15 julio 2020 –
Por: Gonzalo Silva Rivas, Socio del CPB – El Espectador –
El controvertido y no muy bien explicado viaje del fiscal general a San Andrés, hace una semana, puso otra vez en los titulares de prensa a este hermoso rincón insular, que poco sonaba desde hace ocho años, cuando un fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya confirmó que Colombia tenía el control soberano sobre este archipiélago.
Fue aquella una decisión con cierto tufillo agridulce, por cuanto la Corte, al trazar una nueva línea de delimitación con Nicaragua, despojó al país de 75.000 kilómetros del territorio marino, y el Gobierno, entonces, consciente de la profunda deuda histórica que el Estado tenía con los habitantes de la región insular, anunció un plan de inversiones, materializado con la ejecución de algunas obras, que rápidamente se agotó.
Tras aquel granito de arena, la voluntad política para promover el desarrollo del archipiélago se desvaneció y la interminable lista de necesidades insatisfechas, provocada por la desidia oficial, ha venido creciendo con el paso de los años. La pérdida del 40 % del mar territorial afectó a centenares de pescadores artesanales y la base del sustento familiar se concentró en el comercio, pero particularmente en el turismo, el pilar de la economía isleña.
La ausencia de turistas desde hace cuatro meses, derivada por la emergencia del coronavirus, ha complicado los frentes de ingresos y la isla se encuentra literalmente aislada, con riesgo de rotura de su tejido empresarial y ad portas de desatar una profunda crisis económica que podría desencadenar en toda una tragedia social. El 90% de los habitantes no perciben ingresos, dado que su subsistencia depende de los recursos del turismo, actividad que se tomará su tiempo en llegar y recobrar los flujos de años anteriores.
San Andrés, Providencia y Santa Catalina, y los demás cayos e islas que conforman el archipiélago, han perdido más de $11.000 millones de pesos durante esta emergencia sanitaria, tienen la ocupación hotelera en ceros y sufren parálisis en la circulación de dinero por falta de servicios y alternativas laborales. Los créditos anunciados por el Gobierno han cobijado a menos del 1% de los empresarios, porque los banqueros —como sucede en todo el país— se abstienen de otorgarlos, por considerar que el turismo —el nuevo “petróleo” colombiano, según el presidente Duque— es un sector de alto riesgo.
No son fáciles, pues, los tiempos que se viven en San Andrés, donde no hay huéspedes para los hoteles ni comensales para los restaurantes ni compradores para los locales comerciales. Los isleños viven con hambre, el abastecimiento es escaso, los productos básicos de la canasta familiar crecen a ritmo inesperado, las tarifas de los muelles están dolarizadas y los empresarios no soportan la carga salarial derivada de sus negocios.
La pandemia ha hecho estragos en la economía insular, arrinconada desde hace cuatro meses, mas no en la salud de la población, pues este lugar ha sido privilegiado frente a la arrasadora amenaza del virus. La isla es un territorio bajo de COVID-19, en el que —hasta hace dos días— solo se registraban 29 casos y ni un solo muerto, reto que deberán sostener sus autoridades, que apenas cuentan con una decena de camas UCI para atender la eventualidad de una emergencia sanitaria.
La bella isla del Caribe colombiano, declarada por la Unesco como Reserva de Biosfera Seaflower —la más grande del planeta—, ha sido arrasada por una clase política local depredadora, inútil e incapaz y un Gobierno Central sordo y ausente. Su actual gobernador, Everth Julio Hawkins, tiene medida cautelar de suspensión por la presunta omisión de sus deberes en el manejo del sistema de salud del departamento y la Procuraduría lo investiga por presuntas irregularidades en un contrato de suministros de material sanitario para enfrentar la pandemia. Hace dos años, el entonces titular del despacho, Roland Housni, fue enviado a la cárcel al verse involucrado en diversos actos de corrupción.
La prolongada cuarentena que vive el archipiélago debería marcar una pausa para iniciar la batalla contra la politiquería y restituir la legitimidad institucional, así como para reorientar su modelo de desarrollo económico, de manera que involucre a la población, aumente la calidad de vida, promueva crecimiento y garantice la conservación del entorno natural y cultural, su materia prima para la sostenibilidad y progreso del destino. Pero, al parecer, no hay voluntad ni material humano para proyectar una nueva hoja de ruta.
Haría bien el Gobierno Nacional en dirigir mirada y esfuerzos hacia el archipiélago, un territorio orgullosamente colombiano, en el que la economía y el turismo naufragan al ritmo de la ausencia estatal, el desgobierno y la corrupción, que le niegan su futuro. La inútil presencia del viajero y bravucón fiscal Francisco Barbosa no dio luces, siquiera, sobre las irregularidades que desde hace un año rodean del proyecto hotelero Grand Sirenis, propiedad de la familia Gallardo y del señor Álvaro Rincón, esposo de la vicepresidenta de la República, Marta Lucía Ramírez.
La reapertura turística de esta isla del olvido podría estar entre las últimas en darse y, en el entre tanto, bien se pudiera incubar un desastre si la crisis de su débil economía se dispara, como un chorro de agua, de esos que durante los fuertes oleajes arroja su hoyo soplador.
Posdata. En los últimos tres años, San Andrés superó el millón de visitantes, flujo que les ha dado vuelo a sus servicios de alojamiento y de comida, que representan el 24,7%. Entre 2012 y 2019 la llegada de extranjeros no residentes al archipiélago representó en promedio el 4,3 % del total nacional.
@Gsilvar5