8 mayo 2020-
Por: Alfredo Corchado- The New York Times –
EL PASO — El otro día, armado con un cubrebocas, recorría a toda prisa los pasillos de un supermercado orgánico, evaluando los productos, apretando las naranjas y los tomates, cuando me vino un recuerdo.
Yo, a los 6 años, agachado para recoger estas mismas frutas y verduras en el Valle de San Joaquín, en California. Pasé los fines de semana de primavera y los abrasadores veranos de mi infancia en esos campos, bajo la mirada vigilante de mis padres. En mi adolescencia, mis padres, hermanos, primos y yo trabajamos como eslabones esenciales en una cadena de suministro que mantenía a Estados Unidos alimentado, pero siempre estuvimos a un paso de la burla, la detención y la deportación.
En la actualidad, cientos de miles de migrantes mexicanos y centroamericanos hacen ese trabajo. Según cálculos del Departamento de Agricultura, cerca de la mitad de los trabajadores agrícolas del país —más de un millón de trabajadores— son indocumentados. Los productores agrícolas y los contratistas de mano de obra estiman que el porcentaje real se acerca más al 75 por ciento.
De repente, ante la pandemia del coronavirus, estos trabajadores “ilegales” han sido considerados “esenciales” por el gobierno federal.
Tino, un trabajador indocumentado de Oaxaca, México, está cortando espárragos con un azadón en la misma granja donde mi familia trabajó alguna vez. Recoge tomates en verano y melones en otoño. Me dijo que su empleador le ha dado una carta —que guarda en su cartera, junto a una foto de su familia— para que cualquiera que lo interrogue sepa que él es un trabajador “crítico para la cadena de suministro de alimentos”. La carta fue autorizada por el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, la misma agencia que ha pasado diecisiete años tratando de deportarlo.
“No creo que esta carta impida que la migra me deporte”, me dijo Tino. “Pero me hace sentir que tal vez tenga una oportunidad en este país, aunque los estadounidenses pueden cambiar de opinión mañana”, agregó.
Fiel a las formas, Estados Unidos todavía lo quiere todo: quiere que se le alimente, pero también quiere satanizar a los inmigrantes indocumentados que lo hacen posible.
Recientemente, el presidente Donald Trump tuiteó que “suspendería temporalmente la inmigración en Estados Unidos”, una amenaza consecuente con la política de golpear al inmigrante como una piñata que promovió en su campaña de 2016. Menos de 24 horas después, el mandatario se echó para atrás ante la presión de grupos
empresariales temerosos de perder el acceso a la mano de obra extranjera y anunció que mantendría el programa de trabajadores invitados.
En el pasado, Estados Unidos ha recompensado a los soldados inmigrantes que han luchado en nuestras guerras con una vía hacia la ciudadanía. Hoy en día, los campos (junto con las plantas empacadoras de carne, los camiones de reparto y los estantes de las tiendas alimentos) son nuestra vanguardia, y la seguridad fronteriza no puede desvincularse de la seguridad alimentaria.
Es hora de ofrecer a todos los trabajadores esenciales un camino hacia la legalización.
Puede parecer difícil imaginar que esto suceda durante la presidencia que ha hecho suyo el lema “Construyamos el muro” y cuando el Congreso estadounidense apenas puede acordar medidas de emergencia para otorgar estímulos. Muchos miembros del Partido Republicano ya ni siquiera apoyan el DACA, el programa que protegía a los dreamers que crecieron en el país y que podría ser revocado por la Corte Suprema esta semana. Sin embargo, la pandemia pone de cabeza nuestra política normal.
“Hemos comenzado a hablar sobre los trabajadores esenciales como una categoría de superhéroes”, comentó Andrew Selee, presidente del Instituto de Políticas Migratorias, una organización apartidista, y autor de Vanishing Frontiers. Si la pandemia continúa durante un año o dos, dijo, debemos pensar “de manera audaz sobre cómo tratar a los trabajadores esenciales que han arriesgado su vida por todos nosotros, pero que no tienen documentos legales”.
Por supuesto, Estados Unidos siempre ha sido un país voluble. Aprendí esa lección cuando mi tía Esperanza, quien dirigía el equipo de peones entre los que se encontraban mi madre, mis hermanos y mis primos, gritaba: “Háganse arco”. ¡Agáchense!
