Marina Arias, junto su hija y su nieto en el homenaje en San Vicente del Caguán a su marido, Erley Monroy, asesinado en noviembre. CAMILO ROZO
Los asesinatos de líderes sociales golpean al país en el inicio de la implementación de los acuerdos con las FARC
La llamada le salvó la vida que le descerrajaron a su marido. Marina Arias iba a ir en la moto junto a Erley Monroy. Un amigo transportador de leche le comentó que tenía un sitio en la cabina de su camioneta. “Vete con él, que va a llover”, le animó su esposo. No habían pasado ni cinco minutos desde que se desviaron del camino, cuando Arias recibió otra llamada, esta vez de un joven de la zona: “Don Erley está tirado sobre la vía”. Cuando llegaron, su marido, de 54 años, yacía aún con vida pero inconsciente. Le habían disparado con un revolver a bocajarro, casi seguro desde otra moto. Uno de los tiros le dio en el brazo, el otro se le quedó incrustado en la cabeza. Murió camino del hospital. Pocas horas, el pasado 18 de noviembre, en una zona relativamente cercana a la del crimen en San Vicente del Caguán, unos encapuchados entraron en casa de Didier Losada y lo asesinaron en presencia de su mujer y su hijo. No había pasado ni un día cuando, al salir del velorio de Monroy, Hugo Cuéllar fue baleado. Algunas versiones apuntan a que se salvó de morir porque vio cómo el sicario sacaba la pistola y alcanzó a lanzarse sobre él. Todos eran líderes sociales.
“Erley ya se acabó, murió, pero quedan miles de familias campesinas con muchos miedos”, reflexiona con aplomo Arias, parapetada tras un sombrero y unas enormes gafas de sol que no logran camuflar unos ojos vidriosos en este primer viernes de diciembre donde el sol no da tregua en San Vicente. Acaba de terminar una marcha en homenaje a su marido. Al municipio han llegado cuatro autobuses repletos de campesinos. Durante una hora caminan ante la mirada condescendiente de centenares de personas. El Ministerio del Interior, en base a los datos de la oficina de Derechos Humanos de la ONU, estima que han muerto en lo que va de año cerca de 60 líderes sociales. Al menos una treintena más ha sufrido atentados y casi 300 son víctimas de amenazas. Las cifras para algunas organizaciones son superiores. Solo Marcha Patriótica, un movimiento de izquierda, calcula que en los últimos cuatro años han muerto más de 120 miembros de su formación.
Estos ataques golpean de lleno el inicio de la implementación de lo acordado entre el Gobierno y las FARC, especialmente uno de los puntos clave de las negociaciones: la reforma rural integral. “Muchos han sido asesinados por ser líderes sociales que reclaman las tierras. Lo quieren impedir a base de matarlos y que la tierra quede en manos del 0,4% de la población, que son los propietarios del 46% del territorio, según el último censo agropecuario”, asegura Aída Avella, histórica líder de la Unión Patriótica (UP), la formación de izquierda que surgió de las negociaciones de paz con el presidente Belisario Betancur en los ochenta y que perdió a más de 3.000 integrantes, asesinados por grupos paramilitares, incluidos dos excandidatos presidenciales.
Monroy era defensor de una reserva campesina y uno de los líderes que se enfrentó a las empresas que querían extraer pozos petroleros en la región de La Macarena, entre los departamentos de Meta y Caquetá. En su caso, no había recibido amenazas, pero en San Vicente, donde gobierna un alcalde del uribista Centro Democrático a quienes muchos acusan de hacer señalamientos sobre los líderes sociales, aparecen cada vez con más asiduidad panfletos firmados por las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), supuestamente desmovilizadas a principios de este siglo, y otros movimientos de corte similar. La tónica se repite en muchas zonas del país, especialmente en la costa caribeña. Este repunte ha puesto en máxima alerta a las autoridades, que ya no pueden esconder su preocupación por la sombra de una nueva guerra sucia sobre Colombia. Durante mucho tiempo se han negado a admitir la presencia de nuevos grupos paramilitares, a los que se referían con el calificativo de bandas criminales, vinculadas al narcotráfico.
El reconocimiento de que aún hay paramilitarismo en Colombia fue uno de los reclamos de las FARC al Gobierno durante las negociaciones de paz. Este mismo fin de semana, la guerrilla ha advertido de la presencia de grupos armados cerca de una de las zonas donde se desmovilizarán. “Con la salida de las FARC, aparecen otros actores armados que buscan ocupar ese espacio”, adueñarse del territorio, crear pánico”, asegura la viuda de Monroy, profesora en San Vicente, feudo tradicional de la guerrilla.
Durante décadas, en gran parte de Colombia el ‘Estado’ han sido las FARC. “Necesitamos una nueva institucionalidad en los territorios que cree confianza. Nosotros no somos los gestores ni los responsables de estas afectaciones a la paz. Reclaman derechos colectivos que la Fiscalía no provee”, aseguraba esta semana el fiscal general, Néstor Humberto Martínez, a quien las organizaciones sociales critican por una supuesta pasividad a la hora de investigar los crímenes. “¿Queremos más detenciones o una cultura de la legalidad? Es urgente dar estabilidad a los acuerdos de paz para que llegue al territorio la institucionalidad”, se defendía.
El fiscal niega que haya un “grado de sistematicidad, una mano negra, invisible, que esté afectando a los líderes de derechos humanos”, y argumenta que lo existe es una “multicausalidad”, un término demasiado enredado para quienes sufren la violencia, como Aída Avella, quien vivió durante años en el exilio: “Están empleando el mismo método, primero un asesinato en un departamento, luego en otro, y así no se nota mucho. Lo que no sabemos es cómo va a ser la siguiente etapa”.
Avella insiste en que de nada sirve detener al sicario, el último eslabón de la cadena, si no se va más allá. “Hay que investigar a los financiadores y autores intelectuales, que claramente son los terratenientes”. La Fiscalía se ha comprometido a ello. En su comparecencia en el Congreso, Martínez aseguró que financiar a grupos paramilitares será tipificado como delito de lesa humanidad. Avella admite que hay una diferencia importante entre los ataques de este año y el genocidio de la UP. “Ahora hay un sector del Ejército y de la Policía que no apoya el paramilitarismo, sobre todo en la cúpula. El problema es los que vienen después, que colaboran o miran para otro lado”, insiste. Es otra llamada de atención para evitar más muertes como la de Erley Monroy en aquella vía de San Vicente del Caguán, a escasos metros de un batallón del Ejército.