No puede ser que el rechazo a las élites en EE. UU. llevara a elegir a un magnate cuyo retrete es de oro; que el nuevo líder del obrero gringo sea un dueño de rascacielos que no paga impuestos; que el héroe del hombre común piensa recortar los programas de asistencia social y reducir los impuestos de los ricos; y que el presidente de la superpotencia mundial, con el mayor arsenal de armas nucleares, tenga la madurez de un mocoso que no tolera que le critiquen su peinado.
Por: Juan Carlos Botero
Por eso no entiendo que luego de ocho años de obstrucción y una conducta temeraria y antipatriótica, motivada por el racismo y el odio a Obama, el Partido Republicano no sólo no fuera castigado sino que fuera premiado en las urnas. Y tampoco entiendo que muchas mujeres y muchos latinos hayan votado por Trump. O sea, ¿qué tenía que hacer, o que más tenía que hacer ese tipo para que no votaran por él? Los insultó, amenazó, redujo a un estereotipo peligroso y vulgar, ¿y lo apoyaron? Como dijo Kundera: parecen aliados de sus propios sepultureros.
Aun así, lo peor es saber que la democracia, que siempre he considerado un valor absoluto, ha sufrido un guantazo de desprestigio, porque en menos de seis meses tres votaciones libres han atentado en contra de la cordura y el bien común, como pasó en Inglaterra con Brexit, en Colombia con el No, y en EE. UU. con Trump.
No obstante, quizás lo único bueno de estas elecciones es que refrescan cosas esenciales, las que no se deben olvidar. Por ejemplo: que jamás debemos aceptar lo inaceptable. Que las mujeres no son objetos y las charlas vulgares de camerinos no son bromas inofensivas, sino que toleran el abuso e incitan el atropello sexual. Que votar importa, y no votar es permitir que otros (con otros valores y principios) decidan tu vida. Que una cosa es tener el poder y otra es tener la razón. Que la verdad es frágil, y que los hechos verificables existen y no se pueden cambiar por opiniones disfrazadas de certezas. Que el racismo exige una lucha sin fin, que a lo mejor nunca se podrá erradicar, pero si no se combate siempre se podrá multiplicar. Que no es lo mismo una mujer culpable de un delito que una a la que le arrojan barro a manotadas para luego decir: Miren cómo es de sucia. Que si la madre de una niña vota por un misógino está validando la conducta en contra de la cual ella ha luchado toda su vida. Que el padre de un gay no puede apoyar a un homofóbico ni a su vicepresidente que desea penalizar el homosexualismo. Que taparse los ojos frente al calentamiento global no constituye una estrategia política. Que la democracia, en este tiempo de redes sociales sin control, es vulnerable a la mentira y a la demagogia más barata. Que una cosa es ganar una contienda electoral, y otra muy distinta es ganar un debate ético. Que defender la justicia enaltece y aplaudir el infundio envilece. Que es mejor demostrar grandeza en la derrota que pequeñez en la victoria. Que el futuro se puede construir con verdades o con engaños, y por eso es tan delicado. Que nada duele tanto como perder teniendo la razón, y nada es menos digno que ganar usando la infamia. Que con la democracia no se juega, porque los efectos pueden ser ruinosos. Que los triunfos, si no son morales no son triunfos. Y que los países, al igual que las personas, también se pueden suicidar.