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LIMA — Desde diciembre pasado, Perú enfrenta un episodio de lluvias intensas a lo largo de los Andes y en la costa norte que han dado lugar a una tragedia conocida en el país, pero por primera vez transmitida a través de las redes sociales: quebradas inactivas durante medio siglo han reanudado sus flujos y avalanchas de lodo, denominadas localmente “huaycos”, descienden imparables de las montañas, arrasando campos de cultivo, criaderos de animales y viviendas, bloqueando carreteras y el tránsito de personas y mercancías.
Según las cifras oficiales del Centro de Operaciones de Emergencia Nacional, hasta el sábado 18 de marzo había casi 100 mil damnificados directos, más de 600 mil personas y 134.000 viviendas afectadas, 75 muertos y 20 desaparecidos. Las principales concentraciones humanas del país, ciudades costeras establecidas en valles desérticos como la capital, Lima (en el centro); Piura, Trujillo y Chiclayo (en el norte) y Huarmey, al norte de Lima, han sido duramente golpeadas.
La costa es la región más moderna y densamente poblada de Perú. Uno de cada tres peruanos vive en Lima, una ciudad con alrededor de 10 millones de personas. Muchas de ellas habitan zonas de alto riesgo, asentamientos establecidos mediante sucesivas invasiones y maniobras de tráfico de tierras. A mediados de la semana pasada, el río Rímac, que atraviesa Lima, y un afluente, el Huaycoloro, se desbordaron.
Simultáneamente, una serie de tormentas se abatieron sobre las ciudades de la costa norte. Las redes sociales y los noticieros difundieron escenas de puentes destruidos, gente varada en la orilla equivocada, vecindarios sumidos en el lodo y heroicos esfuerzos de rescate.
Desde la mañana del miércoles 15 hasta el lunes 20 de marzo, el suministro normal de agua potable fue suspendido en casi toda la capital, porque la turbidez del río y el exceso de desperdicios, animales muertos y escombros que arrastraba el Rímac no permitía captar aguas y tratarlas. En la tarde del sábado, el Servicio de Agua Potable y Alcantarillado de Lima (SEDAPAL) reanudó fugazmente el servicio y los limeños pudieron juntar algunos baldes de agua de emergencia.
Ya en febrero el gobierno había declarado cuatro regiones en emergencia. Aunque suena a medida extraordinaria, el estado de emergencia, en una u otra parte del país, es casi cotidiano en el Perú.
A fines de 2016, a tres meses de iniciar su gobierno, el presidente Pedro Pablo Kuczynski debió enfrentar una sequía prolongada en la costa norte, que impedía iniciar la campaña de cultivo de arroz, el principal alimento energético de los peruanos. La sequía propició también una docena de incendios forestales en el norte, que afectaron cinco áreas naturales protegidas. El país ya venía de experimentar incendios generalizados en la Amazonía entre junio y septiembre. Estos fueron precedidos por varios meses de alerta climática durante el verano 2015-2016, cuando la sospecha de un Niño en ciernes llevó al Presidente anterior, Ollanta Humala, a destinar tres mil millones de soles (casi mil millones de dólares) para labores preventivas.
El Niño es un fenómeno cíclico intrínseco a la dinámica climática del planeta. Se desarrolla en el Pacífico ecuatorial y afecta a la costa peruana, pero sus repercusiones pueden ser globales. Este fenómeno está asociado al ciclo anual de los vientos que soplan a lo largo de la costa de Perú y Chile, de sur a norte; y mantienen la superficie del mar fría. Cada verano, esos vientos se debilitan, permitiendo que el mar frente al Perú se caliente y que ingresen aguas cálidas desde el Ecuador e incluso desde Indonesia. La mayor evaporación sobre el mar y la calma se combinan para producir un poco de lluvia en el desierto.
Cada tres a ocho años, con recurrencia previsible pero impredecible, el ciclo se intensifica, y entonces se da un Niño con grandes lluvias que a veces se convierten en diluvios. En la historia reciente, hemos tenido eventos extremos, o Meganiños, en 1877, 1891, 1925, 1983 y 1998. El fenómeno no está conectado de ninguna manera evidente con el cambio climático, pero probablemente seguirá ocurriendo junto con el calentamiento global, que haría más intensos y frecuentes los eventos climáticos extremos.
