19 junio 2020 –
Por: Gonzalo Silva, Socio del CPB – El Espectador –
Este año las ciudades y playas europeas vivirán un verano diferente, como no les sucedía desde hacía muchas décadas. La pandemia del coronavirus ha cambiado radicalmente el paisaje y no se verán abarrotadas por asfixiantes y bulliciosas multitudes de turistas depredadores, sino más bien semivacías y silenciadas, reconquistadas por sus propios residentes y recorridas por menor número de visitantes que buscan reanudar una vida normal y disfrutar de vacaciones soleadas.
La presencia del COVID-19, con sus riesgos para la salud pública, apagó el mundo, lo obligó a cerrar fronteras e impulsó un cambio —muy seguramente temporal— en los estilos de vida, con positiva incidencia en el medio ambiente. El confinamiento evidenció en las ciudades un menor impacto paisajístico y reducidos niveles de contaminación del aire, mientras que las playas ahora lucen más limpias y atractivas, rodeadas de aguas cristalinas. Los pobladores de destinos comúnmente atestados se han podido liberar de las hordas invasoras por un momento.
A lo largo del último medio siglo el turismo ha crecido de manera permanente y progresiva, gracias a una suma de factores que han facilitado su propagación. La globalización, el estímulo que le ofrecen los Estados por ser parte coyuntural de sus economías, el aumento de la clase media, el auge de las líneas aéreas de bajo costo, los cruceros, la fácil disponibilidad de alquilar casas mediante el uso de plataformas virtuales y la innovación comercial para atraer turistas pusieron a rodar la industria y la catapultaron como sector económico fundamental y estratégico para potenciar el desarrollo.
El malestar ciudadano aumenta a la misma velocidad con la que los comercios locales se convierten en tiendas de souvenirs, los barrios se vuelven prohibitivos y los apacibles suburbios ceden ante el auge de los llamados “pisos turísticos” —que encarecen la vivienda—, estimulados por plataformas como Airbnb y Homeaway. El foco de responsabilidad, sin embargo, no está dirigido contra la industria per se, sino contra el desbordamiento permitido por las autoridades, que hasta ahora se muestran poco dispuestas a poner sobre la mesa soluciones que aseguren la sostenibilidad de los entornos residenciales.
El confinamiento global se presenta, entonces, como una oportunidad perfecta para que los gobiernos del mundo replanteen la planificación de la industria a fin de ponerle linderos a esta saturación, que como fenómeno social transformó sosegados destinos en vibrantes espacios comerciales que devoran patrimonios, producen aglomeraciones, encarecen el costo de vida, generan problemas de convivencia e impulsan la emigración de los residentes.
La crisis del coronavirus ha demostrado lo que pueden hacer los gobiernos para afrontar las graves emergencias y este obligado parón global podría ser la oportunidad para ponerle límites al crecimiento desbordado del sector y repensar el modelo, pues aunque el regreso masivo de turistas tomará su tiempo en reanudarse, volverá a surgir como esa misma sombra oscura y letal que se cierne sobre ciudades, playas y parques naturales.