26 junio 2020 –
Por: Wesley Lowery – The New York Times –
Fue una interacción breve, durante las primeras semanas de mi carrera. Hubo un apuñalamiento y me enviaron a una cuadra en Roxbury, una sección predominantemente negra de Boston, para obtener citas de cualquiera que pudiera saber algo sobre lo que había sucedido.
“¿Dónde trabajas?”, preguntó la primera persona a la que me acerqué, un hombre negro de unos 50 años. “¿The Globe?”, exclamó tras escuchar mi respuesta. “The Globe no tiene reporteros negros. ¿Qué haces aquí? ¿Estás perdido? Ustedes no escriben sobre esta parte de la ciudad”.
Sus quejas y su escepticismo eran familiares, expresados durante décadas por personas negras tanto fuera de las redacciones como dentro de ellas: que la mayoría de las organizaciones de medios estadounidenses no reflejan la diversidad de la nación o de las comunidades que cubren y que demasiado a menudo limitan su cobertura de los barrios en donde viven personas que no son blancas al crimen del día.
Ahora, casi una década después, mientras las manifestaciones toman las calles de las ciudades estadounidenses para condenar el racismo y el imparable asesinato policiales de personas negras en todo el país, la industria del periodismo aparentemente ha llegado a un punto de quiebre: los periodistas negros hablan en público de quejas acumuladas por años y exigen un ajuste de cuentas atrasado en una profesión cuya corriente principal ignora repetidamente sus preocupaciones; en muchas redacciones, escritores y editores ahora también exigen abiertamente un cambio de paradigma en cómo nuestros medios definen sus operaciones e ideales.
Si bien estas dos batallas pueden parecer superficialmente separadas, en realidad, el fracaso de la prensa dominante en cubrir con precisión las comunidades negras está intrínsecamente relacionado con su incapacidad para emplear, retener y escuchar a las personas negras.
Desde el giro del periodismo estadounidense hace muchas décadas de una prensa abiertamente partidista a un modelo de profesada objetividad, la corriente principal ha permitido que lo que considera una verdad objetiva sea decidido casi exclusivamente por periodistas blancos y sus jefes mayoritariamente blancos. Y esas verdades selectivas han sido calibradas para evitar ofender la sensibilidad de los lectores blancos. En las páginas de opinión, los contornos del debate público aceptable se han determinado en gran medida a través de la mirada de editores blancos.
Las opiniones e inclinaciones de la blancura son aceptadas como el objetivo neutral. Cuando los reporteros y editores negros y morenos desafían esas convenciones, no es raro que sean expulsados, reprendidos o despojados de nuevas oportunidades.
El periodista Alex S. Jones, quien se desempeñó durante mucho tiempo como director del Centro Shorenstein de Harvard sobre Medios, Política y Políticas Públicas, escribió en Losing the News, su libro de 2009: “Defino la objetividad periodística como un esfuerzo genuino de ser un intermediario honesto cuando se trata de las noticias”. Para él: “Eso significa jugar directamente sin favorecer a un lado cuando los hechos están en disputa, independientemente de tus propios puntos de vista y preferencias”.
Pero la objetividad, escribió Jones, “también significa no intentar crear la ilusión de justicia al permitir que los defensores finjan en tu periodismo que hay un debate sobre los hechos cuando el peso de la verdad es claro”. Criticó la reportería del “él-dijo/ella-dijo, que solo enfrenta una voz contra otra”, como el “rostro desacreditado de la objetividad. Pero eso no es auténtica objetividad”.
Es sorprendente leer la objetividad definida de esa manera, no porque sea objetable, sino más bien porque apenas se parece a la forma en que el concepto se discute comúnmente en las redacciones de hoy. Las conversaciones sobre la objetividad, en lugar de suceder en un vacío virtuoso, habitualmente se enfocan en predecir si una oración dada, un párrafo inicial o un artículo completo parecerá objetivo a un lector teórico, quien invariablemente se supone blanco. Esto crea la ilusión de justicia sobre la que Jones, y otros, advierten específicamente.
En vez de decir verdades crudas en este entorno polarizado, las redacciones de Estados Unidos a menudo privan a sus lectores de hechos claramente establecidos que podrían exponer a los periodistas a acusaciones de parcialidad o desequilibrio.
Durante años, he estado entre un coro de periodistas convencionales que han pedido a nuestra industria que abandone la apariencia de objetividad como el estándar periodístico aspiracional y que, en su lugar, los reporteros se centren en ser justos y decir la verdad, lo mejor que se pueda, basados en el contexto dado y los hechos disponibles. No es un argumento novedoso —decenas de periodistas de varias generaciones, desde los reporteros gonzo como Hunter S. Thompson a voces más tradicionales como Bill Kovach y Tom Rosenstiel— han defendido el mismo enfoque. Kovach y Rosenstiel lo exponen en detalle en su texto clásico The Elements of Journalism.