Los trabajadores sin documentos dejaban el azadón y se dispersaban. Corrían, si no por sus vidas, casi con toda seguridad por sus medios de subsistencia. Mirábamos cómo las camionetas de la Patrulla Fronteriza se detenían de manera abrupta, levantando el polvo. Los trabajadores desafortunados se dirigían directamente a la zanja o canal más cercano. Algunos solo se tiraban al suelo, con la esperanza de encontrar refugio entre los surcos de betabel, tomate o algodón. A veces, los agentes los perseguían. Nosotros siempre estábamos a favor de la presa.
En más de una ocasión, los agentes se llevaron a mi madre y a mi tía Teresa y las encerraron en las jaulas de la parte trasera de la camioneta porque no tenían sus green cards. Corríamos a casa, buscábamos los documentos y nos dirigíamos a las oficinas de inmigración en Fresno, a unos 95 kilómetros de nuestro campo de cultivo en Oro Loma, rezando para llegar antes de que las deportaran.
Estábamos desesperados por probar que tenían todo el derecho de estar en esos campos desolados, como si le estuvieran quitando un trabajo soñado a otra persona.
En una ocasión, la tía Teresa parecía realmente decepcionada al ver nuestras caras sonrientes. Estaba enojada porque no la habían deportado.
“Extraño a México”, dijo.
A veces, la noche después de esas redadas, ocurría algo desconcertante. Algún contratista o productor agrícola llegaba en su coche hasta donde estábamos reunidos para cenar carne de res con papas en salsa verde acompañada de tortillas. Nos felicitaba por el duro trabajo que habíamos hecho ese día y luego nos preguntaba si sabíamos de alguien que quisiera venir a trabajar con nosotros.
Las instrucciones eran simples: correr la voz y difundir la petición del productor en nuestros pueblos en México, ya que había caído tanta lluvia ese invierno que en el verano todo lo que nos rodeaba estaba maduro, anhelando el toque humano. La temporada parecía prometedora, con mucha cosecha por recoger.
Hoy no ha cambiado mucho. Los vulnerables —los dreamers que prestan servicios para el cuidado de la salud; las mucamas de los hoteles; los empleados de las plantas lecheras y agrícolas; los meseros, los cocineros y los garroteros en la industria de los restaurantes, con un valor de 900.000 millones de dólares― siguen trabajando para alimentar a sus familias mientras se sienten desechables, sujetos a la deportación por una nación ingrata.
Tino, el campesino del Valle de San Joaquín, está preocupado por el coronavirus. Se pregunta si, después de haber pasado diecisiete años ocultándose de las autoridades de inmigración, no sería mejor regresar a Oaxaca, “donde preferiría morir”.
Sin embargo, los sueños de Tino superan sus miedos. Quiere lo mejor para su familia, incluyendo a su hijo nacido en Estados Unidos, quien está decidiendo en qué universidad estudiará en California. Por eso sigue con su trabajo, por el que le pagan 13,50 dólares la hora.
Entre otros, trabaja para Joe L. Del Bosque, de Del Bosque Farms, uno de los productores más grandes de melones orgánicos del país. Del Bosque emplea a casi 300 personas en cientos de hectáreas, y sus frutas y verduras se venden en casi todos los supermercados orgánicos de Estados Unidos, incluida la tienda donde ahora hago mis compras en El Paso.
“Tristemente, se ha requerido una pandemia para que los estadounidenses se den cuenta de que los alimentos en sus tiendas de abarrotes y en sus mesas están ahí en gran medida gracias a los trabajadores mexicanos, la mayoría de ellos sin documentos”, me dijo Del Bosque. “Son los trabajadores más vulnerables. No se están ocultando detrás de la pandemia en espera de un cheque de estímulo”.
Junto con otros agricultores, ha estado pidiéndole al Congreso durante los últimos años que legalice a los trabajadores del campo, si no como parte de una reforma migratoria integral, entonces como un proyecto de ley enfocado en los campesinos, dado que “se necesitan esos trabajadores hoy, mañana y durante mucho tiempo”.
“Con o sin el coronavirus, debemos reabastecer constantemente nuestra fuerza de trabajo para asegurar el suministro de alimentos”, agregó.
Algunos legisladores del Partido Demócrata, entre ellos la representante Veronica Escobar de El Paso, están ejerciendo presión para incluir la legalización en cualquier paquete actualizado de ayuda por el coronavirus. “La hipocresía en Estados Unidos
es que queremos el fruto de su labor como indocumentados, pero no queremos darles nada a cambio”, dijo.
Incluso ahora que el desempleo tiene una proyección del quince por ciento o más, Del Bosque me dijo que duda que algún día vea una fila de estadounidenses buscando trabajo en sus campos. Los pocos que han llegado a las 5:30 a. m. no regresan. Algunos, dijo, renuncian a este arduo trabajo antes de su primera pausa para el almuerzo.
