Me desperté esta mañana pensando en ella. Leí ayer con mayor detalle los pormenores de su horrible asesinato. Y sentí el deseo de darle un gran abrazo para borrar todo el horror y el terrible sufrimiento por el que tuvo que pasar. La sentí como una hermanita ultrajada, ofendida y despreciada, a quien solamente Dios ya puede consolar. Sólo el abrazo de Dios Padre habrá podido borrar cualquier resto de su espantosa muerte. Y le pediría a ese angelito que ya goza de la inefable alegría del cielo, donde ya no hay más lágrimas ni sufrimientos, ni temores ni muerte, que le ruegue al Padre que no permita que a ninguna niña le vuelva a pasar lo que a ella, en el mundo entero. Que en ese abrazo feliz y consolador que Yuliana ha recibido del Padre, aproveche para susurrarle esta súplica fervorosa. “Padre bueno, en cuyas brazos he sido acogida y recuperada para siempre, no permitas, haz todo lo que puedas de tu parte para que ninguna otra niña o niño vuelva a pasar jamás por los terribles dolores y tormentos que yo tuve que atravesar antes de llegar a tus brazos de Padre. Por favor, Padre celestial, no consientas por nada del mundo, sáltate el respeto a la libertad y detén el brazo, desvía la mano, ahuyenta el pensamiento de cualquier otro asesino que quiera repetir las abominables acciones que cometió conmigo el que me quitó la vida”.
Sí, podemos gritar que todos somos Yuliana. Pero lamentablemente, podríamos decir también que todos somos Rafael Uribe Noguera.
Francisco Tostón de la Calle