¿Si la bomba fue puesta en el avión por un suicida engañado por el Cartel de Medellín, por qué nunca apareció su cadáver entre las víctimas? En una investigación sobre accidentes aéreos una prioridad es la identificación de las víctimas. En el caso del vuelo 203 de Avianca, 27 años después nadie tiene clara la lista.
A principios de 2016, la Fiscalía Octava de Derechos Humanos en Bogotá, donde reposa el expediente de la explosión del avión de Avianca, recibió una tardía declaración. Elizabeth Ballén, esposa de Jaime Alejandro Vanegas, un exitoso empresario bogotano que murió el 27 de noviembre de 1989, se acercó a los investigadores para revelar un secreto que guardó durante 26 años. Por equivocación del Instituto de Medicina Legal sepultó dos veces a su marido. Sólo uno era el verdadero. El otro cadáver nadie lo reclamó.
Elizabeth tenía 28 años cuando el avión HK 1803, que viajaba desde la capital colombiana a Cali, estalló en pedazos sobre el municipio de Soacha. La noticia la recibió cuando salía de su apartamento en el barrio Modelia en Bogotá, donde vivía con su hijo de cinco años. Su padre la llamó a contarle que su esposo era una de las víctimas. Llevaban 12 años juntos, seis de novios y seis de casados. Él trabajaba en la empresa Gillette, fabricante de productos de aseo. Ella aún no se había graduado como ingeniera de sistemas.
Horas después de que Elizabeth Ballén se enteró de la noticia, los cuerpos de las víctimas empezaron a llegar a Medicina Legal. Los trasladaron en volquetas desde el cerro Canoas hasta la sede principal de esa entidad, en el centro bogotano. Llegaron en bolsas plásticas. La mayoría amputados y con huesos rotos. Muchos con el cráneo destrozado. Otros eviscerados por la presión de los cinturones de seguridad. Algunos con quemaduras. La falta de cuidado a la hora de marcar cada bolsa provocó una mezcla de etiquetas y cuerpos, de tal forma que a los patólogos, odontólogos y dactiloscopistas no les quedó otra opción que empezar de cero. En esa época no existían pruebas de ADN y la medicina forense apenas se modernizaba en el país.
Elizabeth prefirió esperar al día siguiente para reclamar el cuerpo de su esposo. “Por esta ventanilla se informa lo relacionado con el siniestro aéreo”, leyó en un cartel improvisado y pegado sobre un muro de ladrillo del Instituto, en torno al cual se aglutinaron decenas de personas ansiosas. Dos familiares que la acompañaron entraron a recibir el cuerpo. Ella alcanzó a ver bolsas desperdigadas en un parqueadero y funcionarios tratando de separar los cadáveres mutilados. Primero sintió rabia, luego alivio cuando le confirmaron que habían identificado a Jaime Alejandro Vanegas. Se lo entregaron en un ataúd sellado. La inhumación fue en el cementerio Jardines del Recuerdo, y al noveno día le dedicó una misa.
A los pocos días de la ceremonia recibió otra llamada de Medicina Legal. Elizabeth, le dijeron, tenemos a su esposo. “Esta vez fui llena de preguntas, pero lo identifiqué al instante. Especialmente por su pelo. Era crespo, chuto. No tenía duda. Así que tuve que enterrarlo otra vez”, recuerda.
¿Y el otro cuerpo? “Aún está en el cementerio”, responde. El miedo la obligó a guardar silencio durante 26 años. “No sabía a dónde denunciar ni a quién buscar para entregárselo. Ahora habrá que exhumarlo y hacer pruebas de ADN para saber quién era”.
El nombre de Jaime Alejandro Vanegas apareció en todas las listas de fallecidos que publicaron los principales periódicos al día siguiente de la explosión. La de El Espectador, El Tiempo y El País, de Cali, coincidieron en el número de víctimas: 107. Seis personas de la tripulación y 101 pasajeros. Sin embargo, no eran iguales. Es probable que periodistas de uno u otro periódico las recibieran de fuentes distintas, o quizá, en medio del ajetreo de las salas de redacción, que cometieran errores en la transcripción de los nombres. El acertijo de las víctimas apenas comenzaba. Ni siquiera tres décadas después la Fiscalía posee un listado definitivo.
Aquellos días posteriores a la explosión del HK 1803 reinó la confusión. Personas furiosas llamaron a los medios de comunicación porque leyeron o escucharon sus nombres en las listas divulgadas. Ahí estaban, vivos, para demostrar los errores. Semanas después, Avianca y la Aeronáutica Civil despejaron las dudas con un listado final de 107 nombres. En este reporte oficial se filtraron errores. Incluyeron a Jaime Ordóñez, Eduardo Solarte, Diego Sánchez y Jorge García, quienes jamás subieron al avión. Y omitieron a Hernando González Luna, identificado por Medicina Legal, y a Germán Díaz Espitia, por los medios.
