El presidente Duque no ha sido esquivo en sus relaciones con el sector turístico. Lo acompaña en sus congresos y asambleas desde cuando recorría las plazas públicas en los veranos de la campaña electoral. En alguno de aquellos eventos prometió que, de ser elegido, se proclamaría presidente del turismo, y así –autodenominado– se presentó en la Vitrina de Anato, la feria de negocios que le mide el pulso al desarrollo interno de esta industria.
En el certamen ferial no dejó pasar por alto algunas medidas de su estrategia de reactivación económica que ofrecen incentivos al turismo, como los beneficios tributarios al sector hotelero y parques temáticos, que pronto se extenderán a los centros de convenciones; y decisiones con efectos positivos en materia de tributación, entre ellas la simplificación del régimen, la reducción de la tasa nominal de renta y el descuento del ICA y del IVA que se invierte en bienes de capital.
Tampoco llegó ausente de propuestas, como la de quitarle a la hotelería la sobretasa del turismo para darle competitividad; posicionar regiones para la práctica de actividades del ecoturismo y avistamiento de aves, a través de la conformación de senderos estratégicos en corredores ambientales, y trabajar por la recuperación, ornamentación y difusión de los parques naturales.
Su concepto de economía naranja lo quiere aplicar en el turismo, y de ser así permitiría impulsar vínculos con las expresiones artísticas y culturales que desfilan por los rincones del país y, además de constituir un factor diferenciador de la oferta turística, ofrecería un espaldarazo a millares de pequeños empresarios y artesanos que a través de las manifestaciones ancestrales le apuestan al enriquecimiento de la industria.
Dentro del manejo de las nuevas estadísticas sobre el comportamiento turístico, el mandatario celebra que más de 4’200.000 visitantes no residentes en Colombia visitaran el país durante 2018, cifra que supera el promedio internacional y marca historia en el ingreso de llegadas. Es este un logro exitoso, pero no exactamente producto del azar, sino estimulado y proyectado in crescendo, hace un quinquenio, gracias al inicio de negociaciones y al posterior acuerdo de paz con el grupo guerrillero que hoy actúa en la política.
El jefe de Estado demuestra tener una clara visión sobre el turismo y las necesidades requeridas para ponerle el acelerador, hasta el punto de aceptar el clamor del sector de invertir los ingresos que allí se generan en su exclusivo desarrollo. La presidenta de Anato recordaba que a medida que el presupuesto oficial del turismo viene de capa caída, el ministerio del ramo se agarra de los recursos parafiscales para suplir sus propios apuros.
Sin duda, las intenciones del Gobierno para hacer realidad el impulso turístico son plausibles, pero podrían ser insuficientes si dentro del portafolio de las alternativas, además de estímulos y de una apropiada definición de políticas sectoriales, no se incluye el irrenunciable componente de la paz. Mientras se marginen las reformas rurales, se reduzca el presupuesto para reparar a víctimas del conflicto, se mantenga abierta la posibilidad de hacer trizas el acuerdo vigente con las Farc y se sostenga la crisis en los diálogos de paz con el Eln, la suerte de la industria será incierta.
Persistir en los cantos de guerra romperá la tranquilidad de un destino que pinta atractivo, por cuanto estimulará a guerrillas activas, disidencias y bandas criminales a extender sus dominios y a apropiarse de los territorios ya liberados por el acuerdo de paz. Un escenario semejante dinamitará la seguridad y volará los oleoductos del nuevo petróleo nacional, arrasando la frágil infraestructura del prometedor mercado turístico y volviendo papilla hasta el último gajo de la jugosa economía naranja.