Los Uribe Noguera, inocentes
20 Junio 2019.
Por: Salud Hernández Mora, El Tiempo.

Póngase en su piel. Usted tiene un hermano díscolo, inmaduro, vicioso, rumbero, cariñoso, que lleva años creándole problemas. De pronto está aburrida de tener que ocuparse de sus líos cuando ya supera los 30, piensa que es edad para que encauce su vida. Más de una vez le habría gritado a la cara que los deje en paz, que se vaya a otro país lejano a armar su estúpida bulla. Pero es el consentido de su mamá, su ojito derecho, y usted hace lo que sea para no preocuparla, para que quede tranquila.

Un domingo se entera de que está envuelto en la desaparición de una niña. Queda desconcertada; una cosa son ‘travesuras’ impropias de un treintañero, sus caídas al pozo de alcohol y drogas, y otra, involucrarse en un delito con una pequeña que tiene la edad de sus hijos. No puede creerlo, debe haber un error en algún eslabón del relato. ¿Mi hermano y una niña? Imposible.

Lo que no alcanza a adivinar en ese momento es que Rafico no solo secuestró, violó y asesinó a Yuliana Samboní con una frescura asombrosa, sino que estaba devastando a su propia familia. La empujó a usted y a su hermano Francisco al precipicio; jamás volverán a ser felices, nunca disfrutarán plenamente nada, por maravilloso que parezca. Cada día se repetirá las mismas preguntas: ¿Por qué lo hizo? ¿A qué horas se volvió un monstruo? ¿Quién tuvo la culpa?

Alguna vez señalará a sus padres por haberlo consentido en exceso, por no ponerle límites. Otras, desearía verlo muerto. Un suicidio que no perpetúe el sufrimiento y la exposición pública de los suyos, que sepulte su memoria y les permita pasar página.

Quizá lo peor, con lo espantoso que es todo, empezando por la muerte de la niña, sea la reacción de la gente buena, las descabelladas acusaciones de ser cómplices del crimen, de encubrir a la bestia, las amenazas de muerte y la presión social para que la pongan presa. Y en aquellos días de pesadilla, cuando intentaba soportar la idea de ser hermana de un despiadado asesino, escuchaba que querrían matarla y violarla junto con sus hijos. Personas que no conocieron a la víctima anhelan vengarse con usted y su familia. “Vamos a hacerles lo mismo”, escupían las redes sociales, y le gritan. Y ahora teme salir a la calle, que hagan daño a sus hijos, que la odien tanto.

¿Cuál es su delito? ¿No saber cómo actuar cuando se entera de que su hermano hizo algo a una niña que todos andan buscando? ¿Creerle sus mentiras? ¿Ser incapaz de aceptar que Rafico pudiera ser un asesino?

Lo que cuento es solo lo que imagino, menos los dos últimos párrafos. Escuché el relato de Catalina Uribe y creí su versión. Tal vez algo no encaje, puede haber una que otra imprecisión. Pero cómo culparla. ¿Acaso existe un manual de pasos por seguir cuando su hermano secuestre, viole y mate a una niña de 7 años?

Hace tiempo escribí una columna satírica en la revista Caras a favor de los toros y en contra de los animalistas. Recibí amenazas, detalles de cómo me matarían lentamente junto con mi familia en una plaza. Me impresionó la sevicia que transmitían, la locura colectiva.

Me siguen desconcertando la violencia dialéctica y la real, la cotidiana, la que mata más de mil menores cada año, la que siega vidas por robar un celular, una bicicleta. Y la distinta vara de medir los crímenes. Escucho voces que un día defienden el derecho de Garavito a una segunda oportunidad, al siguiente respaldan que el autor de la matanza de Bojayá ocupe una curul, y luego piden cárcel para los dos Uribe Noguera.

Son los mismos que exigen averiguar la identidad del idiota que escribió un trino amenazador contra Matador y que después lo metan preso, aunque pidió perdón y no representa peligro alguno. Las amenazas de muerte a Catalina y Francisco, sin embargo, no hay que investigarlas, están justificadas, valen cinco.

Esa arbitrariedad para todo, eso de pedir y aplicar justicia según qué caso, es una de las razones de tanta rabia contenida.