De Julio Santodomingo, quien se supone compró los tiquetes y a última hora no abordó el avión, no existe rastro alguno. Es un fantasma con el mismo nombre del entonces dueño de la compañía
Memorias de un patólogo
El Instituto de Medicina Legal sigue ocupando el mismo viejo edificio de ladrillo al que llevaron en volquetas los cuerpos de la explosión del avión en 1989. Desde esa fecha, aproximadamente 600.000 expedientes de muertes violentas en Colombia se han sumado a los registros de patología. Es un lugar lúgubre, inseguro, ubicado a escasas cuadras del Bronx, hasta hace poco el mayor expendio de drogas de Bogotá. En una oficina del quinto piso, con viejos libros de medicina en los estantes, se encuentra el lugar de trabajo del patólogo Pedro Emilio Morales Martínez. Un testigo de aquel episodio.
Cuando explotó el avión de Avianca, Morales terminaba una especialización en patología y había conseguido un cupo en el Instituto. Ahora es el subdirector de Servicios Forenses. En este lapso se casó tres veces y tuvo seis hijos. Vio pasar por la morgue cuerpos de políticos traicionados, guerrilleros legendarios, niñas violadas, actrices suicidas o muertos sin nombre.
La imagen de las volquetas descargando cadáveres frente a la puerta de Medicina Legal permanece nítida en su memoria. Muertos en bolsas negras. La confusión en las etiquetas. Las largas jornadas de trabajo. En aquella época, la estrategia de identificación se reducía a cartas dentales, huellas dactilares y elementos asociados. “Recuerdo a un señor de vestido gris y dentro de su vestido una relojera y un rosario, de los chiquitos, de los de anillo. Le preguntamos a una señora qué objetos tenía su esposo y ella respondió que él rezaba todo el tiempo”.
En 1994, el patólogo Pedro Morales fue invitado a testificar en el juicio contra Dandenis Muñoz Mosquera en Estados Unidos. Ante la justicia norteamericana, habló sobre el trabajo forense que llevó a cabo con sus colegas. Años después de ese viaje a Nueva York bautizó a una perra de raza fila brasileño con el sobrenombre del sicario procesado: Kika. Acomodado frente a su escritorio, en el que se acumulan dictámenes forenses, recuerda la nada sencilla misión de identificar a las víctimas. “Había fragmentos corporales que quedaron sueltos. Hoy les haríamos genética, pero en ese tiempo no había forma de identificarlos. El último lo identificamos casi dos años después. Probablemente era el señor acusado de llevar el elemento explosivo”.
Dos fantasmas en el vuelo 203
Medicina Legal logró identificar 87 cadáveres, aunque en esa lista había tres nombres repetidos. Al cabo de unos días reportaron siete más. En total identificaron 91 cuerpos. Entre ellos apareció un nombre que jamás fue reseñado en los periódicos: Víctor Molina. Aún hoy, la Fundación Colombia con Memoria, que reúne a las víctimas del avión de Avianca, no lo tiene entre sus registros.
Aclarar la lista definitiva de los pasajeros era un detalle crucial en la investigación. Las autoridades señalaron a Alberto Prieto y Julio Santodomingo como los autores materiales del atentado. De Julio Santodomingo, quien se supone compró los tiquetes y a última hora no abordó el avión, no existe rastro alguno. Absolutamente nada. No figura en ninguna lista. Lo que se ha dicho siempre es que se trataba de un “alias”. Integrantes de la Fundación de las Víctimas aseguran que alguna vez vieron un tiquete a su nombre. El destino de ese papel es incierto. Santodomigo no es más que un fantasma con el mismo nombre del entonces dueño de la compañía aérea.
La confusión en torno al misterioso Santodomingo que se registró, pero no abordó, podría haberse originado en el análisis que se hizo de las conversaciones de la tripulación que quedaron grabadas en la caja negra antes de que el estallido cortara la línea de datos o energía. Los investigadores sospecharon algo raro en un fragmento de los diálogos:
A las 7:07 a.m., minutos antes de despegar, una auxiliar dijo:
–Capitán… espere, perdón, estamos esperando a un pasajero más que se atendió pero no abordó… supuestamente el equipaje es una caja. Pero no los veo bajando maletas.
Segundos después el capitán preguntó si había algún problema y le respondieron que no, que estaban esperando que cerraran la puerta principal.
–Comandante, estamos a sus órdenes para que continúe con el protocolo de vuelo– agregó la auxiliar.
la silla en que el supuesto suicida hizo detonar la bomba.
15F
“
El señor Prieto apareció explicando públicamente que, aunque su nombre estaba en la lista de pasajeros, la niña del mostrador de Avianca lo había enviado en el vuelo anterior.
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En cuanto a Alberto Prieto, la historia es más enrevesada. Su nombre sólo apareció en un listado publicado por El Espectador. Justamente fue este diario el que primero lanzó la hipótesis sobre la relación de Prieto con la explosión de una bomba en el asiento 15F y reveló su supuesta relación con el pasajero Julio Santodomingo. Dos periodistas de esa época recordaron que el entonces director del DAS, general Miguel Maza Márquez, fue fuente directa de algunos pormenores del caso Avianca. Alberto Prieto fue incluido en uno de los listados de Avianca y de la Aerocivil pese a que Medicina Legal nunca logró identificar su cuerpo.