Aquellos de nosotros que promovemos este argumento sabemos que un enfoque de justicia-y-verdad tendrá interpretaciones distintas y saludables. También sabemos que el “periodismo objetivo” neutral está construido sobre una pirámide de toma de decisiones subjetiva: qué historias cubrir, qué tan intensamente cubrir esas historias, qué fuentes buscar e incluir, qué piezas de información se resaltan y cuáles se minimizan. Ningún proceso periodístico es objetivo. Y ningún periodista es objetivo, ningún ser humano lo es.
Y así, en lugar de prometer a nuestros lectores que nunca, en ninguna plataforma, revelaremos un solo sesgo personal —sometiéndonos a una cadena perpetua de irresponsabilidad pública— una mejor promesa sería la garantía de que nos dedicaremos a la precisión, que buscaremos diligentemente las perspectivas de aquellos con quienes personalmente podemos estar en desacuerdo y que estaremos seguros de hacer preguntas difíciles a aquellos con quienes estamos de acuerdo.
Los mejores de nuestra profesión ya lo hacen. Pero necesitamos ser honestos sobre el abismo que hay entre los mejores y la mayor parte.
Es posible construir un periodismo consciente de sí mismo para cerrar esa brecha. Pero hará falta claridad moral, que requerirá que tanto editores como reporteros dejen de hacer cosas como esconderse detrás de eufemismos que ocultan la verdad, simplemente porque siempre lo hemos hecho así. La deferencia al precedente es una excusa pobre para seguir tomando decisiones que potencialmente liberen a los malhechores poderosos y perjudiquen al público al que servimos.
La objetividad neutral se tropieza sobre sí misma para encontrar formas de evitar decir la verdad. La objetividad neutral insiste en que usemos eufemismos torpes como “tiroteo con agentes involucrados”. La claridad moral, y una adhesión fiel a la gramática y la sintaxis exigirían que usemos palabras que signifiquen de manera más precisa lo que intentamos comunicar: “la policía le disparó a alguien”.
En la cobertura de la vigilancia policial, los partidarios al modelo de objetividad neutral crean un periodismo tan respetuoso con la policía que artículos completos no tienen sentido. De hecho, la verdadera justicia llegaría a requerir que los editores consideren seriamente no publicar ningún informe significativo de un tiroteo policial hasta que el personal haya rastreado la perspectiva —el “lado”— de la persona a la que la policía le disparó. De esa manera, los reporteros especializados no se quedarían simplemente reescribiendo un boletín de prensa de la policía.
Los fracasos del periodismo objetivo neutral a través de varias especializaciones en los medios de comunicación son innumerables. Y estas deficiencias tienen consecuencias reales para los lectores a los que hemos jurado servir, particularmente a los lectores negros, de quienes sabemos que tienen más probabilidades de interactuar con el sistema de justicia penal (a cuyos líderes cortejamos), tienen más probabilidades de ser objetivos de los supremacistas blancos (a quienes comúnmente complacemos) y más probabilidades de que les hagan más difícil la vida los políticos racistas y las políticas implícitamente racistas que nos negamos a nombrar en voz alta.
Los periodistas negros están hablando porque uno de los principales partidos políticos de la nación y el gobierno actual están dando refugio a la retórica y las políticas de la supremacía blanca, y los guardianes de nuestra industria están preocupados por parecer equilibrados, incluso comisionando perfiles brillantes de actores cómplices. Todo el tiempo, las vidas y el sustento de personas negras y morenas permanecen en peligro.
Idealmente, el grupo de periodistas que tiene el poder de decidir a qué y a quién dar una plataforma en este momento entendería la gravedad de esta era y reflejaría la diversidad del país. Desafortunadamente, muy a menudo ese no es el caso.
Quizás la controversia más reciente que surgió debido a tal desconsideración y falta de inclusión fue proporcionada por la sección de Opinión de The New York Times, cuando publicó un ensayo del senador Tom Cotton, republicano de Arkansas, que pedía, entre otras cosas, una “muestra abrumadora de fuerza” por parte de los militares estadounidenses para calmar los disturbios civiles en las protestas que, aunque a veces violentas, han salido de manifestaciones en buena medida pacíficas.
Un método de claridad moral habría requerido que el liderazgo lo pensara muy bien antes de proporcionar una plataforma profundamente influyente a cualquier funcionario electo, permitiéndole opinar sin el regulador de las preguntas de seguimiento de un reportero, y usar retórica incendiaria. Requeriría, como mínimo, que dicho artículo de opinión no contenga varias exageraciones y afirmaciones sin fundamento.