El Niño de este verano todavía está muy lejos de provocar los perjuicios de un Meganiño. El último, en 1998, produjo más de 372 mil damnificados en la costa y la selva del país. Sin embargo, este Niño y las lluvias estacionales en los Andes ya pusieron al borde del colapso a las principales ciudades peruanas.
Pese a experimentar más de una década de crecimiento económico sostenido, Perú no ha logrado operar la alquimia social de pasar de la cantidad a la calidad, y sigue sin estar preparado para capear su propia variabilidad climática. Hoy se encuentra más vulnerable y bajo mayor riesgo climático que en el pasado.
Dos filmaciones de los últimos días parecen resumir la amplitud del desafío: las imágenes de la joven Evangelina Chamorro luchando por su vida entre el lodo de un huayco que afectó al balneario de Punta Hermosa; y las imágenes del Puente “Solidaridad”, inaugurado por el actual alcalde de Lima, Luis Castañeda, hace siete años, y derrumbado por el río Rímac.
Chamorro, según su esposo, estaba “en el centro del corral (de animales) y por ambos lados se venía el río”. La familia, se deduce, había decidido establecerse en el previsible camino del aluvión.
El alcalde, por su lado, ante la vergüenza del puente desplomado, explicó que “la ingeniería tiene un límite que siempre es superado por la naturaleza”.
Excusas parecidas han sido ensayadas por las autoridades en todas las regiones afectadas. El propio Kuczynski adjudicó la emergencia al “calentamiento global”, que tiene poco o nada que ver con la natural recurrencia del Niño, ni con las lluvias que arrecian en los Andes todos los veranos.
El que ha cambiado es el paisaje humano. Los campos cultivados han sido recubiertos de cemento. Allí donde la población era dispersa, hoy se agolpan millones de personas. Los techos, en las ciudades de la costa, son planos y permeables; pero las vías públicas son impermeables y sin drenajes, propensas a empozamientos.
La crisis, que ha tocado tan de cerca a la capital del país, podría catalizar voluntades amodorradas durante mucho tiempo. Un incierto espíritu de solidaridad surgió en los últimos días. El presidente y sus ministros repartieron su presencia en distintos puntos de atención crítica, ofreciendo una coherente sensación de serenidad ejecutiva. La información ofrecida a la población ha sido notablemente sensata y oportuna. La oposición suspendió el fuego cruzado que mantenía con el gobierno. Miles de ciudadanos enlodados, con sus bienes perdidos, sin agua potable y expuestos al sol inclemente, mantienen una estoica disciplina, salvo una que otra explosión verbal de angustia o impaciencia.
Más allá de las quejas previsibles contra las autoridades corruptas o ineptas, y contra la inoperancia del Estado, en las discusiones públicas y privadas abiertamente se reconoce la necesidad de incorporar elementos de ordenamiento territorial y urbano en la reconstrucción que seguirá a la atención de la emergencia, incluyendo la reubicación de cientos de miles de personas que han invadido y urbanizado orillas inundables, caminos de avalancha y quebradas secas, o que han interrumpido los cauces con desperdicios durante décadas. Muchas obras de infraestructura vial requieren ser reforzadas o construidas de nuevo para soportar eventos extremos.
Curiosamente, Kuczynski, un tecnócrata septuagenario y un político heterodoxo que sin ningún empacho se retrata como “un presidente sin esperanzas de grandeza”, podría, por la misma parsimonia y frialdad analítica que le ha valido ir descendiendo en popularidad, catalizar —ante la crisis— las voluntades coherentes y de largo aliento que será necesario movilizar para una reconstrucción fundamental, que no consista, otra vez, en salir del paso.
El presidente ya anunció un fondo de reconstrucción de 2500 millones de soles, que, sin embargo, solo debería ser el comienzo de una tarea enorme y sostenida.