En un artículo de la revista Semana titulado “El misterio”, correspondiente a la edición del 5 al 11 de diciembre de 1989, los periodistas repararon un detalle importante: “No tenía fundamento una versión aparecida en la prensa, según la cual unos misteriosos pasajeros, de nombres Julio Santodomingo (homónimo del dueño de Avianca) y Alfonso Prieto, habrían comprado su tiquete el día anterior y, en circunstancias no muy claras, habrían decidido a último momento no abordar el avión. El señor Prieto apareció explicando públicamente que, aunque su nombre estaba en la lista de pasajeros, la niña del mostrador de Avianca lo había enviado en el vuelo anterior”.
La edición de la revista VEA, que circuló tres días después de la explosión incluyó un artículo titulado “La suerte salvó a más de uno”, en el que se registró el caso de Alfonso Prieto Vega. Prieto tenía reserva para el vuelo 203, pero llegó temprano al aeropuerto y “al pasar su tiquete, la encargada del counter le asignó un pasabordo para el vuelo 293 que salió 15 minutos antes del HK 1803”. Prieto Vega se enteró de la tragedia cuando se dirigía en un taxi del aeropuerto Bonilla Aragón al centro de Cali. “Volví a nacer”, dijo más tarde.
¿Era Alberto Prieto el mismo Alfonso Prieto que reseñaron los dos medios? ¿Se equivocó la persona que elaboró la primera lista de Avianca? ¿Fue un nombre ficticio creado para consolidar la teoría de la bomba? Lo cierto es que 27 años después no hay rastro de Alberto Prieto. Alfonso Prieto, en cambio, se salvó de la muerte. Aún se le llenan los ojos de lágrimas y le tiembla la voz al recordar ese día: “Cuando llegué había una fila de unas ocho o diez personas delante de mí para entregar equipaje en el counter y entrar al avión. Eran aproximadamente las 6:20 de la mañana. En ese entonces ponían unas plaquetas que decían para dónde iba el vuelo. Decía Cali, pero de un momento a otro una señora lo cambió y puso Pasto”.
–Debe ser que el tiempo está malo–, fue la hipótesis del conductor del taxi para explicar el accidente.
–No, estaba haciendo un sol espectacular. Hacía buen día. Era muy bonito, despejado. Me iba a venir en ese vuelo– replicó Prieto.
–Uy, no lo puedo creer.
–Yo tampoco.
Tan pronto tuvo a mano un teléfono llamó a su suegro y le avisó que estaba vivo, pues lo habían cambiado de vuelo. El periodista Yamid Amat lo entrevistó esa noche. Días más tarde se enteró que el sospechoso de la bomba era alguien con su mismo apellido. Alfonso Prieto tuvo una hija. Trabajó en varias empresas. Ninguna autoridad judicial lo buscó para aclarar su versión. Ni siquiera para diferenciar a los pasajeros que compraron tiquete, los que abordaron y los que cambiaron de vuelo. Él aún conserva su tiquete y pasabordo. Su número no coincide con el que reportó la Aerocivil al Tribunal Administrativo de Cundinamarca para Alberto Prieto. “Aprendí que aunque la vida actual sea de tantos afanes y carreras, siempre se debe ser sereno y tener paciencia ante las adversidades”, concluye Prieto.
Este fue el aviso en el que Avianca expresó su molestia por un artículo publicado por periodistas de la revista Semana.
Un Nintendo cuasi bomba
Los periodistas de Semana que cuestionaron la teoría de la bomba pensaban que la compleja situación de orden público que vivía el país alimentaba la paranoia. Tanto así que, “dos días después del accidente, fue noticia mundial otra supuesta bomba en un avión de Avianca en el aeropuerto de Los Ángeles. Después de un suspenso cinematográfico en que la maleta fue aislada para hacerla explotar, se descubrió que el artefacto terrorista no era otra cosa que un Nintendo, el juego electrónico que había reemplazado al Atari en la casa de los niños ricos”.
Ese artículo incomodó a Avianca que pagó un aviso publicitario en el periódico El Tiempo para expresar su indignación ante las dudas sembradas por la revista Semana:
“La revista Semana en su edición 396 en su informe especial de periodismo semiinvestigativo titulado en forma truculenta ‘El Misterio’, hace afirmaciones e interpretaciones seudotécnicas y llega a conclusiones falaces de principio a fin. El interés que guía a esta publicación no es otro que el escándalo y el amarillismo para llevar ante la opinión y los usuarios la convicción de que no hubo terrorismo ni acción de fuerzas enemigas de la sociedad, sino deficiencias en el mantenimiento”.
Los periodistas de Semana fueron optimistas cuando escribieron: “Lo único seguro es que la incógnita de la bomba será resuelta dentro de muy poco tiempo y en forma definitiva”.
Pero en la historia oficial del avión de Avianca HK 1803 no sólo resultó oscura la identidad de los perpetradores del atentado. También es incierto el motivo del crimen: matar a César Gaviria Trujillo. El entonces candidato a la Presidencia de la República no tenía planeado volar en ese avión.