Le teme a una inminente escasez de mano de obra. Una que no se debería a la reanudación de las redadas del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos ni a un muro que pudiera mantener alejados a los trabajadores. Desde luego, le preocupa un posible brote de coronavirus, pero su preocupación más inmediata es que sus campesinos están envejeciendo. Su edad promedio es de 40 años. Mi vieja escuela, la Primaria Oro Loma, que alguna vez estuvo llena de niños mexicanos, cerró en 2010.
Los mexicanos son cada vez más escasos en los campos, pues menos hombres y mujeres migran cada año, ya sea porque encuentran mejores trabajos en México o debido a cuestiones demográficas. La tasa mexicana de natalidad cayó de 7,3 niños por mujer en la década de 1960 a 2,1 en 2018. Los que sí vienen quieren empleos mejor pagados en otras industrias.
La mejor manera de garantizar la seguridad alimentaria en el futuro es legalizar a los trabajadores actuales con el fin de mantenerlos aquí, además de ofrecer una vía hacia la legalización como incentivo para que lleguen más trabajadores agrícolas. Atraeríamos a personas no solo de México, sino cada vez más de Centroamérica y Sudamérica.
Del Bosque Farms ha dependido de los trabajadores mexicanos desde que los padres de Del Bosque, también inmigrantes mexicanos, comenzaron a contratarlos en la década de 1950 a través del Programa Bracero, que comenzó durante la Segunda Guerra Mundial. Ese programa emitió cerca de cinco millones de contratos para mexicanos, y los trajo a Estados Unidos como trabajadores invitados para que no hubiera escasez de mano de obra y los estadounidenses pudieran irse a combatir al extranjero.
Cientos de trabajadores que han laborado en Del Bosque Farms a lo largo de los años se han vuelto residentes legales, y muchos más han obtenido la ciudadanía, como mi padre, Juan Pablo.
Durante muchos años, mi padre pasó las primaveras y los veranos trabajando en Estados Unidos, pero todos los noviembres regresaba a su pueblo en México, donde tocaba en una banda llamada Los Pajaritos con sus cinco hermanos. No confiaba en que sus jefes estadounidenses fueran a aumentar su salario, y todo el tiempo le preocupaba la posibilidad de que lo deportaran de pronto, así que no se comprometía con ellos. Creía que los texanos eran los más prejuiciosos con los mexicanos.
Los chicos mexicanos trabajaban tan duro, argumentaron rancheros texanos durante uno de los periodos antinmigrantes cíclicos de Estados Unidos, que la contratación de mexicanos no debería considerarse un delito. Así, se adoptó en 1952 la disposición
texana conocida como Texas Proviso, la cual declaraba que emplear a trabajadores no autorizados no equivaldría “a albergarlos ni a ocultarlos”. Eso ayuda a explicar por qué los estadounidenses dicen que los inmigrantes son “ilegales”, pero no describen de la misma manera a los negocios que los contratan.
Cuando terminó el Programa Bracero en 1964 en medio de acusaciones de malos tratos a los mexicanos, mi padre pensó que ya se había hartado de arar la tierra con un tractor y cavar zanjas. Soñaba con administrar una tienda de abarrotes en México y criar a sus hijos en un paisaje rodeado de cerros. Sin embargo, era un trabajador tan esmerado que su jefe no podía concebir la idea de perderlo. Así que ayudó a mi padre a obtener una green card para cada uno de los miembros de su familia, incluyéndome. Más adelante, comenzó a trabajar para los Del Bosque.
Sin la legalización, se habría ido y probablemente jamás habría regresado.
Como inmigrante de 6 años, yo lloraba de noche bajo las estrellas de California, anhelando a México y estar con mis amigos y primos. Después, una noche, mientras mi madre me acomodaba las cobijas en la cama, acarició mi rostro: “Shhh, todos están aquí ahora”, susurró. Y tenía razón.
Ahora mis hermanos son un abogado, un contador, un conductor de camión y gerente de vantas, un guardia de seguridad, un procurador de fondos para la educación y un especialista en prótesis. Mis primos fueron a combatir en las guerras de Irak y Afganistán o a ayudar a dirigir centros médicos y empresas, incluyendo Walmart en Arkansas. Otros todavía trabajan en los campos de California, en las plantas cárnicas de Colorado, en asilos de ancianos o limpiando casas de gente rica. Muchos de nosotros hacemos un peregrinaje anual a nuestro pueblo de origen en el desierto mexicano, pero ya echamos raíces aquí.
Sin que nos lo agradezcan, estamos reabasteciendo a Estados Unidos.