5 Junio 2019.
Foto: Getty Images.
MIAMI — Hasta hace unos días escribía la columna de opinión más leída de Colombia. Mis denuncias habían logrado que altos funcionarios salieran de sus cargos, que algunos fueran a la cárcel y que se desplomaran millonarios emporios involucrados en acciones ilegales.
Tomado de: The New York Times.
El trabajo nunca fue fácil. Por mi labor periodística, mi familia y yo padecimos amenazas de muerte, persecuciones y campañas de desprestigio. Por más de catorce años nos acostumbramos a vivir en esa extraña normalidad. Hasta la semana pasada, cuando fui despedido por pedir una explicación sobre una decisión editorial de la revista Semana, para la que escribía.
Todo empezó por un artículo publicado en la primera plana de The New York Times el domingo 19 de mayo de 2019. El reportaje informaba que el comandante del ejército de Colombia había ordenado por escrito a sus unidades duplicar el número de bajas y capturas. Una de estas órdenes les decía a los soldados que no “exijan perfección” a la hora de ejecutar ataques letales contra enemigos.
Tanto la política de conteo de cuerpos como la instrucción de relajar los estándares de operación tenían un terrible antecedente en Colombia. Al menos 2200 civiles inocentes han sido asesinados por militares y presentados como guerrilleros muertos en combate, según las cifras de la Fiscalía General de la Nación.
La etapa más crítica de esas ejecuciones extrajudiciales tuvo lugar entre 2006 y 2009. Meses después de la expedición de una directiva del Ministerio de Defensa de la época, que premiaba con ascensos, permisos y bonos en efectivo a los uniformados que produjeran más “positivos”, como se llama la muerte en combate de enemigos en el argot militar colombiano.
La reaparición de este tipo de órdenes y la posible resurrección de los “falsos positivos” estremeció a Colombia. En pocas horas, el artículo de The New York Times fue reproducido en muchos medios y millones de colombianos hablaban del tema.
Me causó inquietud que el país hubiera tenido que enterarse por un periódico estadounidense. Por eso publiqué en mi cuenta de Twitter este mensaje: “El diario @nytimes cumple con el deber de informar que le correspondería al periodismo colombiano. Gracias @nytimes por el ejemplo”.
Es triste decirlo pero Semana, mi propia casa editorial, tenía conocimiento de estos documentos tres meses antes de la publicación del Times. Había tenido también acceso a las mismas fuentes, y a algunas adicionales, pero no había publicado la historia. La Silla Vacía, un respetable portal periodístico, informó al público sobre esta omisión de Semana.
Y aquí empezó mi dilema. Pienso que el periodismo deber ser un contrapoder de todos los poderes, incluyendo el de los medios. Por otro lado, tengo gratitud con Semana y su director, Alejandro Santos, quienes por casi quince años publicaron las columnas que escribí con entera libertad. ¿Era legítimo que cuestionara públicamente una decisión editorial de la revista?
Concluí que debería hacerlo, no en privado ni a través de una llamada telefónica, sino en una columna en la misma revista. El día de cierre le comuniqué mi decisión a Alejandro Santos y le dije que le enviaría mi pieza de opinión a él antes de mandarla a la edición de la revista, e incluiría su versión de los hechos como parte de la columna. Él me dijo que consideraba injusto que escribiera sobre el tema, pero que respetaba mi decisión.
Después de leerla, me pidió que suprimiera una frase en la que afirmaba que yo asumiría las consecuencias de lo que estaba escribiendo. Me aseguró que mientras él fuera director no habría consecuencias por expresar opiniones aunque cuestionara al medio. Su petición me pareció razonable y eliminé la frase.
La columna titulada “La explicación pendiente” fue publicada. Allí le pedí a Semana aclararles a sus lectores si demoró la publicación por falta de diligencia, por un error de criterio o porque privilegió su relación con el gobierno sobre su deber de informar.
Dos días después, el fundador de la casa editorial, Felipe López Caballero, me comunicó que mi columna sería cancelada y ya no escribiría más para Semana.
En la edición del domingo siguiente la revista publicó una nota editorial llamada “Lecciones aprendidas” en la que reconoce tres errores: no publicó a tiempo una información lista para ser conocida por los lectores; consultó a un funcionario saliente y cercano al presidente Iván Duque y, en cambio, no buscó, en tres meses, a los responsables de las peligrosas órdenes, y permitió que las fuentes de información perdieran la confianza en Semana y fueran a buscar otro medio. La nota descarta que la aceptada negligencia estuviera motivada por conveniencia política.
El editorial también dice “lamentamos la salida de Daniel Coronell”, pero yo no me salí: me sacaron por atreverme a preguntar.
En esta época, más que en cualquier otra de la historia, los medios están sometidos al escrutinio ciudadano. Deben explicar públicamente sus decisiones porque tienen implicaciones igualmente públicas. De verdad espero que Semana, que tiene un brillante historial periodístico, salga fortalecida.
En cuanto a mí, me sigue rondando una pregunta: ¿valía la pena arriesgar, y finalmente perder, mi espacio de opinión para probar esto?
La respuesta es sí. Quise mucho mi columna de Semana porque podía publicar investigaciones, opinar y hacerle preguntas difíciles al poder, incluyendo el poder de mi empleador. Si no servía para eso, no servía para nada.