10 junio 2020 –
Por: Daniel Bosque – El Tribuno – Argentina –
La pandemia ha disparado, por humanas razones, el consumo de noticias en el mundo. Pero eso, por los efectos catastróficos de las cuarentenas sobre el trabajo colectivo y la logística de distribución, más el temor por el contacto con el prójimo está castigando a la que durante más de dos siglos conocimos como «prensa» y luego como «prensa escrita», a partir de la radio y de la televisión.
Mientras esto sucede, el sujeto histórico de la producción de noticias, al que en español se le conoce como periodista y que en la Argentina celebró este domingo su fecha profesional, también ve crujir la osamenta de su rol tradicional, que ya venía aquejado por décadas de ajustes paulatinos por el advenimiento de internet y los medios digitales primero y de las redes sociales en el pasado reciente.
Son éstas las que están arrinconando a la labor informativa, por la sencilla vía de la devaluación de su mercancía y la imposibilidad de monetizar publicaciones y plataformas, en un escenario multidireccional e instantáneo en el que los lectores o receptores decenas de veces por día invierten los polos del circuito, adictos de un hábito sin fin que los transforma en re-
emisores ad honorem de novedades locales, nacionales o de las más alejadas latitudes del globo.
En ese contexto, cabe preguntarse cuál es el papel que podrá reservar este tramo del siglo a una profesión hoy jíbara, que además de haber mutado en sus formas de expresión de la noticia también siente en carne propia, y en su propia práctica de recepción, búsqueda, selección y tratamiento de la información, los ramalazos de la caída de estándares de la cultura y la educación general. Un fenómeno que se palpa en la mayor parte de los países del mundo, y en el caso argentino con marcado acento.
Como es lógico, el segmento de la prensa escrita es el que más sufre el derrumbe. El medio es el mensaje y por tanto la entronización de las redes sociales ha producido notables transformaciones en emisores y consumidores de contenidos. En el actual escenario, conviven materiales de discutible calidad literaria o gramatical y, en el otro extremo del wi fi, un público cada vez más habituado a la vulgaridad y la ausencia de elementales análisis.
A ello debe agregársele, en apretada sinopsis, lo que sucede con la metamorfosis de la noticia como tal, constreñida a viajar y vivir dentro de un teléfono en la mayoría de los casos y clicks. En aras de esa visual e instantaneidad, editores y periodistas sometemos a textos e imágenes a una reducción de calidad, en muchos casos sin el debido control que aconsejan los manuales.
Si el abordaje del fenómeno lo hacemos desde el concepto del negocio editorial, la última década ha asistido en todo el planeta a la desaparición de miles de publicaciones o de las llamadas «sinergias» al interior de las empresas periodísticas.
Después de las cuales, las redacciones ahora subpobladas de personal han perdido a sus cronistas especializados a manos de generalistas, con los resultados conocidos, en unos casos más evidentes que en otros. Destrozadas las tortas publicitarias a manos de Facebook, Instagram o Google, el catecismo del ajuste se impone y daña el producto final,
Pero también otros aspectos no menos preocupantes para analizar este presente del periodismo y es el referido a la manoseada libertad de expresión: el mundo hoy en pandemia y hasta ayer obsesionado por los traumas del cambio climático, las desigualdades imparables y las tensiones entre las grandes potencias, tiene en su palestra la pugna por el devenir de sus democracias y libertades.
En Occidente, por usar una categoría atávica, es frecuente escuchar a violadores e inquisidores de la expresión diversa golpearse el pecho con que lo que están defendiendo es el bienestar del pueblo, para lo cual hace falta más silencio.
En todo el planeta, acciones autoritarias y arbitrariedades rebasan nuevas metas de coerción a los individuos, bajo los designios de diversas banderas. Para Xi Jinping, Trump y decenas de líderes, además de millones de seguidores en los cinco continentes, la solución ejecutada o deseada es defenestrar, amordazar o comprar al periodismo disonante.
Al mismo tiempo, mientras más ruinoso se torna el negocio editorial, más súbdito se torna del poder político y de dineros del Estado, por arriba o por debajo de la mesa, en un juego a varias bandas en el que el público no se entera del revés de la trama y al fin todos contentos.
En sociedades en conflicto, como la Argentina en decadencia, la dificultad de poderes y protagonistas de la agobiante puja histórica para enhebrar un ciclo virtuoso, torna al periodismo divergente en un target predilecto de sus obsesiones.
Los proyectos por ahora truncos para amordazar a medios e informadores, tomando como ejemplo lo que han hecho Jair Bolsonaro, Rafael Correa, Nicolás Maduro o Daniel Ortega, o las aseveraciones temerarias como las recientísimas del jurista Eugenio Zaffaroni, despiertan justificadas inquietudes sobre un macartismo ejercido desde el llamado campo nacional y popular.
Perseguir a la prensa, a sus empresas y trabajadores, no es un deporte nacional, como se vio en el estallido social de Chile, donde periódicos de distintas ciudades fueron atacados e incendiados sin que eso rankeara luego en la lista de violaciones a los derechos humanos.
Existe un rictus marcado de un espacio sociocultural, que es el escrache permanente a la prensa que difunde ópticas diferentes, motorizado incluso por sus medios de comunicación para los cuales el mejor periodismo es aquel que es acallado.
La Argentina, por tradición cultural del siglo XIX, la raíz inmigrante de la era opulenta, la movilidad social ascendente y el instinto igualitario que en su momento se encarnó en el peronismo, han sabido procrear a miles de pequeños medios y expresiones periodísticas, en pueblos, ciudades y capitales del país. Un fenómeno previo al estallido tecnológico que derivó ahora en un océano de portales, radios y blogs.
Entre los periodistas que han hecho carrera en redacciones de prestigio, escuelas del oficio, suele darse el debate, con frecuencia corporativo, acerca de quiénes pueden considerarse colegas, por trayectoria profesional y probidad.
En unos países y en otras épocas la unción profesional era dada por la educación superior y la matriculación o colegiatura. En otros, por la sindicalización o por revistar en grupos editoriales.
En todo caso, en un paisaje en el que lo que abunda es la información, de todo tipo y a cada instante, es el lector, la audiencia, el consumidor quien tiene la última palabra. Lo cual no es bueno ni es malo, es así nomás.
En este difícil trance de la historia, es toda una apuesta imaginar cómo sobrevivirá y qué será en el futuro el oficio de periodista, hoy casi una especie en vías de extinción.
Cuesta imaginar la persistencia de su prestigio social que decanta de su credibilidad, si no es como fruto del esfuerzo por entregar al público obras y miradas diferentes, y, por qué no, el brillo o la oscuridad de las cosas que, infaltablemente, otros se esmeran por ocultar.