El rechazo a la ciencia y a la razón de algunos presidentes del continente, de Jair Bolsonaro a Donald Trump, deben ser tomados en serio. La pandemia nos ha permitido ver las consecuencias oscuras que destilan esas posturas políticas.
CIUDAD DE PANAMÁ — Se ha vuelto común oír que las negligentes políticas de Jair Bolsonaro y Donald Trump respecto de la pandemia responden a que estos presidentes priorizan la economía de sus países sobre la salud de su población. En el caso de Trump, se subraya que necesita llegar a noviembre sin una economía en ruinas pues sino su reelección es virtualmente imposible. No estoy convencido. O, mejor dicho, este diagnóstico, sin ser incorrecto, resulta crucialmente incompleto: antes que presidentes partidarios del laissez faire, son líderes que pertenecen a una vieja tradición política antiracionalista.
El rechazo a la ciencia, a la razón y las consecuencias nefastas que han generado, deben ser tomados en serio y no ser minimizadas como estrategias electorales. Menos aún, descartarlas como pedestre imbecilidad.
Y no se trata solo de Trump y Bolsonaro. Para quedarnos en nuestro hemisferio, las políticas de Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, en Nicaragua entran en este molde; algo de las decisiones de Andrés Manuel López Obrador en México y Jeanine Áñez en Bolivia también. Estamos ante una tendencia que combina impulsos antiilustrados con una forma de actuar atada a instintos y misticismo, y que privilegia el exabrupto del jefazo por encima de la razón.
Algunos de estos líderes habían cruzado lanzas contra la ciencia antes de llegar a la presidencia. Sus mandatos han sido consecuentes con ello. Y el oscurantismo, con impecable lógica, destiló consecuencias oscuras.
El año 2016, Bolsonaro se hizo bautizar, cual Cristo, en el río Jordán. El flamante presidente impuso un lema de pánico: “Brasil por encima de todos y Dios por encima de todo”. Contra la evidencia negó la depredación de la Amazonía y botó al director del Instituto Nacional de Investigación Espacial que mostró imágenes satelitales que lo probaban. Cuando llegó la COVID-19, la llamó “una gripecita”, despidió a dos ministros de Salud en medio de la tormenta y se plegó a manifestaciones contra los confinamientos. Eso sí, reconozcámoslo, invitó a un ayuno religioso para librase de la enfermedad. Ahora Brasil es el nuevo centro de la crisis mundial con el segundo número global de contagiados y, se estima, pronto será también el segundo en cuanto a fallecidos.
«Revolución rosa” es el término para referirse al régimen mágico-socialista de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Las manifestaciones políticas del sandinismo asemejan homilías públicas. Ella es una avalancha de misticismo: asegura que habla con Rubén Darío y que uno de sus hijos es la reencarnación de Sandino. Cuando la COVID-19 aterrizó en Nicaragua, la dictadura esotérica organizó manifestaciones, maratones, misas masivas, procesiones, entre otros actos que parecían destinados a infectar todo el país cuanto antes. Después de mucho tiempo sin reconocer el avance de la enfermedad, han aceptado que la “contención divina” presentaba limitaciones. Los entierros masivos y clandestinos reflejan que la situación está fuera de control.
A Trump no lo hemos visto, como a Murillo, con anillos de cuarzo y otras piedras con supuestos poderes mágicos, pero él ha mostrado un rechazo consistente hacia la ciencia y la evidencia. Antes de ser presidente esparció la infamia de asociar las vacunas al autismo. Atendiendo a que el calentamiento global es un concepto que inventó China para restar competitividad a las empresas norteamericanas, retiró a Estados Unidos del Acuerdo de París sobre el cambio climático. Un artículo de la Universidad de Melbourne demuestra la actitud anticiencia del presidente. Y desde ahí enfrentó la COVID-19. Confesó que decía cosas que seguramente los médicos aconsejarían que calle. Sugirió que inyectarse lejía podía ser un remedio casero. Gente cercana a Trump ha avalado la teoría de la conspiración según la cual Bill Gates está buscando inocularnos un chip en la vacuna contra la COVID-19. El resultado de todo este delirio es que hoy Estados Unidos tiene más de 100.000 muertos por coronavirus. Es decir, casi el 30 por ciento de los fallecidos mundiales, aunque su población sea alrededor del 5 por cierto del total global.
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