje ilegal, parecen ignorarlo todo sobre el trabajo periodístico, especialmente el de mayor prestigio, el más riesgoso: el periodismo de investigación. En un país marcado por la mentira y el ocultamiento, fueron los periodistas de investigación los que hurgaron en las cloacas de la corrupción. Sin organismos de control, con funcionarios que viven como propios los bienes del Estado, ¿cómo llevar la corrupción a los tribunales si no es con periodistas dispuestos a escuchar a las personas que, por desconfiar de otras instituciones, buscan a la prensa para sus denuncias, sean mujeres despechadas, funcionarios arrepentidos, testigos involuntarios, o simplemente ciudadanos hartos del maltrato y el saqueo? Por eso el periodista no está obligado a revelar cómo consiguió la información, lo que se conoce como el «secreto de la fuente», protección constitucional que no es privilegio del periodista, sino una garantía para su trabajo. Es la Justicia la que debe investigar, buscar pruebas y condenar las denuncias de la prensa.

No son menores los casos en los que los periodistas desbarataron la mentira del poder. Fue una cámara de TV la que mostró la complicidad judicial con los asesinos de María Soledad. Alcanzó una fotografía de un fotógrafo de Clarín para desmentir el informe policial sobre la muerte de los militantes Kosteki y Santillán; fue la muerte del fotógrafo José Luis Cabezas la que desnudó el poder del empresario Yabrán. También las denuncias de Página 12 sobre la corrupción en la era de Menem, y más cerca en el tiempo, la corrupción de los c

uadernos, caso en el que la prensa fue prudente y acudió antes a la Justicia que a la «condena mediática», la expresión más repetida por quienes desprecian a la prensa pero buscan usarla en su favor. El único propósito que tiene la memoria es el «nunca más»: evitar que la dictadura de la unanimidad se sirva de la mentira y el terror para amordazarnos.

Las redacciones están llenas de hombres y mujeres que creen en su trabajo y cuentan a la sociedad lo que los gobernantes buscan ocultar. Muchos lo hacen en condiciones adversas, sobre todo en las provincias dominadas por caudillos políticos. Sin embargo, no veo a muchas personas dispuestas a reconocer a esos periodistas, menos aún cuando los jueces y los organismos públicos de la democracia los ven como delincuentes, tal como sucedía con la dictadura.

Directora del Observatorio de Derechos Humanos del Senado