“Consideramos que la publicación de este ensayo es una elección irresponsable”, dijo en un comunicado el NewsGuild de Nueva York, un sindicato que representa a muchos empleados del Times. “Su falta de contexto, un escrutinio inadecuado por parte de la administración editorial, la difusión de información errónea y el momento de su llamada a las armas socavan gravemente el trabajo que hacemos a diario”.
Tomemos un momento para ser honestos sobre lo que realmente sucedió en este caso: una sección de opinión aceptó un ensayo de un senador incendiario. Publicó esa columna sin una línea adecuada o edición conceptual. Luego la criticaron por eso, lo que condujo a la renuncia de un hombre en el liderazgo superior y la reasignación de otro.
Era un caso raro de rendición de cuentas, pero aún está por verse si los cambios en el Times incluirán abordar agresivamente una cultura que deja a los propios miembros de su personal tan impotentes de manera interna que tienen que luchar en público contra su propia publicación.
A pesar de las sugerencias de un conjunto cada vez más histérico de eruditos, estas consecuencias no fueron un ataque al concepto mismo del debate público. Es la historia de un grupo de miembros del Times que concluyeron que una pieza específica de contenido y el proceso por el cual fue publicada estuvo por debajo de los estándares que se les pide que mantengan y luego tuvieron la audacia de decirlo.
Los periodistas —los periodistas negros— que rechazaron con más fuerza el ensayo de opinión de Cotton no pedían el fin del discurso público o la censura de opiniones con las que no están de acuerdo. Estaban respondiendo al manejo particularmente pobre de un caso particularmente descabellado durante un tiempo particularmente sensible. La agitación en el Times y las erupciones simultáneas dentro de otras redacciones en todo Estados Unidos son el resultado predecible del rechazo laborioso de los principales medios de comunicación a integrarse racialmente.
Han pasado más de 50 años desde que el primer periodista negro apareció en una de las principales redacciones estadounidenses. Durante todo ese tiempo, los periodistas negros han hecho demandas exiguas: por favor, contraten a más de nosotros. Por favor, páguenos igual que a nuestros colegas. Por favor, permítanos ascender a puestos de liderazgo. Por favor, tengan en cuenta nuestras opiniones sobre lograr una cobertura más precisa y justa sobre todas las comunidades, en especial la nuestra.
Colectivamente, la industria ha respondido a generaciones de periodistas negros con indiferencia en el mejor de los casos y con hostilidad abierta en los peores y más frecuentes.
A los periodistas negros se nos contrata y se nos dice —algunas veces de forma explícita— que podemos prosperar solo si no nos atrevemos a ser nosotros mismos. Con frecuencia, cuando hablamos sobre una cobertura que es inexacta o deficiente de alguna otra manera, somos expulsados de las redacciones, lo que resulta en menos candidatos negros con experiencia cuando llega el momento de contratar directores de alto nivel. Eso, a su vez, da como resultado una cobertura que aún no da en el blanco, lo que deja a las filas, cada vez más reducidas, de periodistas negros marginados y luchando para hablar. Experiencias negativas similares también han sido compartidas por periodistas hispanos, asiáticos, nativos estadounidenses, inmigrantes (tanto con documentos como indocumentados), musulmanes, gays y lesbianas, trans y no conformes con su género.
Lo que es diferente ahora, en este momento, es que los editores ya no tienen el monopolio del poder de publicación. Los reporteros ahora tenemos seguidores en nuestras propias redes sociales, lo que nos permite hablar directamente al público. Entonces, no es casualidad que después de décadas de suplicar a la gerencia, los periodistas negros ahora estén presentando sus demandas en Twitter.
Si los últimos años han enseñado algo a los periodistas negros, es que pasar vergüenza en público parece lograr que nuestros jefes nos escuchen mejor. Pero la humildad y la atención no tienen que estar restringidas a las crisis. En lugar de intentar constantemente censurar al personal crucial de color en su propio equipo —que constantemente entrega los mejor de su periodismo— los líderes de las redacciones estadounidenses podrían considerar escucharlos realmente.
Mientras estaba parado en esa esquina en Roxbury como un reportero novato hace tantos años, el hombre al que me acerqué me dijo que años atrás un miembro de su familia había sido arrestado injustamente. Me dijo que el periódico publicó toda la historia criminal de su pariente, así como una foto policial de un incidente no relacionado. No hubo seguimiento cuando su ser querido fue absuelto del crimen.
Le dije que entendía por qué seguía molesto y que sonaba bastante mal, antes de meter mi libreta en mi bolsillo trasero y darme la vuelta para irme.
“¡Chico! ¿Qué es lo que querías saber?”, preguntó. “¿El apuñalamiento?”.
Por años, había esperado la oportunidad de regañar a un periodista del Globe. Y ahora que lo había hecho, y había sido escuchado, quería ayudarme a contar la historia, y a hacerlo bien.